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Comunicación de Josep M. Lozano – 6º Encuentro Internacional

Notas previas para una introducción preliminar a una cuestión incipiente: la postulación de la espiritualidad en las empresas
Josep Maria Lozano

0. Preámbulo. Estas líneas son unos apuntes realizados a vuelapluma, sin realizar prácticamente ninguna consulta a materiales previos o a bibliografía. No por falta de rigor en su intencionalidad ni por falta de respeto para los lectores. Podría pensarse que es debido a la falta de mayor capacidad personal y de mayor disponibilidad de tiempo por parte de su autor, y eso es sin duda cierto (lo primero más que lo segundo, que ya es decir). Pero, la razón última del tono y el estilo del texto es que la invitación que se me ha hecho (tal y como la entiendo) exige plantear los rasgos desnudos de un tema, tal y como a mí se me plantea y con el bagaje que tengo a mi alcance. Un tema emergente, cuyos brotes pueden adivinarse por doquier, pero que todavía no ha sido mínimamente formulado y expresado como tal: la postulación de la espiritualidad en las empresas. Me ha parecido que la manera más idónea de abordarlo es ensayar una aproximación a un recorrido que desemboca en el tema en cuestión, ensayo que es a la vez una clave de lectura personal y una toma de posición para trabajos futuros.

Propongo pues realizar un recorrido aparentemente histórico, ciertamente simplificador (y a menudo injusto) cuyas etapas, desde una cierta sociología recreativa y –para qué negarlo- como caricatura de una trayectoria personal, se podrían representar así:

 

 

1. La ética empresarial. El arranque del discurso sobre los valores humanos (si se me permite la expresión) en la empresa se cobijaba en la década de los ochenta (y antes, claro está, pero en algún punto hay que cortar) bajo el amplio paraguas de la ética empresarial (a partir de ahora BE, de Business Ethics). Esta fue una aproximación dominante, que puede verificarse simplemente atendiendo a los títulos de los journals y las asociaciones o redes académicas que se fundaron en aquellos años: ética era el término recurrente. El lector habrá notado que la frase anterior está escrita en pasado, porque hoy podemos afirmar que la apoteosis de la preocupación por la ética empresarial fue a la vez, paradójicamente, el origen de su declive.

¿Qué razones explican este declive? Muchas y diversas. Pero antes de apuntarlas no olvidemos que en la pregunta por la ética empresarial latía la preocupación por el sentido, la justificación y la legitimación axiológicos de las prácticas empresariales. Y también la voluntad de disponer de una instancia crítica desde la que cuestionar los excesos destructivos que, en lo social, lo cultural y lo personal, generaba una orientación al beneficio como exclusivo criterio de orientación para la acción, o el mercado como única referencia colectiva reguladora. Pero la BE tuvo un éxito más que discreto, y siempre transitó con la dignidad del aristócrata arruinado, entre comentarios sobre su altísima importancia y necesidad, y lamentaciones sobre su papel entre marginal en lo propositivo y supuestamente corrector en lo excesivo.

Sin embargo, podríamos señalar desordenadamente unos cuantos rasgos que aclaran mínimamente la progresiva impotencia del discurso ético en un contexto empresarial que estaba iniciando (sin saberlo) el inicio de su galope desbocado hacia la globalización y la sociedad del conocimiento (por utilizar dos términos que nos facilitan la comodidad, cuando los usamos, de creer que todos estamos hablando de lo mismo).

• La ética parte de una matriz individual (o que se refiere a comportamientos personales) y no le resulta fácil abordar lo que podríamos denominar el sujeto-organización. Dicho en otras palabras, el discurso ético está entrenado para pensar a la persona o a la sociedad, pero no a la organización.
• La BE responde inevitablemente un enfoque normativo-deductivo. De hecho, se habla sintomáticamente de éticas “aplicadas”, cuyo supuesto es la preexistencia de un discurso axiológico (sea sustantivo, sea metodológico) previo a la realidad a la que quiere aplicarse, y que debería someterse a él.
• Lo anterior nos lleva a una apreciación de lo ético como algo tremendamente “abstracto”. En este calificativo pueden converger posturas muy variadas, que pueden ir desde el rechazo por parte de un cierto pragmatismo empresarial de todo lo que no esté a la altura de su vuelo gallináceo, hasta la deliberada confusión entre oscuridad y profundidad por parte de algunos mandarines de la ética. Pero más allá de perfiles de esta calaña, nos encontramos habitualmente con un discurso ético que, como tal, pretende sostenerse sobre sí mismo, y para el que el contexto (con toda su ambigüedad) parece no ser más que un mal necesario para poder expandirse. Con lo que la E y la B de la BE más parecen dos pisos superpuestos y claramente diferenciados, con lo que la BE se pasa la vida yendo arriba y abajo, sin recalar en ninguna parte. Y así se expandió la sensación, que se repetía hasta la saciedad, que la BE era muy importante, pero que cuando hablaba de ética no hablaba de empresa, y cuando hablaba de empresa no hablaba de ética.
• Esta tensión entre hablar de la acción pero no pensar desde la acción (o, lo que es lo mismo: pensar normativamente sobre la empresa desde instancias exteriores a la empresa) reforzó la sensación de que la BE hablaba en último término de cuestiones muy importantes, pero que a la postre resultaba –para quién estaba inmerso en la acción- muy difícil saber de qué hablaba.
• Finalmente, a menudo la BE no encontraba el equilibrio que postulaba entre la clásica (y a menudo confusa en la práctica, para qué negarlo) distinción entre ética y moral, y en muchas ocasiones se confundía con o se vinculaba a doctrinas morales que tenían su propio discurso sobre la empresa. Lo que ya resultaba complicado en sí mismo, se agravaba ante la conciencia del nuevo pluralismo emergente tanto interno a la empresa (que puede agrupar a personas que viven su propia vida desde opciones morales diversas) como externo (cuando las empresas se encuentran con el reto de que deben actuar bajo criterios axiológicos y operativos comunes en contextos culturales muy heterogéneos entre sí).

2. Responsabilidad Social de la Empresa (RSE). Por eso, el observador no tiene más remedio que constatar, en coherencia con su enfoque de sociología recreativa, que al declinar de la BE le corresponde la presencia ascendente de la RSE. Como si en la cultura empresarial y en los discursos axiológicos también funcionara un sistema de vasos comunicantes en los que, a medida que se hablaba menos de BE, se hablaba cada vez más de RSE.

El enfoque RSE resulta mucho más cercano a la lógica managerial. Su punto de partida parece a primera vista mucho más concreto y objetivable: se trata, en definitiva, de atender al impacto y/o a las consecuencias sociales y ambientales de las actuaciones empresariales, pregunta insoslayable, puesto que si algo hacen las empresas es actuar, y si algo tienen las acciones es consecuencias. El punto de partida es tan incontrovertible, que las discusiones se han situado en el alcance y la legitimidad de las exigencias de responsabilidad, pero no el hecho de la responsabilidad como tal.

