Etty Hillesum Aceptación puede sonar a pasividad, puede confundirse con la aprobación indiferente, con la resignación. El testimonio de Etty Hillesum, escribiendo desde los campos de concentración, es un ejemplo esclarecedor del sentido de una aceptación plena que es implicación y acción, pero desde la comprensión, desde una acogida radical de la realidad, se muestre como se muestre.
Sociedad laica y trascendencia -por Salvador Paniker-
Salvador Paniker
La tesis de este artículo es sencilla: en la actualidad, donde mejor puede prosperar el sentido de la trascendencia es en una sociedad plenamente secularizada. La idea es que si se alcanza realmente la libertad secular civilizada, surge espontáneamente la sacralidad del origen, que es también la trascendencia, lo «místico». Y atención, ya sé que hay personas -y de las intelectualmente más respetables- que en cuanto escuchan palabras como trascendencia y mística echan a correr. Pero ello se debe, ante todo, a un malentendido. Ha habido demasiada cantidad de charlatanes en este territorio. Digamos aquí que cuando hablo de trascendencia, para que nos hagamos una primera idea, me refiero, por ejemplo, a lo que uno siente escuchando una sonata de Bach, o perdiéndose en una noche de luna llena. Y cuando hablo de mística lo hago, ante todo, con un alcance experimental a la vez transpersonal y cotidiano. Para mí, la mística arranca de la capacidad de vivir aquí y ahora, de trascender el tiempo, de volcarse en algo que a uno le importe más que sí mismo, de sentir el mundo como la prolongación del propio cuerpo, y, en el límite, de vislumbrar la no-dualidad originaria previa a cualquier concepto.
Pues bien, digo que una sociedad secularizada y laica, es ya la única en la que puede brotar íntimamente, sin estorbos, la trascendencia. Porque de entrada se desaloja cualquier institucionalización oficial de «lo sagrado», y así se suprimen interferencias y quedan, por ejemplo, neutralizadas las voces que degradan el misterio en dogmas pueriles. El caso es que una sociedad laica es una sociedad presidida por la libertad de conciencia. Una sociedad laica y secularizada es pluralista -secularización y pluralismo son casi sinónimos- y en ella cada cual puede adoptar la concepción del mundo que mejor se le acomode. El gran adelanto de una sociedad laica y democrática es que es capaz de mantener la cohesión social sin necesidad de restringir la libertad de conciencia. La vertebración moral de la sociedad ya no corre a cargo de ninguna iglesia. Más todavía: la sociedad laica es post-filosófica en el sentido de que ni siquiera tiene necesidad de una teoría universal de la verdad. (El neopragmatismo de un Rorty es aquí más representativo del espíritu de nuestro tiempo que el neouniversalismo de un Habermas). Dentro de este ámbito de libertad interior, la apertura a lo trascendente brota, como digo, espontáneamente, hija de la misma hondura de lo real, sin necesidad de comulgar con ruedas de molino.
Y adviértase que esta apertura espontánea a lo trascendente la encontramos ya insinuada en las mismas religiones institucionales. Así, todas ellas admiten la llegada de un momento en que el ego llega a su límite y se trasciende espontáneamente. Los cristianos hablan de gracia, los sufíes de fana, los hindúes de prajña, los budistas de bodhi. Los chinos nombran a la naturaleza con la palabra ch’i lan, que significa aquello que sucede por sí mismo, y no por mandato o control de una entidad exterior. Los taoístas enseñan que el bien sólo se propaga espontáneamente -en chino: tzu-jan.
En todo caso, está en el aire un modo libertario de vivir la trascendencia. En Occidente, por ejemplo, ya se sabe que asistimos a una profunda revisión del fenómeno religioso, con la correspondiente crisis del cristianismo institucional. Así, sucede que los «cristianos sin Iglesia» -por retomar una vieja expresión de Kolakowski- han dejado de constituir un fenómeno marginal para convertirse en el caso común. Surge un cristianismo desinstitucionalizado, fluctuante. Los ritos de paso, como el bautismo o el matrimonio religioso, retroceden. Crece, en cambio, la conciencia del carácter polisémico de los significantes religiosos, ante todo el de Dios. El cristianismo deja de ser un sistema globalizante unificado para convertirse en unconjunto de piezas sueltas que cada cual aglutina a su manera. Es el auge de la «religión a la carta». Es el rechazo del concepto de ortodoxia en beneficio del principio de soberanía individual. La consecuencia, en nuestras latitudes, es que la mayoría de los antiguos creyentes tienen, hoy, unas convicciones religiosas muy confusas, a menudo eclécticas, y que, la gente, más que en Dios o en la Iglesia, cree en algo difuso. A un célebre director de cine americano le preguntaron recientemente: «¿Usted cree en Dios?»… y el hombre respondió, haciendo un gesto vago: «Hombre, yo creo que hay algo por ahí…».
