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LA ESPIRITUALIDAD COMO PROPUESTA

Por espiritualidad hoy se entienden muchas cosas: experiencias, sentimientos, posiciones, filosofías, comportamientos; en general, concepciones, prácticas y manifestaciones que tengan un carácter más o menos personal, subjetivo, experiencial, de realización y trascendencia. Por ello es frecuente en la actualidad contraponer espiritualidad a religión. La espiritualidad significaría lo que hay de experiencial, realización inmediata, autotrascendencia, mientras la religión sería sinónimo de una fe impersonal, institucional, abstracta.
El problema está en que todo lo que es subjetivamente experiencial y se siente realizador, sería espiritualidad, sin más distinciones ni rigor, aunque en realidad no lo sea, incluso aunque esté muy lejos de ser y constituir una auténtica espiritualidad.

De hecho hoy son muchas las personas que consideran estar viviendo una vida espiritual cuando viven la vida con un sentido o, mejor, sentimiento integrador y holístico, ya sea de carácter metafísico, filosófico, ético, moral, estético, religioso, naturalista, ecológico, cósmico; mejor todavía si a tal sensibilidad han llegado con la ayuda de alguna doctrina más o menos esotérica, sofisticada. Y ello aunque su experiencia y su búsqueda sean profundamente interesadas y egocéntricas, en cuyo caso no hay una auténtica y verdadera espiritualidad. Por esta razón , es muy importante precisar bien qué se debe entender por espiritualidad. Los grandes maestros, aún reconociendo haber tantos caminos posibles como seres humanos, no lo dejaron al arbitrio de cada quien. Por espiritualidad aquí entendemos lo más real y pertinente: la realización más plena y total del ser humano. Así concebida la espiritualidad, no creemos que haya nada más real ni más pertinente. Un ser humano plenamente espontáneo, creativo, libre, que coincide con su ser. Un ser humano dueño y soberano de sí mismo.

La espiritualidad, tal como la entendemos, tiene denotaciones bien precisas, objetivas. No se confunde con las religiones de creencias, es cierto, pero tampoco con la espiritualidades sucedáneas, al estilo espiritualidades «Nueva Era». Como ya lo hemos planteado en otros trabajos, la espiritualidad para que sea tal, esto es, realización plena y total del ser humano, tiene que ser experiencial, pero tiene que tratarse de experiencia última, específica, irreductible a ninguna otra. Y esta experiencia no es otra que la de la gratuidad.

Cuando decimos última estamos hablando en términos de calidad humana: la experiencia espiritual es la experiencia de mayor calidad humana que pueda realizarse, es lo humano último. En este sentido, por definición, cualquier experiencia que no sea última ni de lo último, como por ejemplo toda experiencia interesada y egocentrada, por sentida, íntima y experiencial que sea, nunca será una experiencia espiritual auténtica, no será una espiritualidad digna de este nombre. Por sutil que sea la forma, siempre se tratará de una búsqueda del propio yo, siempre siguiendo el mecanismo del interés y del deseo y, en última instancia, de la necesidad, aunque se trate de una necesidad espiritualmente creada. El ser humano es capaz de más, es capaz de un desinterés y desegoncentración total. Éste es el estado en donde se hace posible la experiencia propiamente espiritual. Místicos cristianos llamarán a este lugar el «hondón» del alma.
Como última e irreductible, la experiencia en que consiste la espiritualidad será genuina, es decir, específica. No reductible pero tampoco sustituible por ninguna otra. La experiencia que es última, irreductible y específica, es la experiencia que es gratuita. Nunca es medio para un fin. Es una experiencia plena y total en sí misma. Por esta razón, se puede decir que no sirve para nada, no vale para nada, no existe en función de nada. Es decir, su valor, su importancia, no se mide en función de algo mejor. La experiencia en sí es lo mejor, es lo único, es todo. Es gratuidad plena y total. Como gratuidad no es un medio para ninguna cosa.

La espiritualidad así entendida no se confunde con las espiritualidades sucedáneas, tan de moda en nuestros días. Éstas parten siempre de la necesidad y de su fruto, el deseo; hijas de la necesidad y del deseo, nunca llevan porque no pueden hacerlo a la realización plena que prometen. Son siempre un medio para un fin, y en relación tan incestuosa que el fin prometido nunca llega y el medio exigido nunca desaparece. De ahí el estado de insatisfacción, si no de frustración, de enajenación permanente, de dependencia, tan típico de las religiones. La espiritualidad verdadera es un fin en sí misma, nunca un medio: realización plena y total; creatividad y libertad. No conoce la enajenación ni el sometimiento.

A la espiritualidad así entendida se le pueden reconocer dos características más. Es inexpresable y es laica. Conceptualmente es inefable. Por esta razón hay que recurrir al símbolo, a la metáfora. Como sucede en el dominio del arte, la experiencia espiritual auténtica sólo puede ser expresada poéticamente, mediante metáforas. Cuando se utilicen conceptos, será por su riqueza simbólica; se tratará de conceptos símbolos. Como el concepto de Dios. Y, finalmente, considerada en sí misma es una experiencia laica. No son los referentes religiosos los que hacen que la experiencia sea espiritual sino la calidad de ésta: que sea última, que sea gratuita. Este carácter de ultimidad y gratuidad no es patrimonio de las religiones sino del ser humano en lo que tiene de más humano.

[este texto es un extracto de la obra: «Hombre y mujer de conocimiento. La propuesta de Juan Matus y Carlos Castaneda». Heredia, EUNA, 2006. pgs. 40-43. Correo editorial: editoria@una.ac.cr.]

J. Amando Robles es dominico, profesor de la Universidad Nacional de Costa Rica. Sobre espiritualidad y opción de vida religiosa, véase la conferencia del mismo autor:


La espiritualidad de la vida religiosa hoy
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