Otro aspecto constitutivo de la RSE es que quienes la ponen en el frontispicio del debate empresarial son una diversidad variopinta de grupos, movimientos y organizaciones que, a menudo, reclaman responsabilidad de las empresas como consecuencia de la constatación de sus malas prácticas. Lo que genera un enfoque más reactivo y orientado a la gestión de riesgos por parte de las empresas –y que se ha planteado más en términos de gestión de la reputación que no de gestión de la RSE- y ha ocultado un aspecto importante para entender la atención de las empresas a la RSE: su exigencia responde también a la lógica de la oferta-demanda (para la que las empresas parecen constitutivamente preparadas), con la única peculiaridad de que el debate se centra en dilucidar quién tiene derecho/poder/influencia para exigir qué a las empresas.

Por suerte o por desgracia, me he ocupado ampliamente de la RSE en los últimos años; a mis papeles me remito, pues, si trata de aclarar cuestiones sobre el tema. Para el hilo conductor que nos ocupa es necesario resaltar al menos tres cosas. En primer lugar, que la RSE ha lidiado mal con la cuestión de los valores, y siempre ha parecido partir del supuesto que la responsabilidad era algo evidente por si misma, sin atender excesivamente a los marcos axiológicos y a los condicionantes sociológicos que son los que permiten, al fin y al cabo, calificar a una actuación como ejercicio de (i)responsabilidad. En segundo lugar, la RSE sólo se ha preocupado tangencialmente por lo que podríamos denominar la calidad (aunque nunca ha utilizado esta palabra) de la propia responsabilidad. Esto le ha generado a menudo problemas de credibilidad y, en algunos ámbitos, un justificado escepticismo, en la medida que se ha aceptado acríticamente que las prácticas RSE pueden llevarse a cabo por muy diversas razones y motivos, que pueden ir desde el craso oportunismo hasta la convicción; (y de ahí que se haya hecho cada vez más necesario proponer una especie de grados evolutivos de la RSE, en los que el último de ellos a menudo funciona más bien como idea reguladora, en mi caso lo denomino “empresa ciudadana”). En tercer lugar, la RSE ha estado sometida a un conflicto inacabable de interpretaciones entre otras razones porque arrastra una imprecisión terminológica debido a la diversidad de usos que acoge la palabra “social” como referente axiológico, diversidad que en más de una ocasión es, lisa y llanamente, incompatibilidad.

De todas formas, conviene no olvidar la (aparente) transparencia managerial de la RSE, probablemente debido al hecho que, en su sustancia, no parte de valores (¡sic y resic!) sino de relaciones. O, dicho en otras palabras, el punto de apoyo de su planteamiento no es (no pretende ser) axiológico sino relacional. Este enfoque mucho más operativo (no se pregunta que es una empresa sino que da por supuesto que las empresas son lo que hacen) permite hacer un largo recorrido sin tener que encallarse en cuestiones axiológicas, puesto que la agenda de las prácticas RSE puede alargarse –parece- hasta el infinito. Visto desde otra perspectiva, podríamos decir que aquí se ha dado una cierta oportunidad perdida, porque, por una parte la idea de responsabilidad hubiera podido ser una una excelente puerta de entrada para introducir en la cultura empresarial el paso de una comprensión de los valores como contenido normativo a una comprensión de los valores como matriz para la indagación axiológica y práctica (…y aunque de hecho en algunos casos se ha producido este proceso, sin mucha conciencia del mismo, la verdad). Y es también una oportunidad perdida porque, salvo excepciones, a través de la responsabilidad no se ha dado por lo general una conexión con referencias a la justicia y la equidad, sino que más bien se suele reintegrar a la RSE en el paradigma tradicional de la visión de los negocios, aunque aparentemente -¡algo es algo!- desde una perspectiva más amplia, inclusiva y atendiendo a más parámetros.

De hecho, creo que esto está llegando a su límite. Por una parte, barrunto que la expansión de la gestión de la RSE seguirá su camino, tanto desde el punto de vista mediático como empresarial. Pero, por otra parte, cada vez será más evidente que, como ya anticipó The Economist, tras la RSE se esconde una batalla de las ideas. Lo curioso –es mi pronóstico- será que ambos procesos seguirán su propio ritmo por separado, por inconsistente que parezca. Pero tarde o temprano se pondrá de manifiesto que la diversidad de aproximaciones requiere la construcción de un marco de referencia que permita, si no dirimir, al menos razonar sobre ellas. Entre otras razones porque la RSE no es un discurso autosuficiente, que se pueda sostener sobre si mismo. Si lo ha parecido hasta el momento es porque, paradójicamente, ha generado muchos cambios, pero pocas transformaciones. La RSE lleva como marca de fábrica un déficit de clarificación axiológica (quizá se ésta una de las razones de su éxito, por cierto), y su gran aportación (poner el foco en la realidad organizativa tomada en sí misma, y no de manera subordinada a un discurso ideológico o a la moral personal) algún día deberá conectarse con su mayor limitación (la ausencia de un modelo antropológico y de un modelo de sociedad sobre los que apoyarse y articularse).

Que la cuestión de los valores y de la calidad humana es un tema latente en la RSE lo ponen de relieve dos preocupaciones de su agenda que, a poco que se piense en ellas, parecen una obviedad. La primera remite al tópico de la cultura de empresa y a la preocupación por conseguir un clima organizativo que haga de las actitudes responsables una manera cotidiana de proceder y no un conjunto de declaraciones, políticas y prácticas. La segunda remite, lisa y llanamente, a la pregunta de si son posibles empresas responsables sin personas que lo sean. Estas dos preocupaciones, por seguir con la terminología freudiana, están ahí, latentes, pero no han llegado a convertirse en contenido manifiesto, especialmente la segunda (por cierto: con esta alusión a Freud no quiero insinuar que la RSE sea meramente un sueño…).

Se dan sin duda excepciones, y éstas pueden quedar condensadas en la conclusión de un seminario sobre RSE que llevó a cabo uno de los centros de referencia en el impulso de estas temáticas (Aspen Institute), cuando afirmó que “los líderes de mañana deberán conocer tan bien a su trabajo como a sí mismos”. Esta afirmación resulta tan sintomática, que nos permite dar un paso adelante en nuestro recorrido, y tomar nota de un hecho muy relevante: la aproximación a la pregunta por la calidad humana no se ha llevado a cabo en el contexto empresarial siguiendo la estela de la BE o de la RSE, sino a través de la pregunta por el liderazgo.

