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Vergüenza, culpa y remordimiento

Centro Dominico de Investigación (CEDI), Los Angeles de San Rafael, Heredia, Costa Rica.

Por la misma relación aparentemente buena y moral que la religión como sentimiento y enseñanza suele tener con los sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento, el trabajo comienza desenmascarándola y proponiendo la espiritualidad como la alternativa desde la cual superar dichos sentimientos y curarlos. A partir de este planteamiento inicial, se dan en el trabajo los siguientes pasos:

1) se abordan los sentimientos citados como evidencia de dualidad a nivel del sujeto y de la realidad;
2) se presenta la unidad como el objeto y experiencia de la espiritualidad;
3) se recupera la espiritualidad como memoria de límites y cicatrices que el paso de la dualidad a la unidad deja y
4)

se termina expresando la función terapéutica de la espiritualidad con respecto a aquellos sentimientos, no sin antes enfatizar la paradoja que se produce: sólo cuando la espiritualidad es buscada por sí misma, es cuando ella resulta verdaderamente terapéutica, y, al contrario, cuando a la espiritualidad se va con otros intereses, en este caso terapéuticos, ni la espiritualidad es tal ni es terapéutica. Hay, pues una forma muy pertinente de ver y tratar vergüenza, culpa y remordimiento desde la espiritualidad, pero siempre que ésta sea tal.

CONFERENCIA:
VERGÜENZA, CULPA Y REMORDIMIENTO, DESDE LA ESPIRITUALIDAD

J. Amando Robles

1. Nuestro planteamiento del tema

Aunque sea un truismo, para un planteamiento como el que aquí se nos pide, es de suma importancia comenzar conviniendo lo obvio: que vergüenza, culpa y remordimiento son emociones y sentimientos muy complejos, complejos por dos razones sobre todo: por las diferentes dimensiones que los constituyen y los diversos factores que intervienen, y por la forma sistémica como dimensiones y factores actúan, condición esta última que los constituye, como bien sabemos, en verdaderos y auténticos mecanismos no sanos de nuestro psiquismo. Sólo procediendo así podemos percibir el reto de, sin reducir la complejidad y menos aún negarla, encontrar la manera en que tales sentimientos sean abordables desde la espiritualidad.

Si echamos una mirada a las diferentes acepciones que por ejemplo el DRAE registra a propósito de los términos vergüenza, culpa y remordimiento, sobre todo a las de uso en psicología, teología y moral, notaremos como todas ellas evidencian la existencia de cierta dualidad en nosotros mismos: el yo que somos y actuamos como de hecho somos y actuamos, y el yo que, después de ser y actuar como somos y actuamos, está turbado, preocupado o inquieto, con sentimientos de humillación, culpabilidad, deshonor y deshonra —términos todos estos utilizados por el DRAE al dar cuenta de las acepciones registradas—, por ser como es y actuar como actúa. Esta dualidad, objeto de disciplinas como la psicología y la moral, lo es también de lo que llamamos espiritualidad. Y lo es de una manera muy genuina y específica: precisamente en cuanto que es dualidad y en que en cuanto dualidad niega la unidad profunda del ser humano, objeto ésta propio de la espiritualidad. A la espiritualidad por su interés propio y por lo que ella es, obviamente, le preocupa lo patológico de estos sentimientos, pero le preocupa mucho más la dualidad en sí, aun cuando ésta sea sana y normal en la consideración de las ciencias humanas concernidas. Porque tal dualidad es profundamente insuficiente para la espiritualidad como experiencia, hasta el punto de ser incompatibles.

Sobre esta base es que nosotros postulamos la relación ideal a darse entre espiritualidad, de una parte, y sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento, de otra. Y para plantear dicha relación, de manera muy sintética, por razones de espacio, en lo que sigue abordaremos los siguientes aspectos: vergüenza, culpa y remordimiento como expresiones de la “importancia personal” [1] y dualidad; la unidad, objeto de la espiritualidad, y superación de la dualidad; la espiritualidad como memoria de límites y de heridas; la espiritualidad y su posible función terapéutica.

