Etty Hillesum Aceptación puede sonar a pasividad, puede confundirse con la aprobación indiferente, con la resignación. El testimonio de Etty Hillesum, escribiendo desde los campos de concentración, es un ejemplo esclarecedor del sentido de una aceptación plena que es implicación y acción, pero desde la comprensión, desde una acogida radical de la realidad, se muestre como se muestre.
Sobre el conocimiento silencioso [ primera parte ]
Contenido:
1. El conocimiento silencioso, una explicación laica.
2. La naturaleza del conocimiento silencioso.
3. La guía hacia el conocimiento es el discernimiento interior.
4. El papel de las escrituras en el conocimiento.
5. El papel de la doctrina en el conocimiento.
6. La función del maestro en el conocimiento.
7. La enseñanza de los maestros.
8. La función de la experiencia en el camino del conocimiento.
9. La función de la religión en el camino del conocimiento.
10. La moralidad como camino al conocimiento.
11. La plegaria.
12. Epílogo
1. EL CONOCIMIENTO SILENCIOSO, UNA EXPLICACIÓN LAICA.
Hay dos grandes modos de conocimiento, para nosotros los humanos: uno que consiste en hacernos un dibujo, un diseño, una representación de la estructura de las cosas que tenemos delante, y otro que consiste en reconocer las cosas mismas.
El conocimiento-representación es un conocimiento que se distancia de la realidad, la conoce re-presentándola, dibujándola desde la distancia y la contraposición. Nos contraponemos a lo que conocemos, lo objetivamos; es decir, lo lanzamos ahí fuera, delante nuestro, -eso es lo que dice el término «ob-iectum»-, y una vez lanzado ahí fuera, para poderlo mirar con distancia, lo delineamos, lo representamos para mejor estudiar y orientar nuestra acción con respecto a ello. Y la representación que hacemos del objeto es, evidentemente, desde la perspectiva del sujeto que se le pone enfrente y desde sus intereses de acción.
En Occidente no hemos considerado y trabajado más que este tipo de conocimiento. Ese exclusivismo de nuestra perspectiva la hemos cultivado con intensidad. El gran desarrollo de este tipo de conocimiento-representación, que es un conocimiento de manipulación y, por tanto, conocimiento-poder, ha llegado a transformar profundamente nuestro sistema de vida sobre la tierra; la de nuestra cultura occidental y la de la cultura de todos los pueblos y está afectando, también, a todo el sistema vivo de nuestro planeta.
Hay otra posible modalidad de conocimiento, poco o nada desarrollado en Occidente, y del que hablan todas las tradiciones religiosas: un conocimiento que no es re-presentación ni com-prensión, sino reconocimiento. Dicen los maestros religiosos que ese conocimiento es un reconocimiento, una testificación gratuita de la presencia misma de las realidades.
En ese tipo de funcionamiento de nuestras facultades cognoscitivas, no hacemos una representación, un dibujo de las realidades que tenemos delante; y no lo hacemos porque rompemos la distancia que nos separa de ellas. Las reconocemos aproximándonos a ellas, no distanciándonos. Reconocerlas así es testificar su verdad que es la realidad compacta de su existencia.
Cuando reconocemos la belleza de una realidad no hacemos un diseño de la estructura de esa belleza, sólo la reconocemos y la atestiguamos. Cuando nos relacionamos inmediatamente con una persona, no hacemos una representación de ella. Simplemente la tratamos, la reconocemos y la testificamos como persona con nuestra conducta.
Este conocimiento-reconocimiento y testificación es el conocimiento silencioso del que hablan los maestros religiosos. Es, según dicen ellos, un conocer que se salta la representación. Se la salta porque quiebra la distancia porque abandona la voluntad de comprender para controlar. A ese conocer silencioso, no le interesa la utilidad que las cosas puedan tener; le interesa la existencia misma de las cosas, su presencia misma. El conocimiento silencioso no diseña, sólo re-conoce el ser de lo que tiene delante, lo re-conoce y lo testifica. Y eso es todo.
Ese conocer-testificación unifica todas las facultades. Para llegar a ese conocimiento-testificación, uno tiene que haberse aproximado totalmente a las cosas; para ello tiene que haber reunido, como en un manojo, todas sus capacidades de lucidez, de percepción, de atención e interés y dirigirlas a las cosas para tocar y acariciar con ellas la realidad de su presencia.
Este conocimiento sin distancia, sin mediación, engendra comunión y unidad con lo que se conoce. Es un conocer que es interés total por la cosa misma; es conocer y amor, en una pieza.
Dicen los maestros que tenemos que acercarnos a las cosas gratuitamente, sin buscar nada en ellas, pero a la vez, con total interés y pasión.