3. Primer interludio: organizaciones (y sociedad) del conocimiento, el eslabón perdido. Antes de entrar en la temática del liderazgo es necesario hacer un brevísimo interludio para preguntarnos por qué una de las aproximaciones que, sobre el papel, más ha insistido en las conexiones entre calidad humana y prácticas organizativas no parece haber despertado la complicidad o el eco suficiente en esta dirección. Obviamente se podría conjeturar que aquí todo es cuestión de tiempo, pero si esta fuera la respuesta, podríamos pasar sin dilación al siguiente punto, puesto que sólo se trataría de esperar, en función del don de la paciencia que cada cual hubiera recibido.

El análisis parece impecable: las sociedades postindustriales, sin la referencia englobante e indiscutible de ideologías y religiones, y sometidas a retos y amenazas colosales (producto no de las fuerzas de la naturaleza, sino de la misma actuación de los humanos) necesitan para su misma supervivencia desarrollar la capacidad de trabajar con valores y de construir proyectos que no estén alimentados y alineados únicamente por objetivos. A falta de referencias universalmente aceptadas y de guías para la acción aceptadas como un a priori inmune a los retos que el propio desarrollo de la acción genera, la pregunta por el desde dónde pasa a ser primordial, un desde dónde que se refiere a la vez a personas, procesos y organizaciones y, si es necesario añadirlo, a la calidad de los tres.

Pero esta aproximación que parece caer por su propio peso, no ha gozado de mucho éxito como palanca de cambio en los contextos organizativos. Como máximo, ha funcionado como clave de interpretación reflexiva de cambios que se han llevado a cabo, en primera instancia, al margen de este enfoque. Y es curioso porque algunas preguntas que están en el frontispicio de algunos retos empresariales actuales se diría que conectan directamente con esta aproximación. Pensemos, por ejemplo, en la necesidad de crear cohesión y compromiso en organizaciones complejas, donde convergen personas con formación, contextos culturales y marcos valorativos muy diferentes entre sí. O en la necesidad, reiterada hasta convertirse en tópico, de formular declaraciones que, bajo distintas formas retóricas (valores de empresa, visión, misión), intentan catalizar la involucración personal de los miembros de la organización en un supuesto proyecto colectivo… y la habitual sensación de frustración y escepticismo que estas declaraciones generan. O en propuestas que plantean si es posible la gestión del conocimiento sin trabajar las capacidades de conocimiento y de autoconocimiento de las personas involucradas.

Podemos aventurar que la palanca organización/sociedad del conocimiento no acaba de ejercer una fuerza suficiente para levantar la cuestión de la calidad porque padece algunos males bien conocidos para quien ha transitado por la BE:

• Abstracción: se justifica por y en un discurso conceptualmente abstracto, en el que a menudo la realidad organizativa se concibe sólo como una pista de aterrizaje que confirma (tanto si encaja en él como si lo rechaza) al discurso preexistente, pero nunca lo puede desmentir, porque el discurso es analíticamente autosuficiente.
Exterioridad: es un enfoque que va de la sociología y/o la antropología a la organización, sin partir nunca de ella en su propia realidad
Especialidad: es difícil evitar la sensación que, en la práctica, se trata de planteamientos útiles únicamente para un tipo muy concreto de organizaciones y proyectos (vinculados a la innovación y la creación de conocimiento) pero no generalizables.
Deducción: las propuestas recuerdan al esquema de las éticas aplicadas, en la medida que formulación y aplicación se plantean a menudo como procesos separados y asimétricos (la primera puede plantear exigencias a la segunda, pero no al revés).

A todo lo anterior cabe añadir tres matizaciones complementarias (de hecho muchísimas más, pero hay que respetar la simbología de los números). En primer lugar, en el contexto empresarial actual se habla más de calidad humana negativamente que positivamente; es decir, se constata más su ausencia que su desarrollo. En segundo lugar: quienes sufren con más intensidad y más explícitamente la crisis derivada de las nuevas condiciones axiológicas no son las organizaciones de la sociedad del conocimiento, sino las organizaciones que, por su propia razón de ser, son intensivas en valores: ONG y –en menor grado- administraciones públicas (y a ambas se atiende muy poco desde esta pespectiva). Y, en tercer lugar, donde se han planteado cuestiones relacionadas (no sé si periféricamente o nuclearmente) con la calidad humana es en las escuelas de negocios; es decir, mas en la formación para la empresa que en la gestión de las empresas.

4. La progresiva omnipresencia del liderazgo como nueva poción mágica. La puerta de entrada de la espiritualidad en el management (que es la cuestión que se supone que estoy planteando, aunque hasta ahora no lo parezca) ha seguido tres grandes vías. En primer lugar, la de quienes –minoritariamente- se han preocupado por el tema y su estatuto en el ámbito de la gestión (lo que ha dado lugar en los últimos años, por ejemplo, a la creación de una división específica en la Academy of Management), con derivadas temáticas que tratan de la espiritualidad en el trabajo. En segundo lugar, tras la eclosión en los últimos años del liderazgo como solución cada vez más imprescindible para resolver todo tipo de problemas (que ha llegado incluso a papanatismos del tipo “liderarse a si mismo”), las preguntas sobre el liderazgo han ampliado cada vez más su espectro, y han incorporado el interrogante sobre la calidad del liderazgo, y ahí ha encontrado una vía de entrada la espiritualidad. Y, en tercer lugar, la reciente e imparable diseminación de lo que se etiqueta como coaching -verdadero trasunto postmoderno de lo que antes denominábamos director espiritual-, y que utiliza todo tipo de técnicas silenciadoras y meditativas para el ejercicio de su actividad: cinco años atrás, de alguien del que se dijera que necesitaba coaching sospecharíamos que sufría una enfermedad grave, y hoy pronto quien no lo utilice parecerá un don nadie.

Todo lo que se refiere al liderazgo tiene fronteras borrosas, y una gran diversidad de aproximaciones. Pero, curiosamente, uno de los rasgos que caracterizan la evolución de su comprensión, dentro de la diversidad, podríamos decir hoy que es una cierta aproximación a la pregunta por la calidad (¿humana?) del liderazgo. En los orígenes, el estudio del liderazgo era prácticamente el estudio del líder. Estudio que habitualmente se lleva a cabo con un tipo de circularidad metodológica que posteriormente ha predominado mucho en las escuelas de negocios (que consiste, en síntesis, en observar qué maneras de proceder han tenido éxito –otra palabra cuyo contenido se de por supuesto y nunca se cuestiona-, analizar y desmenuzar estas maneras de proceder y, finalmente retornarlas, pero ya convertidas en normativas: supuesto que esto ha tenido éxito, esto es lo que hay que hacer para tener éxito). Se empezó, pues analizando a los grandes personajes, atendiendo a los rasgos que les conferían grandeza y, posteriormente a su personalidad. No simplemente en si mismos, sino por la influencia que tenían en el grupo de seguidores. Posteriormente se atendió también al tipo de influencia que tenía sobre el grupo, y hacia dónde lo dirigía: aquí se incorpora la pregunta sobre cómo el líder aglutina a un grupo y lo dirige hacia un objetivo compartido. Más adelante el punto de atención deja de ser el saber qué tipo de persona puede ser el líder, y se atiende también a cómo actúa. Y en este cómo se constata que es una combinación (en proporciones diversas) de atender a las personas y atender a las tareas. En una siguiente fase se incorporó la atención al contexto: ser líder no es algo quasi-sacramental (no imprime carácter) sino que se entiende en las circunstancias, que son las que facilitan o no la emergencia de determinados liderazgos. A medida que avanzamos hacia una mayor complejidad (hacia la sociedad post-industrial) el liderazgo se revela como algo cada vez más complejo, en la medida que las personas también empiezan a vivir identidades y pertenencias múltiples. De ahí que el liderazgo pasara a verse como creador de cultura, orientación y sentido (es decir, pasara a remitir a valores), y no simplemente pautas de conducta y líneas de actuación. Y, acto seguido, surge la pregunta por calidad ética del conjunto: ¿qué es lo que califica al cambio que se propone?; ¿y a la visión que moviliza?; ¿qué legitimidad tiene la relación que se establece con los diversos stakeholders?

