Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos.
Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana.
Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
Espiritualidad y política: independencia completa y relación profunda
En este artículo publicado en la obra colectiva: Espiritualidad y política (Cristóbal Cervantes, ed. Kairós, 2011. 346 p.), Corbí plantea:
“La organización de las sociedades es perfectamente autónoma de la religión y la espiritualidad, pero en esa nueva situación surge un problema inesperado: ¿de dónde sacarán los colectivos la cualidad humana que en el pasado proporcionaron las religiones p or vía de las creencias?
Las nuevas sociedades, dotadas de potentes ciencias y tecnologías en continuo y rápido crecimiento, precisan de la cualidad humana, y de la gran cualidad humana, para gestionar el poder de sus tecnociencias, gestionarse ellos mismos y gestionar el medio. No podemos ser tan necios como para pretender inventarla de nuevo…”
Nuestras reflexiones se sitúan en las sociedades desarrolladas. En ellas los modos preindustriales de sobrevivencia han desaparecido por completo, con excepción de algunos pocos residuos; la industrialización se ha extendido a todos los niveles de la vida de los ciudadanos; y se han asentado profundamente las nuevas sociedades industriales de innovación continua y cambio, también llamadas sociedades informatizadas o sociedades de conocimiento.
La desaparición de las sociedades preindustriales y la generalización de las industrias han llevado a las religiones, como sistemas de creencias impositivas, de organización jerarquizada y patriarcal, a una crisis mortal. Con esas transformaciones las religiones han perdido el humus en el que nacieron, vivieron y se desarrollaron.
Las religiones, como sistemas de creencias, en la mayoría de los países y regiones desarrollados, además de quedarse sin tierra en la que enraizarse y sustentarse, están recibiendo el duro impacto de las sociedades de conocimiento. Llamamos sociedades de conocimiento a aquellas que sobreviven y prosperan creando continuamente nuevos saberes científicos y tecnológicos y, a través de ellos, nuevos servicios y productos.
El crecimiento imparable y acelerado de las tecnociencias supone una continua transformación de las interpretaciones de la realidad en todos sus niveles, también en los humanos y comunicativos; una continua transformación de las formas de trabajar y organizarse y, consiguientemente, una continua transformación de los sistemas de cohesión, valoración y fines colectivos. En las sociedades en que se vive de la constante creación de tecnociencias, todo cambia continuamente. Por esa razón, los colectivos y los individuos tienen que excluir todo lo que fije y estar dispuestos a cambiar lo que sea, cuando sea conveniente.
Las sociedades preindustriales vivieron durante milenios haciendo fundamentalmente lo mismo. Los cambios fueron muchos e importantes, pero no afectaron a los ejes centrales de las estructuras de esas sociedades. Los modos fundamentales de pensar, sentir, actuar, organizarse y vivir venían determinados por sistemas de programación colectiva construidos inconscientemente a lo largo de centenares de años y avalados por la religión que los sacralizó y, con ello, bloqueó los cambios de importancia y las posibles alternativas.
Las sociedades preindustriales se articulaban a través de esos programas, que las religiones proclamaban como de revelación divina y, por consiguiente, intocables y sagrados. Este tipo de sociedades se cohesionaban a través de esas creencias intocables, a las que había que someter la mente, el sentir, la acción y la organización.
Puesto que las creencias funcionaban como programa y cohesionador colectivo, no eran libres, sino impositivas. Para imponerlas se necesitaba de la coerción y del poder político para aplicarlas.
Las sociedades de conocimiento deben excluir las creencias. Llamamos creencias en sentido estricto a las que se tienen por reveladas; diferenciamos esta noción de las creencias en sentido lato, que son en realidad supuestos acríticos. Excluir las creencias supone no poderse cohesionar por la sumisión, sino por la aceptación voluntaria de proyectos colectivos. Si hay que excluir la sumisión, hay que excluir la coerción. Donde no se necesita coerción tampoco se necesita del poder político para que la aplique.
Las nuevas sociedades de conocimiento tienen que articularse apoyadas en la voluntariedad. Los miembros de las nuevas sociedades aceptan voluntariamente los proyectos colectivos que ellos mismos se construyen y proponen. Una vez aceptados se establecen leyes que deben respetarse, aunque para ello requieran de la coerción y del poder, pero ya sobre la base de la voluntariedad.
Las nuevas sociedades deben construir sus propios proyectos de vida colectiva e individual, teniendo en cuenta, en primer lugar, las posibilidades y riesgos de las nuevas tecnociencias y de su rápido y continuo desarrollo; y teniendo en cuenta, también, la necesidad de programarse individual y colectivamente para el cambio constante y la no fijación, por consiguiente, fuera de creencias intocables.
Todos los parámetros de estas sociedades están sometidos a cambios continuos. Quienes pretendan fijar alguna de las dimensiones de la vida de los colectivos, están atentando contra la lógica interna de las sociedades de innovación y cambio. La necesidad de ser conscientes y de adaptarse a esos cambios crea una nueva consciencia colectiva: todo debemos construírnoslo nosotros mismos, nada nos baja del cielo, ni nos es dado por la naturaleza de las cosas.
Esa nueva conciencia, impensable en las sociedades preindustriales, viene reforzada por la convivencia de diversas culturas, tradiciones espirituales y tradiciones religiosas, cada una de ellas con la pretensión de ser la única verdadera, o como mínimo, de ser el lugar de la revelación plena y definitiva de Dios. Ese roce continuo de tradiciones culturales y religiones se produce a nivel global, posibilitado por los medios de comunicación e informáticos y por la convivencia de toda esa diversidad en nuestros países y ciudades, provocada por la inmigración masiva y creciente.
En las sociedades de innovación, cambio y globalización, la vivencia, -de modo explícito y conscientemente o implícita e inconscientemente- de que ya nadie puede vivir como sus antepasados y de que todo nos lo hacemos nosotros a propio riesgo, se ha extendido a todas las culturas, a todos los países, hasta los lugares más remotos de la tierra.
Esta nueva conciencia, a medida que crece, advierte que nos movemos en una sociedad de riesgo. Nunca nuestra especie había vivido de cambiar todos sus parámetros continuamente; nunca habíamos sido conscientes de que todos nuestros proyectos de vida, individuales y colectivos, eran construidos por nosotros mismos, sin ninguna garantía externa, sea de procedencia divina o de la naturaleza de las cosas. Las sociedades de conocimiento son sociedades de riesgo; poco a poco vamos tomando conciencia de ello.
Supuesto que todo está en nuestras manos, debe preocuparnos profundamente la cualidad humana de esos constructores. Si los constructores no tienen una cualidad humana proporcionada al poder de nuestras ciencias y tecnologías, nuestras tecnociencias funcionarán sin control, como un aprendiz de brujo.
Veamos un poco más detalladamente cómo funcionó la espiritualidad, la religiosidad, en las sociedades preindustriales que nos han precedido, y podremos saber cómo se alimentaba la cualidad humana en los individuos y en la política.