Francesc Torradeflot Les joies de les sàvies i els savis són com les branques del niu dels ocells, imprescindibles recers per poder aprendre després a volar lliures i a gaudir de l'aire fresc i de la vida en plenitud. La saviesa és la falda tendra i maternal que vivifica. És necessària però no suficient, és una llar i un solaç, però després cal volar. És un plaer per a mi poder compartir aquesta mostra del tresor d'humanitat que la vida ens ha regalat...
El silencio es cosa seria
Artículo publicado en la revista VALORS, nº 231
(Diciembre, 2024, dedicado al silencio: ¿Es un lujo el silencio?)
https://valors.org/revista/el-silenci-es-un-luxe/
Imaginemos…
Imagina a alguien que habla y habla, por dentro y por fuera. Que no calla aunque calle, porque su mente no deja de hablar: tengo que hacer, debo ir a, me dijo, no me dijo, ahora que me acuerdo, qué bien si esto, qué mal si… ¡Etcétera! Y si tiene un momento, debe echar un vistazo a lo que dicen y comparten otras personas que también hablan y hablan… Imagina a alguien sin tiempo para mirar, para escuchar, para percibir de verdad, para sentir, valorar, sorprenderse, preguntarse, interesarse…
Quizás no necesitamos imaginar mucho, o ir muy lejos para encontrar a alguien en esta situación, quizás incluso podría llevar nuestros zapatos… Quien más quien menos, poco o mucho, sabe lo que es esa sensación de vivir en un pequeño tornado personal de palabras, ocupaciones y prisas… Pero por poco que frenemos, que nos permitamos unos momentos para auscultar nuestro interior… Hay algo más en nosotros, eso también lo sabemos, a veces hemos podido intuirlo. Como un trasfondo silencioso de calma, de atención, de ternura. Muy tenue, muy escondido, quizás en algunos momentos se ha hecho más presente. Un trasfondo difícil de concretar, una dimensión “silenciosa”, pero que de algún modo nos atrae, nos invita a recogernos. Aunque pronto se imponen de nuevo las urgencias: «no hay tiempo…»
Sea como fuere, el contraste entre superficie y profundidad se deja sentir. ¿Son necesariamente dos realidades irreconciliables? Seguro que no. Cuanto mejor comprendamos la naturaleza de cada ámbito más evidente la posibilidad –¡y la necesidad!– de conectarlos. El problema, o la trampa, tiene que ver con dejar que la vida avance con el piloto automático puesto, en manos de los automatismos del yo, sin contrapartida. Veámoslo.
El yo y su silencio
Ese monólogo que a menudo ocupa todo el espacio interior, es el discurso del yo. La función de la estructura psíquica, cognitiva, que llamamos “yo”, o ego, que se expresa en la mente que piensa y proyecta a través de palabras y acciones, es no dejar de dar forma a la realidad en función de experiencia pasada y de las necesidades y expectativas futuras. De esta forma nos proporciona una visión simplificada, “de superficie”, en la que siempre ocupamos el centro de la escena, listos para reaccionar a las situaciones, listos para interrelacionarnos con los demás, para interpretar, predecir…
El problema viene cuando se olvida la otra cara de la moneda del conocimiento, la que nos desplaza del pequeño escenario (o ¿jaula?) y nos acerca a la realidad, poniéndonos en contacto con su latido, su valor, su presencia: el camino de la superficie a la profundidad. La dimensión silenciosa, un silencio que implica bajar el volumen del monólogo interior que sólo nos habla de nosotros mismos, de lo que hemos hecho y de lo que haremos, de lo que esperamos, deseamos o tememos… Bajar el volumen para poder escuchar, sentir, percibir lo que hay. Pasar de las pre-ocupaciones a la realidad, presentes en el presente. Para crear lo que se necesita es “crear espacio en el interior para poder dejar entrar al universo, en un estado de atención que nos permite sentir su latir”, le decía el poeta Valente a Antoni Tàpies. Y el pintor responde: “Qué importante es comprender el papel del silencio! ¡No es un capricho! El silencio te hace ver claramente la unidad universal de todas las cosas. Estimula un espíritu más comprensivo y solidario entre los seres humanos y con la naturaleza.»[1] De esto se trata. Es en ese silenciarse que «deja entrar» la vida en nosotros donde se puede reconocer el verdadero valor de cada ser, y no ya en función de mi necesidad. Un silencio que atraviesa distancias tejiendo una profunda comunión con todo, con cada ser. “Si aprendemos a callar –nos recuerda Marià Corbí– es para aprender a estar totalmente alertas, sintiendo y vibrando, testimoniando lo que aquí hay. Desde el silencio el mundo deja de ser un campo de caza con referencia a mí, y cada cosa se convierte en pura presencia inexplicable.”[2]