En este proceso cabe destacar tres aproximaciones en las que resuena el eco de lo que nos ocupa. En primer lugar, la distinción entre liderazgo transaccional y transformacional. El transaccional se da cuando los líderes movilizan mediante la lógica del intercambio. El transformacional cuando el liderazgo promueve una orientación que va más allá del propio interés, y eleva el nivel de conciencia y de propósito en relación al objetivo compartido (algo que a menudo se presenta como vinculado al desarrollo de la inteligencia emocional). Parece intuitivamente obvio que las capacidades, pero también la calidad, requeridas en ambos casos son sustancialmente diferentes. En segundo lugar, la concepción del liderazgo servidor. Ésta es una concepción que pone el acento, no en el liderazgo, sino en el servicio. Se supone que el líder es prioritariamente un servidor (e, incluso, que es líder porque previamente ha sido servidor), un servidor que pone el acento en aquello que es capaz de despertar en sus seguidores para ponerlos en camino, un camino en el que no le siguen propiamente a él sino en la medida que responden a la dimensión más noble de sí mismos, que el líder despierta y moviliza. El líder servidor, por tanto, lo es en la medida que en él resuenan una lucidez, serenidad y ecuanimidad y una actitud de responder a los retos del entorno y del grupo desde el deseo de hacer cosas grandes. Finalmente, el liderazgo responsable emerge ante el progresivo reconocimiento de que, para aproximarnos al liderazgo debemos ir más allá de su descripción, para centrar el enfoque en su calificación, también desde una clave de lectura ética. El liderazgo responsable parte del supuesto consecuencialista de que no cualquier tipo de liderazgo es deseable, pero lo importante es que para describir este tipo de liderazgo apela a parámetros eminentemente cualitativos, en el marco de un enfoque relacional: el líder debe cuidar de los valores compartidos, de las comunidades en las que actúa, servir a los demás y ofrecer inspiración y perspectiva sobre el futuro deseado; para ello debe devenir arquitecto de estructuras y procesos, agente de cambio transformador, dar apoyo a sus seguidores y crear sentido y significado. Con independencia de si es posible concentrar en una persona este ramillete de virtudes, sorprende que un perfil tan orientado a lo cualitativo no pregunte en qué consiste la calidad última del sujeto sobre la que pueden sostenerse todas estas cualidades.

Por mi parte, junto a À. Castiñeira y R. Ribera hemos añadido más confusión a este debate insistiendo en dos puntos. En primer lugar, que no hay que confundir liderazgo con líder. Es decir que el liderazgo no es una posición que ocupa una persona, sino un proceso en el que hay que tener en cuenta de manera inseparable, a la persona del líder, a los seguidores, a la causa que los aglutina y a los medios que utilizan: pensar el liderazgo es pensar estos cuatro elementos y sus interrelaciones. En segundo lugar, la pregunta relevante no es la pregunta por el liderazgo, sino la pregunta por el buen liderazgo, porque en caso contrario no es posible resolver lo que denominamos la paradoja Hitler-Ghandi, que consiste en que la mayoría de definiciones del liderazgo aplican por igual ambos personajes y no permiten distinguir entre ellos, algo que no repugna a dichas definiciones, pero sí al sentido común. Y ello nos lleva a preguntarnos por la calidad humana del liderazgo: la de los líderes, la de la relación con sus seguidores, la de la causa, y la de los medios que utilizan.

 

 

Este recorrido por el liderazgo ha desembocado en una pregunta por el liderazgo de características cada vez más cualitativas, lo que ha introducido la pregunta por la espiritualidad. Pero antes de entrar en ella es importante no olvidar que –no por casualidad, en mi opinión- esta introducción de la pregunta por la espiritualidad ha ido en paralelo con la explosión reciente del coaching y el uso que en él se hace de métodos, prácticas y terminologías provinentes de diversas tradiciones espirituales (meditación, silenciamiento, conciencia lúcida, distanciamiento., etc.).

Para enseñar mis cartas, he de decir que mi comprensión del coaching a día de hoy es distanciada y distante. Y debo confesar que cuando oigo o leo su retórica “espiritual” me viene a menudo a la memoria la frase de aquel diputado de la difunta UCD, cuando dijo “cuerpo a tierra que vienen los nuestros”. Tal y como yo le veo, el coaching detecta un problema grave y creciente, e identifica una necesidad. La vida empresarial y la función directiva hoy está sometida a unos niveles de presión, exigencia e incertidumbre que resultan difíciles de soportar y de integrar. La complejidad de las relaciones y las tecnologías es también creciente. La obsolescencia de los enfoques tradicionales del management basados en el binomio jerarquía-control se pone de manifiesto día tras día, y gestionar equipos no requiere solamente determinadas habilidades, sino alcanzar una determinada manera de proceder, que siempre es el reflejo de una manera de ser. Los puntos de anclaje vital son móviles, pierden solidez, no son necesariamente compartidos con quienes se comparte la actividad profesional, y los discursos institucionalizados (morales, ideológicos o religiosos) difícilmente pueden ejercer esta función. Todo ello desemboca en la necesidad que tienen las personas de apoyo y referencias para no perderse a sí mismas y echar a perder a las demás en el ejercicio de sus responsabilidades. Quien requiere apoyo es la persona, no el directivo… pero por razones de trabajo, no meramente personales. Volvamos al Aspen Institute: “el directivo del futuro deberá conocer su trabajo tan bien como a si mismo”. ¿Sólo el del futuro?

El coaching se sitúa en esta encrucijada, convierte en una cuestión estrictamente profesional y de apoyo al ejercicio de la función directiva a prácticas, metodologías, enfoques y maneras de proceder que hasta hace pocos años se consideraban algo propio de la vida privada y no profesional o empresarial. Por decirlo con una simplificación burda: al psicólogo o al director espiritual lo buscabas por tu cuenta, el coaching lo paga la empresa.