Cuando uno quiere acceder a ese tipo de conocimiento que no es una representación, tiene que aprender a interesarse incondicionalmente por la realidad de la presencia de lo que le rodea, para reconocer y testificar, sin más. Sólo reconocer totalmente, sólo testificar la verdad de la existencia de este nuestro mundo, de esta nuestra hermosa tierra, de todos los seres y todos los vivientes que nos rodean, de la existencia de todos y de cada uno.
Dicen los maestros religiosos -y esa es una magnífica enseñanza, con un gran regusto de verdad- que ese es nuestro destino: reconocer y testificar, sin más. Ese es nuestro gozo, nuestra certeza -certeza que no es fruto de una representación-, y nuestra vida. Si no se hace eso, no se ha hecho nada, aunque se domine la tierra entera.
Hay que volcarse totalmente sobre lo que se quiere conocer. Sólo si uno lo hace totalmente, lo hace silenciosamente. Si uno no se vuelca ahí fuera silenciosamente es que no lo hace totalmente porque pretende conseguir algo del conocimiento de las cosas de nuestro mundo, aunque no sea más que sentido de la vida, mitigación del tedio y del temor a la muerte.
Y dicen los maestros religiosos, los maestros del silencio, que quien quiera buscar en el conocimiento silencioso y, por tanto, también en la religión, el sentido de la vida o cualquier otra cosa que no sea la testificación desinteresada, se extravía.
Cuando las religiones insisten en proporcionar a sus fieles un sistema de comportamiento, una interpretación de la realidad, un sentido de la vida o, incluso, una promesa para más allá de la muerte, desvían del conocimiento silencioso.
Dicen las tradiciones religiosas que cuando se consigue el conocimiento que no es representación sino testificación desinteresada de las realidades de este nuestro mundo y esta nuestra tierra, esas realidades nos testifican a nosotros. Dicen que, entonces, cada una de las realidades que nos rodean se hace como una mente, como un espíritu, como una faz que nos reconoce y nos testifica; y su testimonio pacifica nuestro ser, hace completo nuestro gozo y aleja, del todo, el temor. Y se consigue todo eso, no por lo que nos dicen las cosas, ni porque nos expliquen nuestro destino o nos digan cómo tenemos que pensar y actuar o cual es nuestro futuro, sino sólo por su testimonio silencioso, mudo y sin forma.
Cuando nuestra actitud respecto de todas las cosas que nos rodean es un «sí incondicional», la actitud de todo lo que existe es, también, con respecto a nosotros, un claro y explícito «sí incondicional». Ese «sí» mutuo es la unidad, el gozo, la paz, el conocimiento, la certeza, el fin del miedo y la vida eterna. Así hablan los maestros.
El peculiar tipo de conocimiento que llamamos «reconocer» pasa intensamente por la percepción y el sentir, porque es un conocer concreto. Sólo en concreto se reconoce una presencia. Si el conocimiento de eso concreto no pasara y se asentara en la fuerza de la percepción y del sentir, no sería concreto. El conocimiento abstracto conoce conceptos. Un concepto no es eso que hay ahí sino un diseño de eso que hay ahí. Lo que representa a una cosa es un diseño de ella, una simplificación de su enorme complejidad, construida no tanto para acogerla y reconocerla cuanto para estar orientado con respeto a ella y manejarla cuando sea necesario. Lo que representa a una cosa no es la cosa, si no, no la representaría.
El conocimiento religioso se sitúa en el ámbito del conocimiento que reconoce, no en el ámbito del conocimiento que diseña y conceptualiza para manejar. De ahí se concluye que el conocimiento religioso se apoya en la percepción y en el sentir. Las creencias son conceptualizaciones o simbolizaciones de lo que «ahí viene»; son, por tanto, diseños. Pero son diseños también construidos para orientar nuestra aproximación completa a lo que nos rodea, a fin de poder percibirlo, sensarlo y reconocerlo. Las conceptualizaciones religiosas, las creencias y los símbolos son como las conceptualizaciones o expresiones estéticas, orientan para aproximarse a ver y a sentir. Sólo eso.
Esta es la razón por la que los hechos religiosos pasan, se apoyan y se enraízan en lo concreto, en el sentir y en el cuerpo. Lo que se queda en la mente, se queda en el concepto, en el conocer de diseños, en lo que delinea y representa las cosas, pero que no son las cosas. Quien se queda en las creencias o insiste en ellas se mantiene separado de la realidad sagrada. Quien se mantiene separado no puede reconocer su presencia porque se contenta con creer.
