CETR En la epistemología axiológica iniciada por Marià Corbí se afirma que los humanos tenemos un doble acceso a la realidad gracias al hecho de hablar, y que eso es lo que nos diferencia del resto de animales. Nuestra captación de la doble dimensión en la realidad tiene consecuencias: es lo que nos abre la posibilidad del arte, la filosofía, lo que se ha llamado espiritualidad y la acción desinteresada. El curso consta de 6 sesiones, una al mes de enero a junio, en él se trabajará, además de la nueva antropología introducida por la epistemología axiológica, y sus consecuencia como la doble dimensión de la realidad, la noción de que lo que tomamos por realidad es nuestra modelación pero que por necesidad la tomamos como descripción de cómo es la realidad; abordaremos los dos tipos de epistemología: la mítica y la no mítica, entre otros temas extraídos del libro de Marià Corbí Proyectos colectivos para sociedades dinámicas. Principios de Epistemología Axiológica de la Ed. Herder.
Somos parte de nuestro mundo
Selección del capítulo “Para terminar: nosotros”, del libro de Carlo Rovelli Siete breves lecciones de física (Anagrama, 2016. pgs. 77-93). Un bello libro en el que el científico invita a recorrer los últimos cien años de aportaciones de la física a la interpretación de la realidad; y desde ahí, desde el “contacto con el océano de cuanto no sabemos”, plantea la reflexión sobre el lugar de la humanidad en esa trama infinita.
[…] ¿Qué lugar ocupamos nosotros, seres humanos que perciben, deciden, ríen y lloran, en este gran fresco del mundo que ofrece la física contemporánea? Si el mundo es un pulular de efímeros cuantos de espacio y de materia, un inmenso juego de construcción de espacio y partículas elementales, ¿qué somos nosotros? ¿También estamos hechos sólo de cuantos y de partículas? Pero, entonces, ¿de dónde viene esa sensación de existir de manera singular y en primera persona que experimenta cada uno de nosotros? Entonces, ¿qué son nuestros valores, nuestros sueños, nuestras emociones, nuestro propio saber? ¿Qué somos nosotros en este mundo inmenso y rutilante?
[…] “Nosotros”, seres humanos, somos ante todo el sujeto que observa este mundo, los autores, colectivamente, de esta fotografía de la realidad que aquí he intentado componer. Somos nodos de una red de intercambios, de la que este libro es una pieza, en la que nos pasamos unos a otros imágenes, instrumentos, información y conocimiento. Pero también somos parte integrante del mundo que vemos; no somos observadores externos: estamos situados en él. Nuestra perspectiva de él es interna. Estamos hechos de los mismos átomos y de las mismas señales de luz que se intercambian los pinos en las montañas y las estrellas en las galaxias. […] En el inmenso mar de galaxias y estrellas, somos un apartado rincón infinitesimal; entre los arabescos infinitos de formas que componen lo real, nosotros no somos más que un garabato entre muchos.
Las imágenes que nos construimos del universo viven en nuestro interior, en el espacio de nuestros pensamientos. Entre esas imágenes –entre lo que logramos reconstruir i comprender con nuestros limitados medios– y la realidad de la que formamos parte, existen innumerables filtros: nuestra ignorancia, la limitación de nuestros sentidos y nuestra inteligencia, o las condiciones mismas que nuestra naturaleza de sujetos, y sujetos concretos, impone a la experiencia. […] No sólo aprendemos, sino que también aprendemos a cambiar gradualmente nuestra estructura conceptual y a adaptarla a lo que aprendemos. Y lo que aprendemos a conocer, aunque lentamente y a tientas, es el mundo real del que formamos parte. Las imágenes que nos construimos del universo viven en nuestro interior, en el espacio de nuestros pensamientos […] Seguimos huellas para describir mejor este mundo. […]
Nuestro saber refleja, pues, el mundo. Lo hace más o menos bien, pero representa el mundo que habitamos.
Esta comunicación entre nosotros y el mundo no es algo que nos diferencie del resto de la naturaleza. Las cosas del mundo interactúan de continuo unas con otras, y, al hacerlo, el estado de cada una de ellas lleva la huella del estado de aquellas otras con las que ha interactuado: en este sentido, están constantemente intercambiando información unas con otras.
[…] No, no hay nada en nosotros que escape a las regularidades de la naturaleza. Si algo en nosotros violara dichas regularidades, lo habríamos descubierto hace tiempo. No hay nada en nosotros que viole el comportamiento natural de las cosas. Toda la ciencia moderna, de la física a la química, de la biología a las neurociencias, no hace sino reforzar esta observación.
[…] Cuando decimos que somos libres, y es cierto que podemos serlo, eso significa que nuestros comportamientos vienen determinados por lo que sucede en nuestro propio interior, en el cerebro, y no se ven constreñidos por el exterior. Ser libres no significa que nuestros comportamientos no estén determinados por las leyes de la naturaleza: significa que están determinados por las leyes de la naturaleza que actúan en nuestro cerebro. […] ¿Significa eso que, cuando decido, soy “yo” quien decide? Sí, por supuesto, porque sería absurdo preguntarse si “yo” puedo hacer algo distinto de lo que decide hacer el conjunto de mis neuronas: como comprendió con una lucidez maravillosa el filósofo holandés Baruch Spinoza en el siglo XVII, ambos son lo mismo. No hay un “yo” y “las neuronas de mi cerebro”: se trata de una misma cosa. Un individuo es un proceso, complejo, pero estrechamente integrado.