El coaching conecta, pues, con el deseo de una mayor profundidad y un mejor autoconocimiento… como algo vinculado a y exigido por las necesidades actuales de la gestión. Para ello, en sus mejores versiones, ofrece ayuda y acompañamiento –normalmente personalizado, cara a cara- para el desarrollo de procesos personales de cambio, que incluyen la necesidad de adquirir una mayor conciencia de lo que cada cual busca en la vida y de los objetivos que se propone; y para ello da apoyo y recursos pero, si es necesario, también interpela personalmente. En este proceso de desarrollo no se trabaja sólo sobre comportamientos y reacciones, sino también, si es necesario, sobre asunciones, patrones de conducta y compromisos que afectan al sentido de la propia vida. Pero se trata de dar apoyo para vivir un proceso con mayor conciencia y lucidez, y no de llevar a nadie a ningún sitio preconcebido por el coach. El supuesto es, en el límite, una declaración de confianza en la persona y sus propios recursos para que pueda alcanzar la plenitud y el equilibrio vital en el trabajo, para que no quede atrapado en sus circunstancias, alcance una mayor concentración y no quede atrapado por los vaivenes de la vida profesional… Y para ello, entre otros recursos, muy a menudo el coaching incorpora instrumentos (¿instrumentos?) provenientes de las tradiciones espirituales: retiros, espacios de silencio… o directamente prácticas de yoga o meditación.

Así pues, la puerta de entrada de la espiritualidad en la vida empresarial, desde mi punto de vista, no ha sido tanto una reflexión estratégica sobre la empresa ni un análisis sobre los cambios sociales y axiológicos, sino la necesidad de dar respuesta a retos prácticos que se generaban en el desarrollo del liderazgo. (Lo que no niega que esta necesidad sea una consecuencia de lo anterior; lo que digo es que el punto de apoyo parece ser preferentemente éste y no los otros).

5. Segundo interludio: al final, ¿con que tipo de persona nos encontramos? Está pendiente una reflexión que aclare porque en los últimos años los únicos valores éticos que han adquirido relevancia pública son valores de carácter relacional (diálogo y responsabilidad). Repito que me refiero a valores éticos que remiten a lo público, y paso por alto los preponderantes en el ámbito de lo privado-personal, cuyo análisis nos llevaría probablemente a concluir que son contradictorios con los dos anteriores. Sería necesario, por ejemplo, explorar a fondo qué significa que se trate de valores procedimentales, y no sustantivos, y que su punto de partida sea propiamente el hacer humano (qué hacemos con nuestras palabras, y qué hacemos con nuestros actos). Deberíamos analizar a fondo lo que podríamos denominar las condiciones socio-culturales que hacen posible hoy el éxito de estos dos valores relacionales en el ámbito público. No es éste el lugar y el momento de hacerlo, sino de mostrar la conexión de esta cuestión con el tema que nos ocupa.

Muchas de las reflexiones que en los últimos años han intentado dar cuenta de la atmósfera en la que vivimos en lo que se refiere a los valores han coincidido en señalar que la característica principal es la de no compartir un marco de referencia valorativo común. Coinciden en ello, desde supuestos muy diferentes, por poner algunos ejemplos, los discursos sobre la postmodernidad (Lyotard, Vattimo), la modernidad líquida (Bauman), el comunitarismo (Taylor), la virtud (MacIntyre), la anarquía de los valores (Valadier), la épica de la subjectividad (Gomá) o el crepúsculo del deber (Lipovetsky). Por otra parte, los análisis sobre los procesos de globalización no han dejado de señalar las amenazas que ésta comporta, bajo la forma de denominaciones como la sociedad del riesgo (Beck), un mundo desbocado (Giddens), la corrosión del carácter (Sennet), la pregunta sobre de si podremos vivir juntos (Touraine) o sobre si podremos hacer del mundo un lugar para todos (Barber). Hasta el punto de que podemos afirmar que cuando Jonas habló de una heurística del miedo no hizo nada más que anticipar lo que ha devenido un rasgo constitutivo de la mentalidad de nuestro tiempo.

Esta conjunción de falta de referencias valorativas compartidas, por una parte, con el sentimiento de que la humanidad ha generado –simultáneamente- un potencial colosal de oportunidades y amenazas es lo que ha permitido, en mi opinión que emergiera con fuerza (casi como una evidencia) la pregunta y la pre-ocupación por las consecuencias de las acciones humanas. Quizá no tenemos valores compartidos, y la mirada al futuro despierta en nosotros temor y expectativas con la misma intensidad. Pero incluso viviendo en el pluralismo axiológico, lo que nadie puede negar es que todo lo que hacemos tiene consecuencias. Consiguientemente, por simplificador que parezca, cualquier intento de comprender la acción humana arranca del hecho incontrovertible de que no hay acción sin consecuencias. Y, por tanto, la pregunta por las consecuencias de la acción humana deviene uno de los pocos terrenos comunes sobre el que construir el discurso ético cuando no disponemos de un acuerdo de partida sobre los valores: las consecuencias pasan a ser el factum incontrovertible de la acción humana. La pregunta por las consecuencias parece que genera fácilmente un discurso ético en clave de diálogo y responsabilidad.

No cabe la menor duda de que éste es un terreno minado. Pero, minas incluídas, la pregunta por las consecuencias es una pregunta que parece inmediata, y se diría que se aguanta por sí misma cuando se trata de hacer una aproximación a la acción humana. Aunque no está tan claro que la respuesta se pueda aguantar simplemente sobre la mera constatación del hecho de que las consecuencias ocurren. Sin embargo, insisto en que conviene no despreciar la fuerza que la pregunta por las consecuencias tiene para interpelar directamente a la conciencia moral. Porque responde a la inmediatez de la acción. Podríamos afirmar, al estilo de Goethe, también hoy que en el principio era la acción (y no los valores, la moral o la religión).

Este foco en la acción explica probablemente el éxito managerial de la RSE. Porque, inmersos en la acción y en la toma de decisiones, sus protagonistas se ven a priori más capaces de atender a las consecuencias de sus acciones que de entender los valores que las rigen. Y más en nuestro contexto de politeísmo de valores, en el que los valores parecen poco operativos y poco clarificadores como criterios para la acción, en la medida que aparecen como controvertidos socialmente, condicionados culturalmente y sobrecargados de abstracción. No es casual que el tratamiento de uno de los referentes conceptuales de la RSE (los stakeholders) casi se agote en la pregunta sobre quien y cómo es afectado por las actuaciones empresariales (o sobre cómo las pueden afectar) y, sobre todo, que el enfoque pragmático de las relaciones con los stakeholders casi se confunda con esta pregunta. Por eso la RSE parece tan cercana al management… y quizá por eso tan a menudo se subordina a las necesidades y a los objetivos del management. Pero, en la otra cara de la moneda, tampoco es casual que la BE se considere un apartado de la ética aplicada: es prisionera de una denominación que parece sugerir que lo prioritario es aclarar discursivamente los valores y principios, desde el supuesto de que, una vez conseguido, su aplicación cae por su propio peso. Vistas así las cosas, no es de extrañar que, en el contexto social, cultural (y empresarial) que he descrito la BE acabe resultando un poco pesada… y casi extemporánea. ¿Pero se solucionan los problemas insistiendo una y otra vez en que la RSE (y la gestión) deben fundamentarse en principios éticos y remitirse a ellos?