2. Vergüenza, culpa y remordimiento, evidencias de dualidad

Hoy, gracias a la psicología y a la psiquiatría como disciplinas, sabemos de la carga negativa que suelen traer consigo los sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento. Estos no son los sentimientos tan nobles que parecían ser. Vinculados, según parece, a impulsos de destrucción y de muerte, en los casos más extremos pueden llevar a la misma, pues se hacen literalmente insoportables. En todo caso, sin llegar a estos extremos, vergüenza, culpa y remordimiento siempre suponen algo no bueno y, como tal, no deseable: una negación o al menos no aceptación de nosotros mismos, del ser que somos, de pensamientos, emociones, sentimientos y actos que son nuestros; un huir por tanto de la responsabilidad que tenemos por nosotros mismos; un no querernos como somos ni querer la realidad. Y, como se ve, sumamente grave, por sutil que ello sea. Porque tal manera de proceder tiene un efecto negador y paralizante de nuestro verdadero yo, el único que somos y tenemos, al que no podemos responsabilizar por todo o, lo que es equivalente, proyectarlo fuera responsabilizando a otros por nosotros.

En todo caso, lo valioso como indicador para nuestra reflexión es el análisis que psicología y psiquiatría hacen de estos sentimientos en términos de negación, rechazo y dualidad, y la propuesta de unidad en términos de aceptación, reconciliación, responsabilidad y amor que como cura y superación hacen. Porque lo que llamamos espiritualidad converge en esta dirección, solamente que superándola y trascendiéndola.

Teniendo por objeto la unidad del ser humano, en su inmanencia y en su trascendencia por así decir, la espiritualidad como propuesta es consciente de que sólo desde la unidad trascendente del ser humano es posible su realización plena y total . La unidad en el ser es condición esencial y objeto final de la espiritualidad. Sin ella no hay espiritualidad. De ahí la denuncia sistemática que los verdaderos espirituales, hombres y mujeres, de todos los tiempos y tradiciones religiosas y de sabiduría han realizado de estos sentimientos, de los mecanismo que constituyen, y el desenmascaramiento que han hecho de los mismos.

Aquí solamente vamos a enfatizar dos de sus enseñanzas, la conocida como lucha contra la “importancia personal¨ y la del desasimiento, pobreza o desapego.

La primera recuerda las enseñanzas de don Juan Matus a Carlos Castaneda y, más específicamente, los reproches que le hacía. Dos comportamientos le reprochaba una y otra vez y ello de manera inmisericorde: la absolutización que como buen académico universitario hacía de la razón y del razonamiento como fuentes casi únicas y absolutas de conocimiento, y la “importancia personal” de la que como buen bienpensante y bien portado continuamente hacía gala. Por ser universitario, imbuido de buenos sentimientos, social y políticamente crítico y hasta ideológicamente de izquierdas, creía ser una persona buena, sin cierto tipo de defectos que él criticaba en otros, muy responsable. No le fue fácil a don Juan hacerle llegar al convencimiento de que no era así, sobre todo tan responsable como se creía; [2] que, al contrario, para las cosas más radicales y decisivas, las que tenían que ver con él mismo, con el sentido y proyecto de su vida, siempre encontraba excusas para no planteárselas o hacerlo superficialmente, sin verdadera implicación. Y ello era así porque en el fondo no asumía sus responsabilidades. Pero no asumía sus responsabilidades, por la autoapreciación tan positiva que tenía de sí mismo. Aceptarlo le hubiese dado vergüenza y, sobre todo, hubiese tenido que ser responsable de sí mismo por sí mismo y ante sí mismo. Y no quería. Don Juan llamará a este comportamiento “importancia personal”. Y le enseñará de muchas maneras a combatirlo, todas radicales, una de ellas borrando incluso su historia personal, una fuente sin duda, si no la fuente, de su “importancia personal”.

Otra gran enseñanza, verdadero antídoto contra la dualidad que suponen los sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento, es lo que los espirituales de las diferentes tradiciones, sobre todo teístas, llaman desasimiento o desapego, pobreza de espíritu, vaciamiento del yo y, más gráficamente aún, muerte del yo. Todas ellas, expresiones que tienen en la mira la unidad y como medio para lograrla la superación de todo apego, deseo e interés, incluso la muerte a la fuente de todo deseo e interés que es el propio yo, el yo dual e interesado. Tal es como por ejemplo el Maestro Eckhart entiende en su forma más radical la pobreza: un ser humano tan pobre que, por no tener, no tiene en su ser lugar alguno, ni siquiera para Dios. En realidad, una unidad tal del ser humano que sólo hay lugar para la unidad, para nada ni nadie más. Ya que si hubiese lugar, incluso para Dios, para que éste actúe, habría «distinción», como dice él en sus términos escolásticos medievales, esto es, habría pluralidad, no unidad. Y de ahí la famosa expresión en que prorrumpe, que sonó tan blasfema para su tiempo, el siglo XIV, y todavía hoy sigue sonando, pero que es toda ella correcta y precisa: «Es por lo que ruego a Dios para que me libere de Dios.» [3] . En otras palabras, Dios también puede ser dualidad, como con frecuencia lo es, de la que hay que liberarse.