El conocimiento religioso, (puesto que no es un conocimiento que versa sobre diseños y tampoco versa sobre creencias), tiene que vérselas con algo que se hace presente por sí mismo. Sólo lo que nuestros sentidos perciben y lo que nuestra sensibilidad testifica es concreto. Ahí, y sólo ahí, tiene que presentarse lo religioso, fuere lo que fuere. Si no se presenta ahí, no lo podremos reconocer ni acoger o testificar su presencia.
Sea lo que sea lo que llamamos religioso es algo que ahí, en todo lo que nos rodea, viene y puede ser reconocido.
No hay alternativa: si queremos tener acceso a lo religioso, hay que aprender a usar y cultivar un sentir completo de nosotros mismos y de todo lo que nos rodea, y dejar atrás tanto los conceptos como las creencias.
Este es el conocimiento que pueden ofrecer las tradiciones religiosas a nuestra cultura científica e industrial.
Es urgente terminar con el monopolio del conocimiento-representación. Una cultura de continua transformación del conocimiento-representación; una cultura que con sus estrategias cognoscitivas ha llegado a controlar, o por lo menos, a alterar los procesos de nuestro planeta; una cultura que ha hecho de la especie humana la gestora de los destinos de todos los seres vivientes y del planeta entero, requiere, con urgencia, cultivar el conocimiento que engendra el interés por todo y la testificación gratuita de todo lo que existe.
Lo que necesita, pues, con urgencia nuestra sociedad es el conocimiento silencioso.
Si las tradiciones religiosas se empeñan en suministrar creencias, sistemas de comportamiento o, incluso, sentido de la vida, no sirven para nada. No sirven para nada porque colaboran al mantenimiento de la exclusividad del conocimiento-representación y plantean la pelea en si esta representación o si esta otra.
Lo verdaderamente urgente es romper el monopolio del conocimiento-representación y proporcionar maneras, asequibles para todos, de acceso al conocimiento silencioso.
Las tradiciones religiosas son las maestras de ese conocimiento, las que conservan la venerable tradición y las enseñanzas de los maestros. Si la sal se vuelve insípida, ¿quién la salará?
2. LA NATURALEZA DEL CONOCIMIENTO SILENCIOSO
Dice Valmiki que «aquellos que tienen sed de conocimiento y buscan la Verdad, esos son llamados, con toda razón, seres humanos; todos los demás, no son más que brutos» [1].
Valmiki se está refiriendo al conocimiento silencioso. Esta afirmación del sabio es una dura advertencia para nosotros, los hombres de la cultura industrial que desconocemos, casi por completo, la existencia misma de ese tipo de conocimiento. Paradójicamente, los hombres de la sociedad de conocimiento, los que tendemos a vivir de la continua producción de conocimiento científico y tecnológico, ignoramos el conocimiento silencioso; no entra en nuestra cuenta, no lo catalogamos como conocimiento.
Si se piensa con un poco de detenimiento, nadie dejará de darle la razón a Valmiki: nuestro conocimiento científico y técnico no nos salva de no ser más que brutos, brutos con un terrible aparato científico y técnico, pero brutos; por tanto, si queremos ser verdaderamente humanos hemos de admitir y buscar el otro tipo de conocimiento, el conocimiento silencioso. Hemos de buscar la Verdad. Y no bastan las verdades de las formulaciones de la ciencia; requerimos buscar la Verdad que aparece en el silencio, la que es una presencia.
Es, pues, preciso aprender el conocimiento desinteresado que se limita a ser testigo ecuánime, espectador desvinculado e impasible, sin morada, pero benévolo.
El conocer como puro testigo es un conocer sin retorno. Conocer como testigo es salir fuera sin retornar a casa; es reconocer. Es mirar sin nadie que mire porque quien mira, viendo se olvidó de sí; es una lucidez que lo es hasta tal extremo que pierde la morada.
Quien conoce así ¿cómo podría ofenderse? Ya no hay nadie para ofenderse. Puesto que no hay nadie que pueda ofenderse, ya no hay residuo ninguno de resentimiento. Todo es lucidez conmovida, tan conmovida que ya no tiene retorno.
Y puesto que no hay retorno, no hay morada y puesto que ya no hay morada, ya no hay más dualidad, sólo una presencia lúcida de sí misma.
Ese es el reino de los cielos: la conmoción que enciende la luz. Cuando ya se es fuego y luz, queda calcinada la casa y el que la habitaba y ya no queda nadie en ninguna parte, sólo lucidez vibrante.
Este es el conocimiento que descerraja el egoísmo. Sólo ese conocimiento hace explotar la burbuja que enclaustra. Sólo ese conocimiento para la rueda que gira en torno de la necesidad. La mente y la carne se abren, salen del capullo en que estaban presas para no volver más sobre sí mismas. Ese conocimiento vacía al yo porque disuelve su núcleo. La experiencia, repetida, del conocimiento silencioso, del conocimiento que sólo reconoce y testifica, va disolviendo la consistencia del yo.