Sin embargo, que algo no funciona en la pretensión de un discurso sobre la RSE que sea autosuficiente y que quiera sostenerse sobre sí mismo lo vemos, por contraste, en lo que ha ocurrido en los últimos años en el análisis del liderazgo. Sintomáticamente, la pregunta por el liderazgo es también una pregunta que remite necesariamente a la acción: si no hay acción, no hay liderazgo. Ahora bien, también remite intrínsecamente a los valores: no hay liderazgo sin proyecto, finalidad ni visión; hasta el punto que resulta entre paradójico, patético y sintomático, la insistencia por parte de algunos autores en querer poner tierra por medio afirmando a la vez que los valores son un elemento constitutivo del liderazgo, pero que lo que ellos plantean en sus análisis no entra bajo ningún concepto en el territorio de la ética. Territorio en el que sí que entra, a través de una visión más poliédrica del liderazgo, lo que hoy se denomina el liderazgo responsable, expresión en la que las dos palabras pretender tener el mismo peso y densidad. En cualquier caso, con ética o sin ella, ya hemos visto que la reflexión sobre el liderazgo no se reduce únicamente a la reflexión sobre el líder, y ha desembocado en la reflexión sobre el buen liderazgo. Es decir, sobre todo el proceso de relaciones que el liderazgo comporta y sobre los valores y la calidad humana que lo configuran.

Creo que desarrollar a fondo una correcta comprensión del buen liderazgo y del liderazgo responsable es un reto y una necesidad, pero que conseguirlo no es suficiente. Porque el acento en el liderazgo, pese a su importancia, no agota todas las dimensiones ni todas las situaciones en las que se produce la articulación (herencia y conquista de la BE) entre lo personal y lo organizativo. Sería necesario incorporar y añadir también una consideración sobre lo que significa ser un ejemplo o ser un referente, como se está apuntando últimamente. ¿Por qué? Porque de manera similar al discurso sobre la responsabilidad, pensar la ejemplaridad o la referencialidad comporta tener también como punto de partida la acción humana, pero desde otra perspectiva. Así como al hablar de la responsabilidad hemos hablado del factum de las consecuencias, al hablar de los ejemplos y de los referentes el punto de partida es el factum de las influencias. En otras palabras: no todos podemos ser líderes, pero todos podemos ser responsables y referentes.

Todos vivimos nuestras vidas entrelazados por una red de influencias mutuas, de la que no podemos escapar. Nuestra identidad personal es el resultado de procesos de identificación o rechazo (más o menos conscientes) con atributos parciales o globales de las personas con las que interactuamos y que nos influyen. A través de nuestra manera de hacer construimos nuestra manera de ser, ciertamente, pero nos vamos modelando a nosotros mismos a partir de la relación con la manera de hacer y de ser de las otras personas con quienes interactuamos. Todos somos, de hecho, contínuamente ejemplo y referencia los unos para con los otros. Si esto es así, entonces la pregunta por la responsabilidad se complementa con y se transforma en la interpelación para ser un buen ejemplo (o un buen referente). Porque todo lo que hacemos no solo tiene consecuencias desde el punto de vista de los efectos, sino tmbién desde el punto de vista de los afectos. Nuestra acción genera –contínuamente y simultáneamente- consecuencias fácticas e interpretaciones experienciales. Nuestra acción siempre genera efectos y afectos –estén o no bajo nuestro control y dependan o no de nuestra voluntad consciente-, y no podemos pensar la acción humana sin pensarlos a ambos. Y, por consiguiente, no podemos pensar la responsabilidad sin pensar en los efectos y los efectos que generamos.

Dicho en un lenguaje que quizá se puede considerar caduco, no hay que olvidar nunca que la fuerza atractiva del ejemplo o del referente consiste en que en ellos se materializa la realización de un universal concreto, cuya referencia, de principio a fin, es la acción. No es la concreción de unos valores abstractos, sino el testimonio de la experiencia visible de una especie de prototipo humano, la visualización integrada de ser, poder ser y deber ser, que toma la forma de lo que se puede calificar, según cada caso, de un buen (o un ejemplo de)… directivo, profesional, investigador, profesor, etc.; y también de una buena (o un ejemplo de) empresa, organización, asociación, ONG, etc. Los ejemplos y los referentes no lo son por la perfección que muestran sino por la inspiración que transmiten, y lo que generan no es el deseo de copiarlos, sino de transformación en sintonía con su inspiración. (Por cierto: llama mucho la atención que ni la BE ni la RSE hayan desarrollado una comprensión o una reflexión sobre la ejemplaridad, especialmente si tenemos en cuenta la importancia que tienen los supuestos casos prácticos en la formación que se imparte en las escuelas de negocios).

Nuestra época, como Fausto, sólo es capaz de aceptar como una asunción compartida que en el principio era –y es- la acción. La novedad que ha hecho eclosión en los últimos años es que la acción no requiere preguntarse únicamente sobre qué hacemos con nuestras palabras y con nuestros actos, sino también (y cada vez más) quién es el que habla y el que actúa y, por consiguiente, plantear que la calidad de su acción tiene una cierta correlación con su calidad personal. Con lo que la construcción de dicha calidad humana deja de ser un asunto que se deja al azar o la casualidad de cada biografía personal, y pasa a ser un asunto vinculado a la vida pública y al desarrollo organizativo (con toda la ambigüedad que esto supone). Y es un asunto al que se llega no a través de la especulación, sino a través de la acción. Y es un asunto al que no se accede a través de la filosofía, la moral o la religión, sino a través de un conglomerado (a veces muy variopinto e incluso fronterizo con lo extravangante o solapado con lo esotérico) de psicología, biología, ciencias y análisis social y empresarial. Y es ahí donde aparece la conexión con la espiritualidad, sea lo que sea lo que cada cual quiera decir con el uso de esta palabra.


6. Pero, ¿podemos sacar algo en claro? Pues, hasta dónde se me alcanza no mucho, la verdad. Es un terreno en el que no disponemos de una mapa claramente establecido. La cartografía del tema postulación de la espiritualidad en las empresas se asemja a aquellos mapas de los primeros geógrafos: no tenemos cerrado el perfil del territorio a explorar y, por supuesto, no nos hemos adentrado en su interior, aunque algo se ha hecho al respecto en alguno de sus puntos. Podemos, pues, indicar algunas preguntas. Para no dispersarnos más de la cuenta, tomaré como referencia el documento que ha servido para la convocatoria de este encuentro.