Esta unidad que tanto gusta de enfatizar Eckhart es el «uno sin dos» o «no-dos» de los maestros orientales y el conocer sin discriminación o desagregación, que crea “distinción», pluralidad, que tanto subrayan los mismos maestros.

En Occidente quizás nadie ha expresado mejor que el Maestro Eckhart lo trascendental que es la unidad del ser humano para la espiritualidad y, en consecuencia, lo poco apropiados que resultan todos los sentimientos que abrigan dualidad y la promueven, como son los sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento. De manera que, vistas en términos de contradicción, estamos ante realidades antípodas y, vistas en términos de identidad y superación, sólo en la espiritualidad como experiencia se realiza plenamente y existe el yo que equivocadamente se niega y se destruye en los sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento, buscándolo salvar y proteger.

3. La unidad objeto de la espiritualidad, superación de la dualidad

Ya que el tema es los sentimiento de vergüenza, culpa y remordimiento, desde la espiritualidad, hay que explicitar qué estamos entendiendo por espiritualidad. Aunque ya por lo hasta aquí expresado, se ha podido intuir que estamos manejando un concepto diferente del que es de uso común.

En efecto, manejamos un concepto diferente y, hasta donde podemos, riguroso. Por espiritualidad no estamos entendiendo una experiencia o sentimiento vaporoso de trascendencia que nos arropa o más bien en el que arroparnos. Por espiritualidad entendemos la experiencia de lo absoluto en cuanto absoluto que es todo, el universo, los otros, nosotros mismos, en un estado de unidad total, sin ningún arropamiento para el yo, los espirituales dirán “sin casa adonde volver”.

Se trata de una experiencia, ser, sentir, percibir, conocer, amar y actuar, sin fondo ni forma, por tanto sin contenidos ni verdades. Porque no tiene ninguna función, por tanto tampoco una función teórica. Ella en sí misma es la verdad, como en sí misma es fin y totalidad, nunca medio para ningún otro fin.

Es la experiencia de todo el ser desde todo el ser y con todo el ser. Unidad, pues, total, donde no hay sujeto ni objeto, alguien que conoce y algo, aunque sublime, conocido; donde no hay procesos, proyectos ni planes, ni por tanto dependencia de futuro, sino presencia plena y total aquí y ahora, en el momento en el que la experiencia tiene lugar. Experiencia, pues, que ocurre en el tiempo, pero inaprensible en coordenadas de espacio y de tiempo.

Por su propia naturaleza es una realidad humana y solamente humana, no religiosa, al contrario, más bien laica, radicalmente laica. Porque no son los referentes religiosos, en los que en el pasado se ha podido expresar, los que la hacen espiritual, sino su calidad humana, de manera que sólo donde hay experiencia de unidad, totalidad y gratuidad, hay experiencia espiritual, y no necesariamente donde hay referentes religiosos. Más bien, cuando estos referentes aparecen, para ser creíble la experiencia “religiosa” tendrá que mostrar que es humana y, como humana, laica.

Una experiencia no especial ni especializada, por tanto no de algo especial, sino de la realidad como en sí misma es y, para ello, hecha desde todo el ser humano, no desde nuestro conocimiento ordinario, por muy racional y científico que éste sea, que es interesado y es parcial, sino más bien desde el silenciamiento de todo él, también por eso mismo llamado “conocimiento silencioso”.

Una gracia y un don, que no se da sin interés y búsqueda, sin esfuerzo y entrega, sin un trabajo profundo sobre si mismo, pero que florece más allá de todo esfuerzo e interés, en el ser desinteresado y profundo que también somos.

Experiencia plenamente humana y de la realidad como en sí misma es: de la unidad y de la totalidad que somos todo, lo cósmico-material, los otros y cada uno de nosotros. En expresión de Eckhart, «¡La Unidad con la Unidad, la Unidad saliendo de la Unidad, la Unidad en la Unidad y, en la Unidad, la Unidad eternamente!» [4] .

