Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
La ética más allá del yo
Por César Arjona
Este artículo fue publicado el 25 de Mayo 2020 en Do Better
El gesto de girar la llave para poner en marcha el motor de un automóvil no parece que tenga mucha relevancia ética. No viola ninguna ley, ninguna norma moral. No merece en sí mismo un juicio de valor, ni de desvalor. Incluso si la persona que lo realiza tuviera una consciencia ecológica elevada, y conociera detalladamente la relación entre la emisión de los gases de su motor de combustión y el calentamiento global, las consecuencias de su gesto serían estadísticamente tan irrisorias que merecerían ser ignoradas.
Sin embargo, el hecho de que ese pequeño gesto lo realicen millones de personas cada minuto, hora a hora, día a día y año a año, en todas partes del planeta, hace que no solo cobre relevancia ética sino que se convierta en uno de los principales problemas éticos a los que se enfrenta la Humanidad.
Y esa conversión (de la nimiedad a la trascendencia) se produce sin que haya cambiado en nada la situación individual de aquella persona, sin que haya hecho nada activamente para provocar este estado de cosas y sin que tampoco pueda hacer nada para evitarlo. Es más, aun si decidiera no encender el motor para no contaminar, esa decisión suya personal sería en la práctica tan intrascendente como la opuesta, de tan insignificante que es, cuantitativamente hablando, su contribución al calentamiento global.
Nuestros vehículos personales son una de las causas principales del calentamiento global (Foto: Alf Ribeiro/iStock)
Esta aparente paradoja ética tiene más que ver con hechos sociológicos que con valores morales, o mejor dicho, tiene que ver con hechos sociológicos que están cambiando algo más importante que los valores morales: la perspectiva desde la que entendemos la ética. Es la sociedad de masas, inicialmente, y ahora ya la sociedad global, la que nos obliga al cambio de perspectiva.
La responsabilidad que tenemos (y que se nos pide que tengamos) a la hora de actuar en relación con la pandemia del Covid, aunque más dramático por ser el daño más inmediato, es otro ejemplo en la misma línea. Por eso es algo que cuesta de entender. Cuesta entender que el sujeto de este problema es el colectivo, y que es nuestro formar parte del colectivo lo que nos hace responsables.
Cuesta entenderlo porque la ética es algo que, al menos en el ámbito occidental, vinculamos esencialmente al individuo. Yo soy responsable de mis actos, el centro en torno al que giran mis decisiones, soy el que merezco castigo por mis comportamientos corruptos y crédito por los moralmente correctos, soy el que puedo calibrar el peso de mi responsabilidad escogiendo mi ámbito de actuación social, en función del cual tendré más o menos carga ética (tener o no tener hijos, escoger o no escoger una profesión, embarcarme o no en una carrera política, aspirar o no a cargos de dirección empresarial, etc.).
El sujeto de la pandemia de Covid-19 es el colectivo, y es nuestro formar parte del colectivo lo que nos hace responsables
Estos días todos somos testigos de comportamientos que son conformes a las normas que se nos están pidiendo seguir a los ciudadanos, y de otros que claramente no lo son. Es más: podemos ver como ambos tipos de comportamiento (y muchos grises entre medio) conviven al mismo tiempo en la calle, en un parque, en un establecimiento comercial.
Y reconozco que lo que diré ahora es una especulación subjetiva, pero tengo la sensación de que sigue persistiendo, al menos en parte, la idea de que quien es muy escrupuloso en sus medidas de protección es alguien un tanto hipocondríaco, quizás excesivamente preocupado por su salud, mientras que hay un punto de libertad, de orgullo, de valentía, de auto-afirmación incluso, en no ser tan respetuoso con esas normas, en ser laxo en su aplicación, o directamente en saltárselas. Cuando es exactamente al revés.
La persona escrupulosa no se está protegiendo a sí misma más que las que no lo son, sino que la primera está protegiendo a estas más de lo que estas la están protegiendo a ella. Y esto que nos han explicado tan bien en los últimos tiempos, y que es tan fácil y sencillo de entender, en realidad, aunque sea fácil y sencillo, es complicadísimo, porque va contra las asunciones profundas de lo que es la responsabilidad ética, las cuales sitúan en el centro del universo moral al individuo, a su poder y a sus acciones, a sus méritos y a sus deméritos, y a su libertad.