Para empezar, hay que decir que en la práctica empresarial y, con ciertos matices, en la reflexión sobre la empresa es prácticamente imposible encontrar explícitamente referencias a los planteamientos que nos convocan, y menos en clave empresarial. Lo que, a su vez, genera dos preguntas muy distintas entre sí: a) por qué ocurre eso; y b) si deberíamos esperar encontrarlas. Es decir: ¿el error está en la pregunta o en la respuesta?

En cambio, los términos de la convocatoria estan ganando espacio lenta, pero constantemente, tanto espiritualidad como calidad (humana). En los últimos meses he hecho un ejercicio de sociología recreativa, que tiene el valor que tiene, pero que algo significa. Yo tengo una “alerta” Google sobre “calidad humana”, lo que significa que cada día me llegan entre dos y ocho enlaces a noticias donde se utiliza la expresión “calidad humana”. Pues bien, una mirada superficial a estos textos me permite apuntar que el uso ordinario de “calidad humana” tiene cinco características:

• Siempre se refiere a personas concretas (y, en algunos casos) a grupos de personas concretas; nunca a definiciones y conceptos: es algo sólo identificable en lo concreto personal.
• No es un atributo de un tipo de personas o actividades: cualquiera puede merecerlo, porque no depende de su actividad o profesión.
• Cuando se utiliza es para expresar el máximo calificativo que se puede aplicar a dicha persona (o grupo): parece que tener una gran calidad humana es lo máximo que se puede decir de una persona en positivo.
• Qué sea la calidad humana no es necesario aclararlo, es un término evidente por si mismo, en el sentido que parece que tanto el emisor como el receptor saben perfectamente de qué hablan, aunque nunca lo dicen.
• Y, quizás lo más sorprendente, es indefinido: afirmar la calidad humana de alguien parece que libera de dibujar su perfil, casi siempre nos quedamos con las ganas de conocer los rasgos personales de quien se afirma dicha calidad (y cuando se proponen algunos rasgos, siempre son consecuencia de la calidad humana, nunca constitutivos de la misma).

Esta peculiaridad del uso ordinario de calidad humana (máxima intensidad y máxima indefinición) nos permite conectar con lo que se refiere a la empresa. Y, ¿por qué se dice que es necesaria la espiritualidad o la calidad humana en la empresa? Básicamente por tres vías de aproximación:

• Porque lo que se valora no es la espiritualidad como tal, sino los –digámoslo así- frutos asociados a ella: ecuanimidad, sentido, propòsito, no dependencia de los vaivenes cotidianos y todos los etc. que podamos añadir, y habituales en la literatura sobre espiritualidad. Lo que plantea la pregunta si lo que se diagnostica como necesario y deseable son estos frutos, y no el camino o el proceso que conduce a ellos.
• Porque se reconoce que el anhelo de espiritualidad y de vivir con calidad humana es un anhelo constitutivamente humano, que las empresas no pueden ignorar porque, caso de hacerlo, pueden tener problemas (o pueden generar problemas a quienes se relacionan con ellas)… es humano pues, pero no propiamente organizativo, y, si lo es, lo es en tanto que rebote organiztivo de algo constitutivamente humano. Lo que plantea la pregunta de si estamos tratando fundamentalmente de una cuestión personal, pero solo indirectamente organizativa (a diferencia, por ejemplo, de cuando hablamos del conocimiento y de su gestión, que puede abordarse con la misma intensidad managerial desde un punto de vista personal y organizativo).
• Porque se plantea la cuestión de cómo pueden interferir o potenciar las tradiciones religiosas a los resultados empresariales. Aquí se superponen diversos registros: la religión –simplemente- como un componente más de lo que hoy se llama gestión de la diversidad; la relectura pragmática de textos y sistemas de organización religiosos para deducir reglas para la gestión; la pretensión de que alguna tradición religiosa supla la falta de alma de la vida empresarial; la apelación a alguna tradición religiosa para que aporte los principios y criterios que deben regir la gestión empresarial. Son aproximaciones diferentes entre sí, pero que tienen en común que abordan la cuestión a partir de la consideración de la religión como algo sustantivo y, como máximo, de la espiritualidad como un derivado de ella.
• Cabe añadir que no hay que ignorar todas estas aproximaciones, pero también hay que resaltar que el enfoque dominante cuando el tema que se trata es específicamente el de la espiritualidad en la empresa se parte casi siempre del supuesto de que no hay que confundirla ni asimilarla a la religión.

En resumen, aquí la cuestión de fondo a debatir me parece que no es tanto dilucidar si la espiritualidad y la calidad humana aportan algo positivo a la empresa, sino si la empresa es lugar adecuado para cultivar eso que aportan (y, caso que la respuesta sea afirmativa, en qué sentido es adecuado).

Por otra parte, ¿puede el discurso sobre la calidad humana y la espiritualidad pretender que es significativo por si mismo en la empresa? ¿o debe vincularse a determinadas prácticas o temas empresariales? O, dicho con otras palabras, cuando, en el contexto organizativo, se oye hablar de espiritualidad o de calidad humana, ¿qué es lo que se puede visualizar? ¿a qué situaciones o prácticas se asocia? Cuando hablamos de espiritualidad y de calidad humana, ¿de qué estamos hablando, desde el punto de vista organizativo, y cómo lo podemos visualizar? Me atrevería a añadir que la recepción “espontánea” en el contexto organizativo no sería la misma para las dos palabras, que en la convocatoria de nuestro encuentro se utilizan prácticamente como equivalentes: parecería que calidad humana se refiere a algo más general y englobante (y menos sobrecargado específicamente) que espiritualidad… y, sinceramente, no creo que la clarificación venga del añadido de adjetivos (del tipo “profundo”, “radical” o semejantes, más allá de la función retórica que puedan tener).

Así pues, si queremos postular la espiritualidad en las organizaciones, ¿sobre qué parámetros deberíamos trabajar? O, por utilizar deliberadamente y provocativamente un término que no asumo como propio: ¿cuáles son las mediaciones organizativas del discurso sobre la calidad humana y la espiritualidad? Tomemos un ejemplo burdo y prosaico (pero, al final, la gran mayoría de las cosas en las empresas son burdas y prosaicas): en muchas ocasiones se vincula lo espiritual a la reducción de la tensión y el estrés (y esto, por cierto, parece verificado). Ahora bien: ¿se trata de sobrellevar mejor el estrés sin modificar las condiciones organizativas que lo hacen posible?; ¿se trata de promover un tipo de transformación personal en la confianza de que, si se hace a fondo y se generaliza, esto comportará cambios organizativos?; ¿se trata de trabajar con personas claves de la organización porque cualquier cambio en ellas implica cambios organizativos? O, en otro registro, cuando se asocia la espiritualidad a la capacidad de dinamizar procesos de cambio en contextos de pluralismo axiológico e incertidumbre, en la medida que la espiritualidad permite generar sentido, propósito, unidad y profundidad al trabajo (y, por cierto, se verifica en determinados casos que esto es realmente así): ¿qué es lo que se busca primariamente? (o ¿qué está al servicio de qué?).