4. La espiritualidad como memoria de límites y de heridas

Significando la espiritualidad una superación de toda dualidad, incluida la psicológicamente hablando más sana y normal, para su autenticidad y como una especie de salvaguarda para sí misma, es aconsejable que el hombre y mujer espirituales guarden sin embargo memoria de la lucha que han tenido que dar hasta que la unidad se logró, de tanta dualidad experimentada en el proceso, por lo tanto de tanto interés encubierto, de tanto límite encontrado —en el fondo autolímite—, de tanto sufrimiento autoinfligido, de tanta herida recibida. Es a lo que nos referimos con el título, más sugerente que riguroso, «La espiritualidad como memoria de límites y heridas».

En este sentido, la espiritualidad puede y debe conservar memoria de los sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento, aunque ya de hecho transformados, verificando una vez más su limitación e incluso lo dañinos que fueron, llegando a causar heridas y a veces muy profundas. Fueron inútiles como sentimientos, limitantes y hasta perjudiciales, pero de esta manera se convirtieron en prueba de verismo y de realidad y el ser humano se cura en salud y se blinda ante la posibilidad de volver a ellos. No hay espiritualidad humana mágica. La posibilidad de la espiritualidad como experiencia se abre cuando hasta el límite se experimentó el límite de nuestro ser y capacidad ordinarios. Límites y heridas están ahí para recordarnos que la espiritualidad no es mágica ni algo que ocurre por milagro. Es gracia, algo muy diferente, que sólo irrumpe en un proceso de búsqueda y de creación, y como creación, en un proceso de entrega, trabajo, disciplina y contemplación.

Si se olvidan las heridas, se olvidan los límites, y muy pronto terminamos creyéndonos que la espiritualidad es fruto directo de nuestras técnicas y de nuestro saber, perdiendo así todo sentido de proporción y de realidad. Es un fruto humano, no del ser ordinario que somos y que casi exclusivamente cultivamos, pero que tampoco se da sin la búsqueda, la entrega y la creación de éste hasta el extremo.

Es importante conservar la memoria de los límites y heridas. Sin esta memoria la espiritualidad peligra no ser real. Sin memoria de la dualidad, la experiencia de la unidad puede volverse pura subjetividad y fatua.

Yalal al-din Rumi, del que el año pasado celebramos el octavo centenario de su nacimiento (1207), gustaba de decir que los amantes, hablando así de los espirituales, tienen que ser «amantes con cicatrices». Y aquí ‘cicatrices’ es algo más que una metáfora. [5]

5. La espiritualidad y su posible función terapéutica

Si el objeto de la espiritualidad es la unidad que somos y que es todo, los sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento vistos desde la espiritualidad como enseñanza son patológicos. No sólo porque son sentimientos no sanos ni portadores de salud psicológica y moral, sino porque fácilmente se convierten en mecanismos legitimadores y profundizadores de una posición maniquea y masoquista con respecto a sí mismo, al propio ser y actuar. Patología y patológico no son los términos formales de la espiritualidad como enseñanza, pero sí los de modos de proceder y caminos errados. En todo caso, como superación de los mismos, se puede reconocer a la espiritualidad una función terapéutica muy importante y sin duda que la tiene. El reconocimiento y valoración de esta función es algo que está muy de moda en la actualidad, incluso con investigaciones científicas que apoyan su valor, una nueva sensibilidad hacia lo religioso tipo New Age, ofertas en tal sentido en nuestras ciudades modernas a través de la existencia de centros de salud holística, religioterapia y teoterapia…
Aquí, como punto final, nos preguntamos por la función terapéutica que puede cumplir la espiritualidad como enseñanza, y más aún como experiencia, con respecto a los sentimiento que aquí nos ocupan, vergüenza, culpa y remordimiento, y sobre todo cómo es que la puede cumplir.

Y lo primero que creemos que hay que hacer es distinguir bien entre espiritualidad y religión. La religión, sobre todo la que conocemos como religión de creencias, es por su propia naturaleza interesada y egocentrada, es más bien una visión de mundo que un camino de espiritualidad, por tanto, no sólo compatible con la dualidad sino que la necesita, vive de ella y la fomenta. Y una manera de hacerlo es sembrando y fomentando en sus practicantes un sentimiento controlado de vergüenza, de culpabilidad y de remordimiento. En este sentido es claro que no es terapéutica, más bien es culpabilizadora. Pero la religión no es sólo interesada y egocentrada, tiene muchos elementos trascendentes y afectivos, sanamente desinteresados, como son la creencia en un Dios protector, una vinculación afectiva con él, una revelación y unas promesas, rituales y celebraciones, que pueden producir y producen aceptación de sí mismo, perdón, reconciliación, paz, amor, confianza, pudiendo canalizar de manera positiva lo que antes eran fuerzas perturbadoras. Y en este sentido la religión puede ser y es terapéutica. Quienes, por ejemplo, trabajamos con enfermos terminales desde un punto de vista religioso somos testigos de lo bueno y de lo malo que terapéuticamente hablando puede producir la religión. Otro tanto se puede comprobar en los diferente grupos de terapia.