El conocimiento silencioso, el religioso, no se opone a la duda. Sólo la creencia se contrapone a la duda. El conocimiento silencioso acepta la duda, no la reprime; la acepta para poderla disolver con el peso de la certeza. Toda duda debe aflorar, debe hacerse presente al espíritu y a la carne para que el conocimiento, el más potente de los ácidos, la disuelva. Sólo la duda que es diluida por el conocimiento desaparece; la que no disuelve el conocimiento sino que la reprime la creencia, permanece dividiendo en dos el espíritu y la carne.
La duda más peligrosa que el conocimiento silencioso debe diluir no es la duda de una interpretación, de una formulación, sino la duda con respecto a la verdad que hemos caracterizado como una presencia.
Con frecuencia, en el proceso del conocimiento religioso, la mente se adelanta y se rinde a la certeza; el hombre llega a tocar con la punta más afilada y estirada de su espíritu la presencia que quebranta toda duda. Pero la certeza conseguida en esa punta, en ese estiramiento, no basta para disolver la duda de la carne, no basta para que las entrañas se cercioren. Quien pacifica y certifica, quien convence definitivamente al hombre no es la punta alargada de su espíritu; quien convence y disuelve la duda es la carne. Sólo cuando la carne conoce y se conmociona hay certeza plena y eficaz. Hay que esforzarse para arrastrar a la carne hasta donde el espíritu, estirándose, llega. Hay que buscar estrategias para que la carne se entere.
La carne necesita tiempo para reconocer y hacer llegar la luz hasta sus más profundos repliegues. Hay que darle tiempo para que se empape. Empapar de conocimiento a la carne es sutilizarla. Sutilizar a la carne es educar sus sensores. Educar la sensibilidad es hacerle aprender a reconocer la realidad sutil.
Esta es la verdadera dificultad del proceso religioso: sutilizar a la carne; hacerla cognoscitiva como el espíritu; hacer que se conmueva como testigo impasible.
Hay que entender con claridad esto: no hay silencio verdadero, no hay conocimiento silencioso, no hay reconocimiento de la presencia que ahí viene hasta que nuestra sensibilidad no consigue todo eso. No es nuestro espíritu y nuestra mente la que tiene que alcanzar la categoría de testigo imparcial y conmovido, es nuestra carne la que debe alcanzar esa condición. El conocer y el saber del que hablan los maestros religiosos es conocer y saber con el cuerpo. Es un conocer que es sentir. Así es que el conocimiento tiene que ser a la vez sentir, sentimiento. Y en el ámbito de las experiencias religiosas sólo es válido el sentimiento que es luz, conocer.
Los sentimientos que son «mis» sentimientos, son un obstáculo al conocimiento silencioso. Mis sentimientos dan consistencia al yo y refuerzan, mucho más que las ideas, el egoísmo.
El silenciamiento de los sentimientos no es convertir a nuestro cuerpo en una piedra incapaz de conmoverse y vibrar. El silenciamiento de los sentimientos es hacerlos progresivamente impersonales. Hay que hacer de nuestra carne un sensor fino y continuamente vibrante, pero impersonal. Hay que aprender a sentir con tal intensidad que ya no sea posible volver a casa.
La gente suele tener una dificultad al emprender el camino religioso: teme que adentrarse por ese sendero sea entrar en el mundo de la insensibilidad. Es un gran error. Mientras los sentimientos sean mis sentimientos, es que no han sido los suficientemente fuertes, y así me han permitido volver a casa. Quien tiene sentimientos, quien busca sentimientos, mantiene su capacidad de conmoverse refrenada y con sordina. Sólo quien ya no tiene sentimientos siente con plenitud. Quien siente plenamente ya no vuelve a casa, porque su sentimiento no le deja volver, ya no tiene sentimientos, porque como no ha podido volver a casa, ya no hay nadie que pueda tener nada; ya es sólo una vibración impersonal y cognoscitiva, es sólo una conmoción sin morada, sin vuelta a casa.
En esto también ocurre como en el arte: cuando uno siente profundamente la música, al oírla no vuelve a casa, su sentir es tan profundo que se olvida de su yo y, así, su sentir es tan radical que es impersonal. Sólo quien no siente con la totalidad de su ser la música, puede, cuando la oye, volver a casa y ocuparse y entretenerse con sus sentimientos.