En resumen, aquí la cuestión de fondo a debatir es que la empresa (en el mercado) se mueve por la lógica del interés. No se reduce a la lógica del interés, pero por lo general no actúa al margen de la lógica del interés. Pero aquí hablamos de que “no puede darse un verdadero camino espiritual sin esa acción desinteresada a favor de toda criatura”. Claro que podemos remitirnos a tradiciones que hablan de entregarse a la acción, sin apego a los resultados de la acción, pero no podemos olvidar que en ninguna de las aproximaciones a las que me he referido anteriormente (BE, RSE y liderazgo responsable) se ha abandonado la lógica del interés: de lo que se habla es de que no todos los intereses deben pesar igual, de intereses legítmos, de intereses universalizables, o de equilibrar los intereses de la empresa en relación con… los diversos grupos de interés (stakeholders), precisamente. ¿Postular la espiritualidad en la empresa es postular para la empresa “una acción gratuita sin condiciones”? ¿No es el egocentrismo, en la medida que la empresa es una forma institucional que canaliza la lucha por la supervivencia, un componente imprescindible de la dinámica empresarial? Caso de que sea así, ¿qué tipo de espiritualidad le corresponde?

Con esto paso a la tercera cuestión. Si no lo he entendido mal (cosa bastante habitual por mi parte), Corbí ha propuesto la diferenciación entre un silenciamiento con fines pragmáticos y uno para adentrarse en la experiencia absoluta de la realidad. En ambos casos se pueden utilizar los procedimientos heredados de las tradiciones religiosas. A lo que añade que la frontera entre ambos es difusa. Si los denominamos, respectivamente, s1 y s2, nos podemos encontrar con la necesidad de dilucidar lo siguiente:

• s1 y s2 son –en el límite, aunque no en la frontera- sustancialmente diferentes… especialmente para quien se ha adentrado en s2. Lo que le puede generar un fuerte rechazo de las situaciones difusas o directamente de s1, por manipuladoras y/o trivializadoras de lo que nunca puede manipularse o trivializarse: por respeto a s2 hay que renunciar a toda pretensión de espiritualidad en la empresa.
• las dinámicas empresariales no lo convierten todo en oro (¡qué más quisieran!), pero sí que lo convierten todo en instrumento o, al menos, todo tiene siempre un componente de “medio para un fin”. S1, en este sentido, es claramente viable en un contexto empresarial. De hecho ya ha empezado su andadura, que difícilmente se frenará a corto plazo, y lo previsible es que aumente y se generalice. S1 puede funcionar -¡funciona!- perfectamente sin ningún tipo de interés o atención para s2: ¿qué relación entre los dos –si deber haber alguna- debe darse en el contexto empresarial?
• Lo fácil (y realista) parecería decir: s1 tiene sentido profesionalmente y organizativamente; s2 tiene sentido personalmente y extraorganizativamente. Cada cual en su casa (y Dios en la de todos hubiéramos añadido hace unos años), y confiemos en la fuerza intrínseca de s para que impulse a la gente hacia s2… aunque lo que debemos aclarar es si este impulso es desable para la empresa como tal (o sólo para la persona que se adentra en s, aunque si lo hace correctamente repercute en toda su vida, y también en la empresa).
• Sin embargo, podríamos objetar que estas últimas líneas (si no todo mi texto) están todavía prisioneras de una mentalidad dualista, y que convendría recordar, por ejemplo, el famoso dicho zen sobre cómo se ven las montañas antes y después de la iluminación, sustituyendo aquí “montañas” por “gestión”. O aplicar aquí también el criterio de no-uno, no-dos.
• En cualquier caso, se trata de saber no sólo si la espiritualidad es necesaria para la empresa (¿para cualquier tipo de empresa?), sino también si es un tema para la empresa, o si la empresa sólo debe limitarse a catalizar procesos personales. Es decir: si se traduce en formas organizativas específicas, consistentes con lo que sean la espiritualidad y la calidad humana; o si cataliza un clima y unas maneras de proceder organizativos que son el eco de procesos personales que han llevado a cabo determinadas personas y que facilitan a su vez que otras personas los lleven a cabo, pero que no se buscan deliberada y explícitamente en la empresa.

En resumen, aquí la cuestión no es si trabajar la espiritualidad y la calidad humana es relevante para la empresa, sino dilucidar si la consecuencia de que sea relevante apunta a la necesidad de llevar a cabo transformaciones relevantes en los modelos de empresa, en los estilos de gestión y/o en los procesos de formación. En estos momentos mi respuesta es claramente afirmativa en lo que se refiere a la formación, dubitativa en lo que se refiere a los estilos de gestión, y entre cautelosa y escéptica en lo que se refiere a los modelos organizativos.

7. Apostilla (pero no final). Aunque no es el objeto de este trabajo, quisiera añadir que tengo mis dudas sobre la conveniencia de utilizar como sinónimos la calidad humana y la espiritualidad, al menos en el contexto empresarial. Por mi parte, tendiría a considerar (es pura intuición) el término calidad humana como una idea límite reguladora en la que convergen distintos componentes estructuralmente antropológicos (espiritualidad, moral, sensibilidad…). Por ejemplo, para enseñar alguna carta, y sin ganas de entrar en polémicas, la espiritualidad tendiría a la no-identificación egoica, y la moral a una cierta excelencia egoica. Insisto, no quiero entrar ahora en este punto, pero me sirve para aclarar como resumo mi percepción de cómo está el patio: en el mundo empresarial se está produciendo una evolución hacia la consideración del desarrollo de la calidad humana (y la espiritualidad, o al revés) como algo sustantivamente relevante. A ello, sin embargo, no llegan directamente los dos ámbitos que han canalizado hasta ahora las cuestiones axiológicas en el contexto empresarial (la BE y la RSE), aunque en ambos casos quien se ha acercado a sus límites avizora claramente la cuestión. En cambio, quienes sí que se lo están planteando explícitamente -desde supuestos, prioridades y repercusiones muy distintas-, son las aproximaciones en clave de liderazgo responsable, espiritualidad en el trabajo y coaching; y algo también el análisis sobre lo que sean las organizaciones intensivas en conocimiento. (Y, como consecuencia, algunas escuelas de negocios).

¿En qué terminará todo esto? ¡Ojalá lo supiera!

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