No obstante, por su naturaleza misma, la religión, y tengo en mente las religiones teístas de salvación, más específicamente la religión cristiana, no se desprende del sentido de pecado y de culpa, con todo lo negativo que esto significa para la no madurez del sujeto humano.

Contrariamente a la religión, la espiritualidad es la experiencia por antonomasia de la unidad y por tanto de la madurez y adultez humanas, no quedando espacio ni para Dios, como veíamos en términos del Maestro Eckhart, para la más sutil dualidad, y mucho menos para sentimientos no maduros e incluso patológicos como los de vergüenza, culpa y remordimiento. Por tanto, plenamente terapéutica.

Pero aquí hay que prestar atención a una paradoja bien comprensible, que mejor que nada revela la naturaleza peculiar de lo que llamamos espiritualidad y de su poder terapéutico. Y es que sólo en la medida en que la espiritualidad es buscada por sí misma, es espiritualidad y resulta terapéutica. Por el contrario, cuado se la busca interesadamente, por ejemplo por sus efectos terapéuticos, y estamos hablando de problemas que se manifiestan en sentimientos de vergüenza, culpa y remordimiento, ni es espiritualidad ni resulta terapéutica. Fácilmente la misma búsqueda interesada se puede volver en obsesión y compulsión y, en el mejor de lo casos, en un autoengaño si no en una experiencia de frustración. Porque la espiritualidad no se deja desnaturalizar. Siendo fin en sí misma, experiencia total y de la totalidad, no se deja convertir en medio para otra cosa ni permite que se le trate como tal. Para que resulten terapéuticas religión, y sobre todo espiritualidad, deben cultivarse y practicarse de la manera más desinteresada posible, so pena de no ser ya terapéuticas.

Esto eleva un gran interrogante, soy bien consciente de ello, sobre las ofertas terapéuticas que cada día más se hacen en tal sentido en nuestro tipo de sociedad tan utilitarista y por ello tan enferma. Un gran interrogante tanto sobre la dimensión espiritual como sobre la dimensión propiamente terapéutica de dichas ofertas. Porque ¿cómo puede ser terapéutica una espiritualidad interesada que, por tanto y como tal, ella misma está necesitando de cura?

En todo caso, lo que el respeto debido al ser humano dicta, y la propia naturaleza y dinámica de lo que es la espiritualidad, no es tratar de inyectar propuestas religiosas y espirituales desde fuera, como si la posible terapia viniese del exterior, sino ayudar a despertar la capacidad de respuesta, la capacidad religiosa y espiritual, que hay en todo ser humano. Así es como muy certeramente calificó Etty Hillesum el trabajo “religioso” que hizo en ella Julius Spier, psico-quirólogo, discípulo de C. G. Jung y de quien aprendió el valor terapéutico de la religión, como «el gran amigo , el partero de mi alma», que «despertó a Dios en ella». [6]


[1] Carlos Castaneda, Viaje a Ixtlán. Las lecciones de don Juan, F.C.E, 18ª reimpr., Madrid 1998, pp. 30-51.
[2] «—Lo que andaba mal contigo cuando te vi, y lo que anda mal contigo ahora, es que no te gusta aceptar la responsabilidad de lo que haces…» (Viaje a Ixtlán, p. 68)
[3] Maestro Eckhart, Sermón Nº. 14 en Obras escogidas del Maestro Eckhart, Edicomunicación S.A., Barcelona 1998, p. 196.
[4] Final del tan famoso como breve tratado El hombre noble, en Op. cit., p. 30.
[5] Cf. Yalal al-din Rumi, Rubayats, Ediciones Obelisco, Barcelona 2ª ed. 2004, p. 84.
[6] Paul Lebeau, Etty Hillesum. Un itinerario espiritual: Amsterdam 1941 – Auschwitz 1943, Sal Terrae, Santander 2000, pp. 33 y 152.

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