Marta Granés Presentamos una recensión del interesante libro de Nicholas Carr "Superficiales ¿qué está haciendo Internet con nuestras mentes" (Ed. Taurus. 2018) que despierta la inquietud sobre los efectos del uso de la Red y de los ordenadores sobre nuestra mente. Una inquietud que ya deberíamos tener activada. ¿Cómo cambia la forma de leer, de escribir, de pensar? Son preguntas que deberíamos hacernos, tanto por nosotros como por nuestros hijos.
Mirar el mundo por más de una ventana

«Una pregunta que suelen hacerme es: “¿A qué se debe esa apariencia tan sosegada, esa serenidad?” […] Quieren saber si hago meditación. No de una manera formal, les digo; pero sí que trato de mantenerme conectada por un hilo de poder espiritual. […] Son mis largos días, meses y años en los bosques tropicales de Gombe los que me ayudan a mantener la serenidad en medio del caos, porque la paz la llevo en mi interior.» Recordamos hoy la sabiduría de Jane Goodall, recuperando algunos fragmentos de una bella obra suya, Gracias a la vida (Mondadori, 2000). Para saber más sobre Jane Goodall y todo lo que impulsó, el Instituto Jane Goodall ( https://janegoodall.es) ofrece todo tipo de informaciones, también vídeos.
«La existencia en la selva me absorbió por completo. Fue un período sin igual, cuando el hecho de estar sola se convirtió en una forma de vida; en una oportunidad perfecta para meditar acerca del significado de la existencia y de mi papel en todo ello. Pero estaba demasiado ocupada aprendiendo cosas sobre la vida de los chimpancés para preocuparme por el sentido de la mía. Había ido a Gombe a desempeñar una tarea concreta, no a alimentar mi interés por la filosofía y la religión. Sin embargo, es cierto que aquellos meses en Gombe contribuyeron a modelar la persona que soy en la actualidad. Habría demostrado muy poca sensibilidad si el milagro y la infinita fascinación de aquél nuevo mundo no hubieran ejercido una profunda influencia en mi manera de pensar. Cada día me acercaba un poco más a los animales y a la naturaleza y, por lo tanto, también a mi misma, y me sentía más acorde con el poder espiritual que respiraba a mi alrededor. Quienes han experimentado el placer de estar a solas con la naturaleza no necesitan más palabras; y a quienes no lo han conocido les diré que ninguna palabra podrá jamás describir el fabuloso contacto, casi místico, con la belleza y la eternidad que nos embarga de forma repentina y totalmente inesperada. La belleza siempre estaba allí, presente, pero los momentos de auténtica conciencia de ella eran infrecuentes. Llegaban sin avisar; quizás mientras contemplaba los primeros destellos que preceden el amanecer; o cuando miraba a través de las hojas de un árbol gigante hacia los verdes y los castaños, y las sombras negras, y la mota de cielo azul infinitamente seductora y brillante; o cuando al atardecer apoyaba la mano en el tronco aún caliente de un árbol y contemplaba el reflejo de la temprana luna en las aguas siempre inquietas y susurrantes del lago Tanganica.
Cuanto más tiempo pasaba a solas, más me confundía con el mundo mágico y frondoso que ahora era mi hogar. Los objetos inanimados llegaban a tener su propia identidad y, como mi santo favorito, Francisco de Asís, les ponía nombres y les saludaba como si fueran buenos amigos. “Buenos días, Cima”, le decía cuando llegaba allí cada mañana; “Hola, Arroyo” cuando iba a por agua. “Oh, Viento, por Dios cálmate”, cuando ululaba en las alturas, frustrando mis posibilidades de localizar a los chimpancés. Y desarrollé en particular una profunda consciencia del ser de los árboles. Palpar la corteza áspera y aún caliente de un viejo gigante forestal, o la piel fresca y suave de un árbol joven y orgulloso, hacía que de una manera intuitiva y extraña, sintiera circular la savia desde las invisibles raíces hasta las últimas ramas, allí en la copa. […] Y cada día aprendía más cosas sobre los chimpancés […]
Las horas que pasaba en la selva siguiendo, observando o simplemente estando con los chimpancés no sólo arrojaban datos científicos, sino que me colmaban de una paz que me llegaba a lo más profundo. Los árboles inmensos, retorcidos y viejos; las pequeñas corrientes de agua abriéndose camino a través de las rocas para llegar al lago; los insectos; los pájaros; los propios chimpancés.
De aquellos días recuerdo uno en particular, y lo hago con un sentimiento casi reverencial. Estaba tumbada de espaldas, entre hojas y ramas del suelo tropical. Notaba las piedras incrustadas contra mi cuerpo y me moví unos milímetros hasta encajar cómodamente entre ellas. Allí arriba, a cierta altura, estaba David Barbagrís comiendo higos. De vez en cuando veía un brazo negro que se estiraba para arrancar un fruto, un pie que se balanceaba, una oscura sombra que se desplazaba ágilmente entre las ramas.
Recuerdo la extraña sensación de armonía de colores en el bosque, entre las tonalidades amarillas y verdes que se oscurecían hasta convertirse en marrón y púrpura. Cómo las lianas se enroscaban alrededor de los árboles y se adherían a las ramas, fundiéndose unas con otras. Al mediodía, el aire tropical se llenó de la música estridente de las cigarras, de sus oleadas intermitentes de canto y silencio, cual miembros chillones de un coro entonando una ronda infinita de canciones sin palabras.