Cuando el conocimiento silencioso tiene lugar en la punta del espíritu, la certeza es tenue y puede convivir con la duda, con la inquietud y con la falta de paz, es decir, con la falta de convencimiento de la carne. Sólo cuando el conocimiento llega a la carne la certeza se hace como un bloque, una masa inconmovible. No se puede saber lo que es esa certeza hasta que hayamos hecho llegar el conocimiento al último rincón de nuestra carne.
Nadie puede impartir el conocimiento silencioso,- el conocimiento religioso-, desde fuera. La certeza que dice nacer de la sumisión al prestigio o a la autoridad, aunque sea la autoridad de Dios, no es una certeza, es sólo aferramiento a una creencia que reprime la duda. La certeza sólo brota desde dentro, desde el conocimiento y desde la conmoción de la carne que disuelve toda duda.
Cuando el conocimiento de la punta del espíritu llega a la carne, cuando la carne se ha sutilizado hasta conocer como espíritu, hasta hacerse espíritu y vida, entonces lo que se conoce es nada, porque en todo eso que nos rodea no podemos señalar nada que engendre esa certeza. Todo tiene un convincente sabor de verdad, pero nada de todo esto es la verdad. La verdad que engendra la certeza es un sólo sabor en los miles de sabores.
La certeza inconmovible de «nada» es quizás la mejor orientación para aprender a reconocer lo que es el conocimiento silencioso, el sentir silencioso e impersonal, la certeza masiva que se filtra hasta la carne.
Desde aquí puede comprenderse que el conocimiento es libertad. Desde la certeza inconmovible de «nada», (porque no es certeza de nada en concreto), es de la única manera que se es libre de todo.
El conocimiento silencioso no es sumisión a ninguna verdad, ni siquiera a una que baje del cielo; ni es sumisión a una autoridad, ni siquiera a la de Dios. Ninguna verdad somete, ni ninguna cosa, ni ningún dios, porque la certeza es certeza de «nada». Es certeza de «nada» porque todo me certifica y en todo me muevo en lo cierto; así nada me somete. El sabor fuerte de la verdad no es el sabor de algo, es el sabor profundo de todo; así, para gustarlo no me he de someter a nada, porque nada tiene la exclusividad de ese sabor.
El conocimiento libre que libera de todo no es el conocimiento de mi razón, ni siquiera de mi mente. El conocimiento realmente libre y liberado es el que se produce cuando la carne se extiende como un tentáculo para tocar lo que ahí viene, no para devorarlo y sustentarse con ello, sino para reconocerlo, conmoviéndose con su presencia.
El conocimiento es libertad total cuando la carne entera es una voluntad que no quiere «nada», porque ha podido llegar a ser sólo testigo.
Cuando se llega a este conocimiento silencioso, que por silencioso es masivamente cierto de nada, entonces, se da el conocimiento libre porque ya no hay apego a nada. Dice Huei-Neng que ese no apego «es ver y conocer que todos los fenómenos son ‘pensamiento’ sin apegarse a nada, es ver que lo que se manifiesta por todas partes es el no-apego que permanece desapegado de todo» [2].
Con el conocimiento silencioso hay certeza en todo; y porque hay certeza en todo, -ya que es certeza de nada-, en todo hay desapego y libertad; entonces, todo es una presencia, y dice bellamente Huei-Neng, que entonces, también, «nada es inerte».
Puesto que la verdad es el sabor de todo, no hay nada que abandonar ni nada que desear. Esta es la raíz de la libertad.
Uno mismo tiene el mismo sabor de todo. No hay pues nadie en casa porque en realidad soy un testigo sin morada. La ilusión de la necesidad nos induce a pensar que hay alguien en casa; pero aquí, en mí, no hay realmente nadie y pensar que hay alguien, creer, más bien, que hay alguien es el sustento del egoísmo que bloquea el conocimiento.
Todo tiene el mismo sabor. Por eso sé que en mi casa no hay nadie y también comprendo que tampoco hay nada que buscar. ¿Qué habría que buscar cuando todo tiene el mismo sabor? ¿Qué habría que buscar y dónde si no hay nada en ninguna parte que tenga la exclusiva del sabor?
3. LA GUIA HACIA EL CONOCIMIENTO ES EL DISCERNIMIENTO INTERIOR.
Lo real es más sutil que lo imaginario y solamente lo perciben los que «han muerto antes de morir» [3].
Se necesita un criterio sutil para discernir lo verdaderamente real de lo que no lo es. Ese criterio sutil es lo que llamamos «discernimiento».
Pregunta Castaneda, «¿cómo sabré que he visto, que estoy viendo?»
Responde D. Juan: «Sabrás. Te confundes sólo cuando hablas.» [4].
El criterio de verdad funciona desde el seno del silencio. El discurso no es capaz de conducirnos a la realidad sutil.