En todo lo cual también influye la crisis de la teología tradicional en el contexto de la nueva visión científica del mundo. Científicamente, el «dios tapagujeros» (Bonhoeffer) no hace ninguna falta. Dicen que el Papa Pío XII estaba entusiasmado con la teoría del Big Bang, porque así resultaba que alguien tenía que haber puesto en marcha el universo. Aquel Papa era muy superficial, aunque muy elegante. Su interpretación del Big Bang era una aplicación pre-crítica del viejo y desgastado principio de causalidad. La Relatividad y la Física Cuántica nos pueden ser aquí de utilidad. Porque la idea de causalidad pertenece al espacio-tiempo. Y no tiene sentido aplicar la noción de causalidad a un suceso que es previo a la aparición del espacio-tiempo. Recordaré una frase de Paul Davies, glosando las ideas de Stephen Hawking: «Siendo el universo internamente consistente y autocontenido, su existencia no requiere nada exterior a él, no precisa ser puesto en marcha por nadie».
¿Conduce todo esto al ateísmo? A mi juicio, conduce, más bien, a un cierto agnosticismo místico. Veamos. Hay algo de demasiado fácil en el ateísmo. Ciertamente, el mundo está enteramente abandonado a las fuerzas naturales, y un sentido ingenuo de lo sobrenatural es incoherente. Por esto resulta relativamente sencillo ser ateo. Lo que ocurre es que los argumentos del ateísmo resultan, al final, tan inútiles como los de quienes pretenden demostrar la existencia de Dios. En contra de la opinión de Richard Dawkins, no creo que la Ciencia tenga nada que decir al respecto. Dawkins piensa que la evolución revela un «universo sin diseño», un universo con una «despiadada indiferencia» en relación a los seres vivos. Y sin duda tiene razón. Pero ¿qué tiene ello que ver con la cuestión de la trascendencia? Quiero decir que Ciencia y Mística discurren en planos diferentes. Ya en su día David Hume había criticado el argumento científico del «diseño» biológico como prueba de la existencia de Dios. Pero hubo que esperar a El origen de las especies de Darwin para rematar intelectualmente esa crítica. Más adelante, el argumento del diseño ha reaparecido, en un contexto cosmológico, con el llamado Principio Antrópico. Pero también esta postura ha sido desmontada. (Bertrand Russell comentó sarcásticamente que para un Ser Omnipotente, disponiendo de miles de millones de años para experimentar, el haber conseguido crear finalmente un producto como el animal humano no es un resultado muy brillante). Insisto pues: cualquier intento de introducir a la divinidad desde la Ciencia está condenado al fracaso. Ahora bien, por la misma razón, cualquier intento de negar a la divinidad desde la Ciencia también es inútil. Ateísmo y teísmo remiten a un mismo tipo de racionalismo chato. Carecen de sensibilidad metafísica, la que hacía decir a Chuang-tzu que «al Tao no se lo puede expresar ni con palabras ni con silencio».
Pienso, pues, que se avecinan unos tiempos en que la indispensable laicidad de la sociedad va a servir, entre otras cosas, como marco para una nueva creatividad numinosa que conduzca a una renovada vivencia de lo trascendente. Se descubrirá que el relativismo es resacralizador -despeja el inmenso hueco de la trascendencia-, y que no hace falta ninguna autoridad religiosa para preservar ese ámbito trascendente. Liberado el espacio de dogmas absolutos, queda franco el camino. Conduciendo las opciones hasta el límite, surge la paradoja de que Ciudad Secular y Ciudad Sagrada son el haz y el envés de una misma realidad. Quiere decirse que si la modernidad nos convirtió a todos en eunucos místicos, hoy, desde «la noche oscura» del relativismo postmoderno, podríamos estar recuperando la potencia perdida.
Peter Berger ha escrito que «si algo caracteriza a la modernidad, es la pérdida del sentido de la trascendencia». Pues bien, aquí sostengo que la postmodernidad, precisamente desde la catarsis de su lúcido nihilismo, vuelve a abrirse a la trascendencia. Sostengo que, más allá de la pandemia de trivialidad que nos invade, el sentido de la trascendencia, lo mismo que el arte, no ha muerto, toda vez que se inscribe ya en nuestros genes. Sostengo que da un poco igual declararse ateo o creyente, que lo que cuenta es una buena paideia laica y, con ella, la recuperación de la potencia mística, el sentido de lo real. Consigamos que la sociedad genere ciudadanos responsables y solidarios, y ellos mismos descubrirán la trascendencia. O, mejor dicho, la trascendencia descenderá sobre ellos. De ahí que se me antojen inútiles las condenas al relativismo y a la religiosidad anárquica: precisamente la sociedad secularizada es la que mejor puede hacer brotar una trascendencia íntima, espontánea, experimental. Donde cada cual sea el dueño de su castillo y el autor de su propia música