Formar parte del colectivo es lo que nos hace responsables (Foto: Brainshot/Twenty20)
A trazo muy grueso, la explicación filosófica de esta complejidad se sitúa en el hecho de que las teorías que han conformado la manera de pensar la ética en el mundo occidental asentaron sus cimientos en épocas históricas en las que ni existía la sociedad de masas ni había atisbo de sociedad global. Ya entrados en el siglo XX, Hannah Arendt fue una de las primeras pensadoras en formular el necesario cambio de perspectiva, y lo hizo en un contexto de extraordinaria dificultad política y moral: el de las cuentas pasadas por el Holocausto tras la caída del Tercer Reich.
Sirva como ejemplo su archiconocido estudio sobre el juicio de Adolf Eichmann, secuestrado por el Mossad en el año 1960, juzgado y condenado a muerte en un juicio público en Jerusalén. Eichman era un jerarca nazi de segunda categoría, considerado el ideólogo y principal ejecutor de la llamada solución final, en el que sin embargo Arendt solo veía a un tecnócrata gris, despreciable por supuesto, pero en absoluto el diablo personificado que se quería ver en él. Eichman era moralmente responsable de lo que debía sin duda serlo, como por ejemplo de organizar los viajes de tren para llevar a cabo deportaciones masivas de judíos.
Pero ver el Holocausto como un problema de Eichman, o de varios Eichmans, era no entender la esencia de la tragedia, porque esta se debía encontrar más en el sistema que en el individuo, más en la política que en los dilemas morales de un tipo en cuestión, fuera este quien fuese y tuviera el poder que tuviese.
No nos podemos librar de la responsabilidad de nuestra propia voluntad
De ahí que Arendt hablara de la necesidad de ver la ética aplicando un modelo de responsabilidad política, una responsabilidad que tenemos todos por ser parte de un grupo, por el poder que ese grupo tiene qua grupo, y del que no nos podemos librar por nuestra propia voluntad. Y eso es bastante incómodo para el pensamiento individualista, propio del liberalismo del que con más o menos entusiasmo bebemos todos.
Aunque los crímenes que Eichman contribuyó a perpetrar suelen ganar todos los rankings de horrores morales de la Humanidad, la incomodidad provocada por esa nueva perspectiva sobre la responsabilidad ética que propone Arendt no ha hecho desde entonces sino aumentar, extendiéndose a tantos otros problemas y a tantos otros ámbitos geográficos, hasta alcanzar, en casos como el de la pandemia del Covid, una escala plenamente global.
La incomodidad se vuelve asfixiante porque el colectivo somos todos. Y porque el poder de dañar lo tenemos todos y cada uno de nosotros contra todos y cada uno de nosotros, un daño inmediato y directo (a diferencia del cambio climático, donde la relación causa-consecuencia es muy dilatada en tiempo y espacio). Y un daño además que causamos de manera estrictamente involuntaria (a diferencia del Holocausto, pues ahora es incluso más probable por cercanía física que hagamos más daño precisamente a quien menos queremos hacérselo y sin que ni siquiera lo sepamos nosotros mismos). La incomodidad de la responsabilidad se vuelve asfixiante porque el poder de dañar lo tenemos todos y cada uno de nosotros contra todos.
Este es el gran cambio de perspectiva al que nos fuerza, desde un punto de vista ético, la pandemia global. Entender que somos responsables sin haber hecho nada para serlo, solo y únicamente por formar parte del grupo, y que el grupo somos todos. Y da igual lo crítico que uno sea con su sociedad o lo que le guste reafirmar la independencia de su carácter. Esto no va de caracteres ni de decisiones particulares. Es un cambio difícil y profundo, difícil porque es profundo. E intelectualmente muy incómodo.
Pero con esa complejidad y esa incomodidad quizás venga también un elemento liberatorio. Quizás lo que empezamos a ver es una ética que es más humana porque va más allá del individuo, y un individuo que es más humano porque va más allá de su ego.
Tal vez parte de lo que haya que hacer sea dejar de hacer. Dejar de vincular nuestro poder a nuestro deseo, y nuestros resultados a nuestras decisiones, y aceptar que la vida y sus circunstancias son algo que por siempre se escapará del ámbito de nuestros cálculos y de nuestras voluntades. En otras palabras, actuar responsablemente porque es lo correcto, y confiar. Puede que eso nos haga más amables, menos agresivos, más compasivos. Es una esperanza incierta, sin duda, pero por eso mismo apropiada en un tiempo en el que absolutamente todo lo es.
Por César Arjona
Profesor titular, Facultad de Derecho en Esade
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