Dice Rumí que «si alguna vez has gustado el azúcar, aunque te fuera ofrecida en cien diferentes tipos de halva, reconocerás su sabor. Aquel que mordió una vez la caña de azúcar, si luego no reconoce su gusto, ¡sin duda tiene dos cuernos!» [5].
Dice Sankara que «la realización de la Verdad se obtiene mediante el discernimiento, jamás mediante la acción; ni aunque realizásemos diez millones de acciones.» [6]
El mismo Sankara insiste en otro lugar que a la verdad no conducen más que el desapego y el discernimiento:
«Perseverando en el recto discernimiento que le permite al hombre renunciar a las ilusiones creadas por su propia mente, obtiene inspiración suficiente para que dentro de él surja un profundo anhelo por alcanzar la liberación. Así pues, un verdadero buscador de la libertad debe antes que nada fortalecer estos dos aspectos: discernimiento y renuncia» [7].
En realidad, la renuncia, el desapego es causa y efecto del discernimiento.
El discernimiento y la ayuda del Maestro, la gracia del Maestro, conducen a trascender las envolturas para llegar al discernimiento completo que acaba diciendo «Neti, neti», «no esto, no esto». Cuando se llega a ese punto ya no hay más razonamiento ni análisis; sólo queda el Testigo, el Absoluto Conocimiento, el Atman [8].
Se necesita discernimiento para no confundir lo que apunta al conocimiento con el conocimiento, los símbolos con lo simbolizado. Dicen los maestros zen:
«No es difícil
ver la forma en el espejo.
Pero no existe ningún medio de capturar
la luna en la corriente de agua» [9] No hay sistemas para capturar la luna en el agua sin confundirla con la corriente de agua. El único sistema es el «no-sistema» que supone el fino discernimiento.
El discernimiento cognoscitivo va indisolublemente unido al amor. Podría decirse que el discernimiento es una forma apasionada de amor. Este es el sentido de la afirmación sufí:
«es necesaria una pasión, un deseo ardiente, para distinguir el vino de la copa» .
Más explícita, si cabe, y mucho más bella es esta otra expresión del mismo pensamiento:
«El amor es el astrolabio de los misterios de Dios.» [11]
En resumen: El conocimiento desde el silencio, el conocimiento desapegado que es un conocimiento-Testigo es el guía. Y ese conocimiento-Testigo desapegado y silencioso es pasión, amor. Ese Testigo-Amor es el guía.
4. PAPEL DE LAS ESCRITURAS EN EL CONOCIMIENTO.
Dice Sankara:
«El estudio de las Escrituras es inútil si no se tiene la experiencia práctica de la Verdad Suprema; y siguen siendo igualmente inútiles una vez conocida la Verdad Suprema.» [12].
El papel de las Escrituras es muy circunscrito.
Continúa el mismo Sankara:
“Nadie se cura de una enfermedad por el mero hecho de repetir el nombre de la medicina, sin tomársela; igualmente, sin la experiencia directa de ese Poder Supremo nadie puede liberarse, por más que repita la palabra Brahman.» [13].
Las Escrituras valen en cuanto ayudan a conducir a Eso. No tienen otro valor.
Dice Rumí con respecto a su obra cumbre, el Mathnawî.
«No he cantado el Mathnawî para que se lo lleve encima, para que se lo repita, sino para que se ponga bajo los pies y se vuele con él. El Mathnawî es una escalera de ascensión hacia la Verdad» [14].
Y eso únicamente son todas las Escrituras, una escalera que se utiliza y se abandona.
Ramana Maharshi resume en una frase feliz la función de las Escrituras en el conocimiento:
«Todo el Vedânta está contenido en dos pasajes de la Biblia: ‘Yo soy el que soy’ y ‘No temas, yo soy Dios'» [15].
Pero, sin duda, es todavía más expresivo de la función de las Escrituras en el conocimiento este otro texto extraordinario, ya citado, de un maestro zen:
«Llegará el tiempo… habrá un sumergirse en lo desconocido con el grito: ¡Ah, es esto! Cuando profieras este grito, te habrás descubierto. Descubrirás al mismo tiempo que todas las enseñanzas de los antiguos ilustres, expuestas en el Tripitaka budista, en las Escrituras Taoístas y en los Clásicos confucianos, no son más que comentarios sobre tu propio grito repentino: ¡Ah, esto!». [16]
5. PAPEL DE LA DOCTRINA EN EL CONOCIMIENTO.
Dicen los Maestros que solo los mundanos se satisfacen con las creencias.
Milarepa tiene estas duras palabras para los apegados a las doctrinas:
«Apegarse al fanatismo sectario y al dogma
hace de uno un malvado y un pecador sumo» [17].