Por eso el silencio es algo tan serio. El animal depredador que somos no tiene freno, es capaz de fagocitarlo todo, a no ser que viva la experiencia del valor del otro, el profundo e infinito valor del propio existir, que tenga la oportunidad de sentir el infinito misterio de la existencia. No basta ir muy lejos para comprobarlo. Por el contrario, desde la posibilidad silenciosa de la naturaleza humana, desde un corazón y una mente y unos sentidos en actitud atenta, receptiva, su capacidad de reconocimiento, de gratuidad, de interés gratuito y de compromiso, es también limitada. Vivir como un ser humano requiere que superficie y hondura se mantengan en conexión, que las capacidades de la persona beban del silencio, sientan, conozcan desde su silencio. Quien lo practica, no olvida las necesidades de la supervivencia, por supuesto, pero no deja de velar por todo y por todos desde la profunda comunión, minúscula chispa de vida que sabe del misterio de cada pincelada de existencia.
Una actitud, un arte
Seamos realistas. ¿Cómo darle espacio al silencio en unas vidas tan ocupadas y preocupadas? Bienvenidos sean los días idílicos i tranquilos, en contacto con la naturaleza, pero el cultivo del silencio es algo más sutil y más al alcance, sean las que sean las condiciones, ya que “silencio no es evasión, sino encuentro sereno con la realidad” (Thich Nhat Hanh). Podríamos decir que es tan sencillo (o difícil) como callar para poder escuchar, como aplicar ese cambio de clavija que resitúa las capacidades del “modo proyección” al “modo acogida”, en actitud de apertura, de exploración, de atención plena, con todo el ser, a punto para recibir la presencia del otro, de los demás, de la vida.
¿Cómo se concreta? En quietud o en movimiento, cualquier elemento interior o exterior puede ser objeto de nuestra práctica silenciosa. Por la mañana, antes de salir a toda velocidad, unos momentos de toma de conciencia del hecho mismo de respirar; hoy respiramos. Don de la vida en cada inspiración y expiración. Momentos de recogimiento, de escucha del propio interior. Atención al movimiento del cuerpo al caminar, atención a los colores, olores, sonidos, a elementos del entorno. Unir imaginación, corazón y mente, procurando sentir el impacto de los dos billones de galaxias que pueblan el universo. Saborear un poema, despacio. Cantar porque sí, caminar porque sí, colaborar porque sí, no con el fin de conseguir esto o aquello… Todo esto es silencio. Métodos y técnicas de concentración, desarrolladas a lo largo de los siglos, nos pueden ayudar a fortalecer y consolidar la capacidad de atención, así como a compartir la práctica con otras personas. Pero sin olvidar que el arte consiste en posibilitar el giro que libera al yo de su jaula, propiciando que las capacidades puedan percibir y sentir desde su propio silencio.
Desde esta perspectiva, cobran fuerza las palabras de Cristina Kaufmann (1939-2006), carmelita del convento de Mataró: “el silencio viene a ser la madre, el útero de la persona, ya que sólo desde él recibe vida que es comunicación. […] Desde allí cobra o recobra una aptitud de percibir el mensaje de todo lo que le rodea, descubre el ritmo entre el silencio y la palabra, entre soledad y comunión en el universo donde ella existe y en el universo que ella misma es.”[3]
Silencio que dota de vida a la vida, pues es lo que permite sentir su presencia, recibir su decir… y corresponderle.
Teresa Guardans
[1] José Ángel Valente, Antoni Tàpies. Comunicación sobre el muro. La rosa cúbica, 1998. p.35
[2] Marià Corbí. El conocimiento silencioso. Fragmenta, 2016. p. 152 y ss.
[3] Cristina Kaufmann. El rostro femenino de Dios. Desclée de Brouwer, 1997. p.95