Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos.
Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana.
Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
La construcción de relatos colectivos, reto del siglo XXI
Conscientemente o no, cada sociedad ha vivido según un patrón colectivo que orientaba al grupo, ofreciéndole un sentido de vida al grupo y a los individuos. Esos proyectos colectivos se construyeron durante milenios, entretejiendo relatos que se pensaban revelados. Relatos fundamentados en lo sagrado (mitológicos) o fruto de la naturaleza de las cosas (ideologías). Aquellos relatos que fueron útiles para cohesionar y orientar a sociedades que buscaban una estabilidad, no lo son para la sociedad de innovación continua. El «Grupo de investigación sobre la epistemología axiológica» del Cetr, dirigido por Marià Corbí, lleva años estudiando este fenómeno, buscando modos adecuados para construir los proyectos axiológicos colectivos propios del nuevo tipo de sociedades. Los trabajos del grupo pueden consultarse en esta misma web
Un modo varias veces milenario de construir proyectos colectivos está desapareciendo para no volver jamás. Su construcción está ahora en nuestras manos y bajo nuestra responsabilidad. ¿Estaremos a la altura cualitativa conveniente para ejercer esta responsabilidad adecuadamente?
La última obra de Y.N. Harari repasa la relación de retos a los que hay que hacer frente a partir de la toma de conciencia de que esos grandes relatos compartidos (religiosos e ideológicos) ya no pueden ejercer la función que llevaban a cabo. Si no se hace nada —señala— serán los algoritmos de Google y los ingenieros de las grandes corporaciones los que decidan por nosotros hacia dónde vamos. Una llamada de atención que vale la pena tener en cuenta.
Ofrecemos a continuación una pequeña selección de la obra de Y.N. Harari: 21 lecciones para el siglo XXI (Debate, 2018. 408 p.)
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Mi primer libro, Sapiens, revisaba el pasado humano y analizaba cómo un simio insignificante acabó rigiendo el planeta Tierra. Homo Deus, mi segundo libro, exploraba el futuro de la vida a largo plazo, contemplaba cómo los humanos podrían terminar convirtiéndose en dioses, y cuál podría ser el destino último de la inteligencia y la conciencia. En este libro quiero centrarme en el aquí y el ahora. Para ello voy a abordar los asuntos actuales y el futuro inmediato de las sociedades humanas. ¿Qué está ocurriendo ahora mismo? ¿Cuáles son los mayores retos y opciones de hoy en día? ¿A qué debemos prestar atención? ¿Qué tenemos que enseñar a nuestros hijos?
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En la quinta y última parte reúno las diferentes hebras y adopto una mirada más general sobre la vida en una época de desconcierto, cuando los relatos antiguos se han desplomado y, de momento, no ha surgido uno nuevo para sustituirlos. ¿Quiénes somos? ¿Qué debemos hacer en la vida? ¿Qué tipo de talentos necesitamos? Dado todo lo que sabemos y no sabemos acerca de la ciencia, acerca de Dios, acerca de la política y la religión, ¿qué podemos decir acerca del significado de la vida en la actualidad?
Esto puede parecer sumamente ambicioso, pero Homo sapiens no puede esperar. A la filosofía, a la religión y a la ciencia se les está acabando el tiempo. Durante miles de años se ha debatido sobre el significado de la vida. No podemos prolongar este debate de manera indefinida. La inminente crisis ecológica, la creciente amenaza de las armas de destrucción masiva y el auge de las nuevas tecnologías disruptivas no lo permitirá. Y quizá, lo que es más importante, la inteligencia artificial y la biotecnología están ofreciendo a la humanidad el poder de remodelar y rediseñar la vida. Muy pronto alguien tendrá que decidir cómo utilizar este poder, sobre la base de algún relato implícito o explícito acerca del significado de la vida. Los filósofos son personas muy pacientes, pero los ingenieros no lo son en la misma medida, y los inversores lo son aún menos. Si no sabemos qué hacer con el poder para diseñar vida, las fuerzas del mercado no esperarán mil años para que demos con una respuesta. La mano invisible del mercado nos obligará con su propia y ciega respuesta. A menos que nos contentemos con confiar el futuro de la vida a la merced de informes trimestrales de ingresos, necesitamos una idea clara sobre el sentido de la vida.