Cuando decimos que el comportamiento humano es imprevisible, decimos la verdad, porque es demasiado complejo para poderlo prever, sobre todo por nosotros mismos. […] Somos una fuente de asombro para nosotros mismos. Tenemos cien mil millones de neuronas en el cerebro, tantas como estrellas en una galaxia, y un número aún más astronómico de uniones y combinaciones en las que éstas pueden encontrarse. De todo eso no somos conscientes. “Nosotros” somos el proceso formado por esa complejidad, no ese poco del que somos conscientes. […]
Cuando tenemos la sensación de que “soy yo” quien decide, nada puede ser más correcto: ¿quién, si no? Yo, como quería Spinoza, soy mi cuerpo y cuanto sucede en mi cerebro y en mi corazón, con su inmensa y para mí mismo inextricable complejidad. (…) El mundo es complejo y nosotros lo captamos con distintos lenguajes, apropiados para los diferentes procesos que lo componen. Cada proceso complejo se puede afrontar y comprender con lenguajes diferentes a niveles diferentes. Los diversos lenguajes se entrecruzan, entrelazan y se enriquecen mutuamente, como los propios procesos. […]
Nuestros valores morales, las emociones, los amores, no son menos verdaderos por el hecho de formar parte de la naturaleza, de ser compartidos con el mundo animal o por haberse desarrollado y venir determinados por los millones de años de evolución de nuestra especie. Antes bien, son por ello mismo, más verdaderos: son reales. Son la compleja realidad de la que estamos hechos. Nuestra realidad es el llanto y la risa, la gratitud y el altruismo, la fidelidad y las traiciones, el pasado que nos acosa y la serenidad. La realidad que vivimos está constituida por las sociedades, por la emoción de la música, por las ricas redes entrelazadas de nuestro saber común que hemos construido juntos. Todo ello forma parte de esa misma naturaleza que describimos. Somos parte integrante de la naturaleza, somos naturaleza, en una de sus innumerables y variadísimas expresiones. Eso es lo que nos enseña nuestro creciente conocimiento de las cosas del mundo.
Lo específicamente humano no nos separa de la naturaleza, es nuestra naturaleza. Es una forma que ha adoptado la naturaleza aquí en nuestro planeta, en el juego infinito de sus combinaciones, de su mutuo influenciarse e intercambiarse correlaciones e información entre sus partes. Quién sabe cuántas y qué otras complejidades extraordinarias, en formas quizás absolutamente imposibles de imaginar por nosotros, existen en la inmensidad del cosmos … Habiendo tanto espacio allá arriba, resulta pueril pensar que en este rincón periférico de una galaxia de las más banales hay algo especial. La vida en la Tierra no es más que una muestra de lo que puede suceder en el universo. Y nuestra alma no es más que otra.
[…] Probablemente seamos la única especie de la Tierra consciente de la inevitabilidad de la propia muerte individual: me temo que pronto también tendremos que convertirnos en la especie que verá llegar conscientemente su propio final o, cuando menos, el fin de su propia civilización.
Según afrontemos, más o menos bien, nuestra muerte individual, así afrontaremos la caída de nuestra civilización. No es muy distinto. Y no será la primera civilización en desplomarse: los mayas y Creta pertenecen ya al pasado. Nacemos y morimos como nacen y mueren las estrellas, tanto individual como colectivamente. Esa es nuestra realidad. Para nosotros, precisamente por su naturaleza efímera, la vida es preciosa. Porque, como escribe Lucrecio, «Nuestra hambre de vida es voraz; nuestra sed de vida, insaciable» (De rerum natura, III, 1084).
Pero inmersos en esta naturaleza que nos ha hecho y que nos lleva, no somos seres sin hogar, suspendidos entre dos mundos, sólo parcialmente parte de la naturaleza y con nostalgia de algo más. No; estamos en casa.
La naturaleza es nuestro hogar y en la naturaleza estamos en casa. Este mundo extraño, variopinto y asombroso que exploramos, donde el espacio se desgrana, el tiempo no existe y las cosas no pueden estar en ningún sitio, no es algo que nos aleje de nosotros: sólo es lo que nuestra curiosidad natural nos enseña de nuestro hogar. De la trama de la que estamos hechos nosotros mismos. Estamos hechos del mismo polvo de estrellas del qué están hechas las cosas y, sea cuando nos hallamos inmersos en el dolor, o cuando reímos y resplandece la alegría, no hacemos sino ser lo que no podemos dejar de ser: una parte de nuestro mundo.
[…] Aquí, en en el límite de lo que sabemos, en contacto con el océano de cuanto no sabemos, brillan el misterio del mundo, la belleza del mundo, y nos dejan sin aliento.
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Carlo Rovelli Siete breves lecciones de física (Anagrama, 2016. pgs. 77-93)