Radhakrishnan dice que «discuten sobre los dogmas los semirreligiosos e irreligiosos, pero no los realmente religiosos» [18].
Cuando, en un símil, a uno le interesa realmente contemplar la belleza, ¿pasará su tiempo discutiendo sobre la interpretación correcta, ortodoxa de la belleza? ¿No es el interés por las interpretaciones de la belleza indicio del desinterés por la belleza misma? Cuando la belleza está presente, ¿qué interés tiene la «re-presentación» que es sólo ausencia de la inmediatez de la presencia? Cabe decir lo mismo con respecto a la verdad religiosa.
Dice un Maestro sufí que «si la conducta externa y las creencias de los hombres hiciesen santos, no existiría la Tierra, sólo un cielo poblado de santos.» [19]
Además, tomarse demasiado en serio las doctrinas es una trampa mortal.
Dice Huang Po: «¿A qué buscar una doctrina? Tan pronto como tengáis una doctrina caeréis en el pensamiento dualístico.» [20].
Y si uno es atrapado en el pensamiento dualista, no hay posibilidad ninguna de acceder al conocimiento completo.
¿Cuál es entonces, la utilidad de las palabras, de los términos, de los símbolos, de las doctrinas?
Un Maestro sufí respondió: «La palabra es útil porque incita a la búsqueda y no porque a través de ella pueda obtenerse lo que se busca. Si así fuera, obviamente, no serían necesarios los esfuerzos y la renuncia a sí mismo. La palabra es como una cosa que vemos moverse a lo lejos: corremos hacia ella para verla, pero a causa de su movimiento no podemos hacerlo. Así es, en su aspecto oculto, la palabra del hombre: ella te incita a buscar el sentido aunque en realidad no puedas verlo.» [21]
Además de la utilidad que acabamos de mentar, incitar a la búsqueda, las palabras tienen otras funciones.
«Al escuchar el dharma (la palabra, la doctrina) los sabios se tornan serenos, como lagos profundos, tranquilos y cristalinos.» [22]
Sin embargo, no debe olvidarse nunca que la doctrina es una balsa para atravesar el río, no para llevarla encima. Dice el Buda:
«Oh bhikkhus, un hombre está de viaje. Llega a una gran extensión de agua de la cual la orilla de su lado es peligrosa y espantable, pero la otra orilla es segura y sin peligro. No hay barca con la que ganar la otra orilla, ni puente para pasar de esta orilla a la otra. Piensa: Esta extensión de agua es vasta y la orilla de este lado de acá es peligrosa y espantable; la otra orilla es segura y sin peligro. No hay barca con la que ganar la otra orilla y no hay puente para pasar de esta orilla a la otra. Será bueno que reúna hierba, madera, ramas y hojas y que me haga una balsa y que con la ayuda de esta balsa, pase seguro a la otra orilla, sirviéndome de mis manos y de mis pies. Entonces, este hombre, oh bhikkhus, reúne hierba, madera, ramas y hojas y hace una balsa y con la ayuda de esta balsa pasa seguro a la otra orilla sirviéndose de sus manos y sus pies. Habiendo hecho la travesía y habiendo alcanzado la otra orilla piensa: Esta balsa me ha sido de una gran ayuda. Con la ayuda de esta balsa he pasado seguro a la otra orilla, sirviéndome de mis manos y de mis pies. Será bueno que lleve esta balsa sobre mi cabeza o sobre mi espalda donde quiera que vaya. ¿Qué pensaríais, oh bhikkhus? Actuando de esta manera, ¿actuaría convenientemente en lo que se refiere a la balsa?
-No, Señor
-Entonces, ¿de qué forma actuaría convenientemente con respecto a la balsa? Habiendo hecho la travesía y habiendo pasado al otro lado, este hombre piensa: Esta balsa ha sido una gran ayuda. Con la ayuda de esta balsa he podido pasar seguro a la otra orilla, sirviéndome de mis manos y de mis pies. Será bueno que deje esta balsa en el suelo sobre la orilla o que la deje a las olas y que yo me vaya donde quiera. Actuando de esta manera, este hombre actúa convenientemente en lo que concierne a la balsa.