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Los humanos pensamos más en relatos que en hechos, números o ecuaciones, y cuanto más sencillo es el relato, mejor. Cada persona, grupo y nación tiene sus propias fábulas y mitos. Pero durante el siglo XX las élites globales en Nueva York, Londres, Berlín y Moscú formularon tres grandes relatos que pretendían explicar todo el pasado y predecir el futuro del mundo: el relato fascista, el relato comunista y el relato liberal. La Segunda Guerra Mundial dejó fuera de combate el relato fascista, y desde finales de la década de 1940 hasta finales de la de 1980 el mundo se convirtió en un campo de batalla entre solo dos relatos: el comunista y el liberal. Después, el relato comunista se vino abajo, y el liberal siguió siendo la guía dominante para el pasado humano y el manual indispensable para el futuro del planeta, o eso es lo que le parecía a la élite global.
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En 1938 a los humanos se les ofrecían tres relatos globales entre los que elegir, en 1968 solo dos y en 1998 parecía que se imponía un único relato; en 2018 hemos bajado a cero. No es extraño que las élites liberales, que dominaron gran parte del mundo en décadas recientes, se hayan sumido en un estado de conmoción y desorientación. Tener un relato es la situación más tranquilizadora. Todo está perfectamente claro. Que de repente nos quedemos sin ninguno resulta terrorífico. Nada tiene sentido. Un poco a la manera de la élite soviética en la década de 1980, los liberales no comprenden cómo la historia se desvió de su ruta predestinada, y carecen de un prisma alternativo para interpretar la realidad. La desorientación los lleva a pensar en términos apocalípticos, como si el fracaso de la historia para llegar a su previsto final feliz solo pudiera significar que se precipita hacia el Armagedón. Incapaz de realizar una verificación de la realidad, la mente se aferra a situaciones hipotéticas catastróficas. Al igual que una persona que imagine que un fuerte dolor de cabeza implica un tumor cerebral terminal, muchos liberales temen que el Brexit y el ascenso de Donald Trump presagien el fin de la civilización humana.
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La sensación de desorientación y de fatalidad inminente se agrava por el ritmo acelerado de la disrupción tecnológica. Durante la era industrial, el sistema político liberal se moldeó para gestionar un mundo de motores de vapor, refinerías de petróleo y televisores. Le cuesta tratar con las revoluciones en curso en la tecnología de la información y la biotecnología.
Tanto los políticos como los votantes apenas pueden comprender las nuevas tecnologías, y no digamos ya regular su potencial explosivo. Desde la década de 1990, internet ha cambiado el mundo probablemente más que ningún otro factor, pero la revolución internáutica la han dirigido ingenieros más que partidos políticos. ¿Acaso el lector votó sobre internet? El sistema democrático todavía está esforzándose para comprender qué le ha golpeado, y apenas está capacitado para habérselas con los trastornos que se avecinan, como el auge de la IA y la revolución de la cadena de bloques.
Ya en la actualidad, los ordenadores han hecho que el sistema financiero sea tan complicado que pocos humanos pueden entenderlo. A medida que la IA mejore, puede que pronto alcancemos un punto en el que ningún humano logre comprender ya las finanzas. ¿Qué consecuencias tendrá para el proceso político? ¿Puede el lector imaginar un gobierno que espere sumiso a que un algoritmo apruebe sus presupuestos o su nueva reforma tributaria? Mientras tanto, redes de cadenas de bloques entre iguales y criptomonedas como el bitcóin pueden renovar por completo el sistema monetario, de modo que las reformas tributarias radicales sean inevitables. Por ejemplo, podría acabar siendo imposible o irrelevante gravar los dólares, porque la mayoría de las transacciones no implicarán un intercambio claro de moneda nacional, o de ninguna moneda en absoluto. Por tanto, quizá los gobiernos necesiten inventar impuestos totalmente nuevos, tal vez un impuesto sobre la información (que será, al mismo tiempo, el activo más importante en la economía y la única cosa que se intercambie en numerosas transacciones). ¿Conseguirá el sistema político lidiar con la crisis antes de quedarse sin dinero?
Más importante todavía es el hecho de que las revoluciones paralelas en la infotecnología y la biotecnología podrían reestructurar no solo las economías y las sociedades, sino también nuestros mismos cuerpo y mente. En el pasado, los humanos aprendimos a controlar el mundo exterior a nosotros, pero teníamos muy poco control sobre nuestro mundo interior. Sabíamos cómo construir una presa y detener la corriente de un río, pero no cómo conseguir que el cuerpo dejara de envejecer. Sabíamos diseñar un sistema de irrigación, pero no teníamos ni idea de cómo diseñar un cerebro. Si los mosquitos nos zumbaban en los oídos y perturbaban nuestro sueño, sabíamos cómo matarlos; pero si un pensamiento zumbaba en nuestra mente y nos mantenía despiertos de noche, la mayoría no sabíamos cómo acabar con él.