[…] Aquel día sentí que el viejo misterio volvía a cautivarme, que volvía aquel silencio interior. Estaba allí tumbada, como un fragmento más de la naturaleza y experimenté de nuevo aquella mágica intensificación del sonido, aquella riqueza de percepción aumentada. Tenía clara conciencia de movimientos secretos en los árboles. Una pequeña ardilla, con pelaje a rayas, subía por un tronco en típicas espirales, metiendo la nariz en los agujeros de la corteza, con ojos brillantes y orejas redondas, alerta. […] Es poco menos que imposible describir l renovada conciencia que se posee cuando se abandonan las palabras. Las palabras pueden intensificar la experiencia, pero también pueden empobrecerla. Contemplamos un insecto y ya estamos abstrayendo determinadas características y clasificándolo: una mosca, decimos. Y en ese preciso momento cognitivo, parte del milagro ha desaparecido. Una vez hemos etiquetado las cosas que nos rodean, dejamos de observarlas con tanta atención. Las palabras son parte de nuestro yo racional y olvidarnos de ellas un rato equivale a dejar que nuestro yo intuitivo vuele con entera libertad.
[…] Mi creciente comprensión de David y de sus amigos incrementaron el profundo respeto que siempre había sentido hacia formas de vida distintas a las mías, y me permitió valorar desde una nueva perspectiva el lugar de los chimpancés y también el nuestro, en el esquema global. Los chimpancés son partes de un todo, junto con los papiones y los monos, las aves y los insectos, la vida fecunda de la selva, las aguas agitadas y nunca tranquilas del gran lago, y las infinitas estrellas y planetas del sistema solar. Todo era uno, todo formaba parte del gran misterio. Y yo también era parte de él. Me invadió una sensación de calma. […]
foto Chase Pickering, Heute.at (creative commons)
Recuerdo particularmente un día, entre muchos otros. […] Durante varias horas nos desplazamos ociosamente de un árbol frutal a otro, subiendo cada vez a más altura. […] no me había dado cuenta de la inminencia de la tormenta […] el cielo se había oscurecido, estaba casi negro, y las nubes cargadas de lluvia habían borrado las cumbres más altas. […] La lluvia caía sin cesar, y el agua fue calando más y más […] Debió de transcurrir al menos una hora antes de que la lluvia empezara a amainar.
[…] Abajo el lago aún estaba oscuro y embravecido, y donde rompían las olas había espuma blanca, al norte el cielo era claro […] La belleza del cuadro quitaba el aliento [….] sobrecogida por tanta belleza, debí entrar en un estado de lucidez ampliada. Es difícil –imposible, de hecho– plasmar en palabras el momento de verdad que de repente me invadió. […] Cuando después traté de recordar la experiencia, me pareció que el yo había estado totalmente ausente: yo y los chimpancés, la tierra y los árboles y el aire, parecían fundirse para devenir uno con el poder espiritual de la vida. […] Nunca había sido tan terriblemente consciente de las formas, de los colores de cada hoja, de las distintas siluetas de sus venas, que las hacían únicas. Los olores también llegaban muy nítidos, fácilmente identificables: olor de fruta demasiado madura; de tierra empapada en agua; de corteza fría y húmeda; el olor húmedo del pelo de los chimpancés y, sí, también del mío. Y el aroma de las hojas tiernas y aplastadas era casi irresistible. […]
Más tarde, sentada junto a un pequeño fuego, calentando mi cena de judías, tomates y huevos, aún seguía flotando en el milagro de mi experiencia. Sí, pensé, hay más de una ventana por la que los humanos podemos mirar el mundo que nos rodea y darle un sentido. Está la ventana tallada por la ciencia occidental, con sus cristales pulimentados por una sucesión de mentes brillantes. A través de ella podemos penetrar cada vez más hondo y con mayor claridad en áreas hasta hace poco inaccesibles al conocimiento humano. Era a través de este tipo de ventana científica que me habían enseñado a mirar a los chimpancés. Durante más de veinticinco años había intentado recomponer, a base de un meticuloso registro y análisis crítico, las piezas de su compleja conducta social, conocer el funcionamiento de sus mentes. Lo cual nos había ayudado no sólo a comprender mejor su lugar en la naturaleza, sino a comprender algunos aspectos de nuestra propia conducta humana, nuestro propio lugar en el mundo natural.
Pero además, los humanos podemos mirar el mundo que nos rodea a través de otro tipo de ventana, como la que han utilizado los místicos y santos, y también los fundadores de las grandes religiones del mundo, para intentar descubrir el significado y la finalidad de nuestra vida en la Tierra, tanto en su increíble belleza como en su oscuridad y en su fealdad. Y aquellos maestros contemplaron las verdades no sólo con su mente, sino también con su corazón y su alma. De aquellas revelaciones emanó la esencia espiritual de las grandes escrituras, los libros sagrados y los más hermosos poemas y escritos místicos. Aquella tarde fue como si una mano invisible hubiera retirado una cortina y, por un segundo, hubiera mirado a través de una de esas ventanas. Como si en un instante de “visión” hubiera conocido la infinitud y el sereno éxtasis, y la verdad de unas sensaciones que la ciencia dominante tan sólo vislumbra. Y supe que la revelación me acompañaría el resto de mi vida, que la recordaría de manera imperfecta pero siempre dentro de mí. Una fuente de fuerza de la que poder valerme cuando la vida fuera dura, o cruel, o desesperada.
[…..] Tumbada boca arriba contemplaba cómo el cielo se iba oscureciendo. Qué triste sería, pensé, que los humanos perdiéramos el sentido del misterio, la capacidad de admirar y sentir ese profundo y sobrecogedor respeto; que la lógica y la razón se impusieran a la intuición y nos alienara por completo de nuestro ser más profundo, de nuestros corazones, de nuestras almas.»
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>> Selección de: Jane Goodall i Phillip Berman. Gracias a la vida. Barcelona, Mondadori, 2000. 261 p. (pgs. 84-89, 160-161).