Las revoluciones en la biotecnología y la infotecnología nos proporcionarán el control de nuestro mundo interior y nos permitirán proyectar y producir vida. Aprenderemos a diseñar cerebros, a alargar la vida y a acabar con pensamientos a nuestra discreción. Nadie sabe cuáles serán las consecuencias. Los humanos siempre han sido mucho más duchos en inventar herramientas que en usarlas sabiamente. Es más fácil reconducir un río mediante la construcción de una presa que predecir las complejas consecuencias que ello tendrá para el sistema ecológico de la región. De modo parecido, será más fácil redirigir el flujo de nuestra mente que adivinar cómo repercutirá esto en nuestra psicología individual o en nuestros sistemas sociales.
En el pasado conseguimos el poder para manipular el mundo que nos rodeaba y remodelar el planeta entero, pero debido a que no comprendíamos la complejidad de la ecología global, los cambios que hicimos involuntariamente alteraron todo el sistema ecológico, y ahora nos enfrentamos a un colapso ecológico. En el siglo que viene, la biotecnología y la infotecnología nos proporcionarán el poder de manipular nuestro mundo interior y remodelarnos, pero debido a que no comprendemos la complejidad de nuestra propia mente, los cambios que hagamos podrían alterar nuestro sistema mental hasta tal extremo que también este podría descomponerse.
Las revoluciones en la biotecnología y la infotecnología las llevan a cabo los ingenieros, los emprendedores y los científicos, que apenas son conscientes de las implicaciones políticas de sus decisiones, y que ciertamente no representan a nadie. ¿Pueden los parlamentos y los partidos tomar las riendas? Por el momento, no lo parece. La disrupción tecnológica no constituye siquiera un punto importante en los programas políticos. Así, durante la campaña presidencial de 2016 en Estados Unidos, la principal referencia a la tecnología disruptiva fue la debacle de los correos electrónicos de Hillary Clinton, y a pesar de los discursos sobre la pérdida de empleos, ningún candidato abordó el impacto potencial de la automatización. Donald Trump advirtió a los votantes que mexicanos y chinos les quitarían el trabajo, y que por tanto tenían que erigir un muro en la frontera mexicana. Nunca advirtió a los votantes que los algoritmos les quitarán el trabajo, ni sugirió que se construyera un cortafuegos en la frontera con California.
Esta podría ser una de las razones (aunque no la única) por las que incluso los votantes de los feudos del Occidente liberal pierdan su fe en el relato liberal y en el proceso democrático. Las personas de a pie quizá no comprendan la inteligencia artificial ni la biotecnología, pero pueden percibir que el futuro no las tiene en cuenta. En 1938, las condiciones del ciudadano de a pie en la Unión Soviética, Alemania o Estados Unidos tal vez fueran muy difíciles, pero constantemente se le decía que era la cosa más importante del mundo, y que era el futuro (siempre que, desde luego, se tratara de una «persona normal» y no un judío o un africano). Miraba los carteles de la propaganda (que solían presentar a mineros del carbón, operarios de acerías y amas de casa en actitudes heroicas) y se veía a sí mismo en ellos: «¡Estoy en este cartel! ¡Soy el héroe del futuro!».
En 2018, el ciudadano de a pie se siente cada vez más irrelevante. En las charlas TED, en los comités de expertos del gobierno, en las conferencias sobre alta tecnología se difunden de forma entusiasta gran cantidad de conceptos misteriosos (globalización, cadenas de bloques, ingeniería genética, inteligencia artificial, machine learning o aprendizaje automático), y la gente de a pie puede sospechar con razón que ninguno tiene que ver con ella. El relato liberal era el de la gente de a pie. ¿Cómo puede seguir siendo relevante en un mundo de ciborgs y de algoritmos conectados en red?
En el siglo XX, las masas se rebelaron contra la explotación y trataron de convertir su papel vital en la economía en poder político. Ahora las masas temen la irrelevancia, y quieren usar frenéticamente el poder político que les resta antes de que sea demasiado tarde. El Brexit y el ascenso de Trump muestran así una trayectoria opuesta a la de las revoluciones socialistas tradicionales. Las revoluciones rusa, china y cubana las llevaron a cabo personas que eran vitales para la economía, pero que carecían de poder político; en 2016, Trump y el Brexit recibieron el apoyo de muchas personas que todavía gozaban de poder político pero que temían estar perdiendo su valor económico. Quizá en el siglo
XXI las revueltas populistas se organicen no contra una élite económica que explota a la gente, sino contra una élite económica que ya no la necesita.