Igualmente, oh bhikkhus, he enseñado una doctrina semejante a una balsa, está hecha para atravesar las aguas y no para llevarla encima. Vosotros, oh bhikkhus, que comprendéis que la enseñanza es semejante a una balsa, deberíais abandonar las buenas cosas, y cuanto más las malas.» [23]
La adhesión a una doctrina no debe ser tal que conduzca a despreciar a otras. A este respecto dice el Buda:
«Estar ligado a un punto de vista y menospreciar otros puntos de vista como inferiores, a eso los sabios le llaman un lazo»
«Oh bhikkhus, incluso este punto de vista -el budista- que es tan puro y tan claro, si os ligáis a él, si lo acariciáis en vuestro interior, si lo guardáis como un tesoro, si estáis ligado a él, entonces, no comprendéis que la enseñanza es semejante a una balsa que está hecha para atravesar las aguas, no para ligarse a ella.» [24]
En estos textos se pone de manifiesto la pura funcionalidad de la doctrina y, por tanto, su magnanimidad y el desapego que debe acompañar a todo lo que no sea la pura e informulable verdad. También se pone de manifiesto la magnífica sabiduría del Buda.
Los grandes cristianos no están lejos de esta sabiduría. Para San Gregorio de Niza,
«todo concepto relativo a Dios es un simulacro, una imagen falaz, un ídolo. Los conceptos que formamos según el entendimiento y la opinión que nos son naturales, basándonos en una representación inteligible, crean ídolos de Dios en vez de revelarnos a Dios mismo. No hay más que un nombre para expresar la naturaleza divina: es el asombro que embarga al alma cuando piensa en Dios.» [25] San Juan Damasceno recoge el pensamiento de S.Gregorio Nacianceno y dice:
«Todo cuanto decimos de Dios en términos positivos declara, no su naturaleza, sino lo que la rodea.»
Lo que importa de la doctrina es lo que puede ayudar a conducir al conocimiento. Las interpretaciones, aunque sean doctrinas metafísicas no conducen al conocimiento. Veamos el famoso texto de Buda a este respecto:
«Por consiguiente, Mâlunkyaputta, conserva en tu espíritu lo que he explicado como lo he explicado y lo que no he explicado como no-explicado. ¿Qué cosas son las que no he explicado? Si este universo es eterno o no lo es, etc…no lo he explicado. ¿Por qué, Mâlunkyaputta, no las he explicado? Porque esto no es útil, porque esto no está fundamentalmente ligado a la vida santa y espiritual, porque esto no conduce a la aversión, al desapego, a la cesación, a la tranquilidad, a la penetración profunda, a la realización completa, al Nirvâna. Es por eso que yo no las he explicado. [26] Entonces, Mâlunkyaputta, ¿qué he explicado? He explicado dukkha (el dolor), el nacimiento de dukkha, la cesación de dukkha y el camino que conduce a la cesación de dukkha. ¿Por qué, Mâlunkyaputta, he explicado estas cosas? Porque es útil, porque está fundamentalmente ligado a la vida santa y espiritual, porque conduce a la aversión, al desapego, a la cesación, a la tranquilidad, a la penetración profunda, a la realización completa, al Nirvâna. Es por eso que las he explicado».
Esta es, pues, la limitada función de las doctrinas, de las palabras, de los símbolos, de los mitos.
En realidad «hasta que el hombre no pueda escuchar el mensaje sin palabras y olvidar el mensaje verbal, permanecerá encadenado». [27]
[1] Valmiki: El mundo está en el alma. Yoga Vâsishtha. Madrid, Taurus, 1982. 5a conversación. pg. 33.
[2] Hui-Neng. Vida y enseñanza. L. Carcamo. Madrid. pg. 32.
[3] RUMI. Fihi-ma-Fihi, p.158
[4] CASTANEDA,C. Una realidad aparte, p.195
[5] RUMI. Fihi-ma-Fihi, p.153
[6] SHANKARA. La joya suprema del discernimiento (no.11), p.31
[7] ibid.(no.175), p.63
[8] ibid.(no.210), p.70
[9] DAISHI,Y. op.cit., p.68
[10] RUMI. Fihi-ma-Fihi, p.100
[11] ibid. El Masnavi, p.18
[12] SHANKARA. op.cit.(no.59), p.40
[13] ibid.(no.62), p.41
[14] VITRAY-MEYEROVITCH,E. Rumi et le soufisme, p.142
[15] MAHARSHI,R. op.cit., p.291
[16] Yü-Mên en, SUZUKI,D.T. Ensayos sobre budismo zen,v.2.,p.97-98
[17] MILAREPA. Cantos, p.52
[18] RADHAKRISHNAN. La concepción hindú de la vida, p.72-73
[19] SHAH,I. El monasterio mágico, p.40
[20] BLOFELD,J.(comp.). op.cit., p.75
[21] RUMI. Fihi-ma-Fihi, p.231
[22] DHAMMAPADA (VI,82), p.134
[23] .RAHULA,W. op.cit., pgs.31-32
[24] .ibid.
[25] .LOSSKY,V. op.cit., p.26
[26] .RAHULA,W. op.cit., pgs.35-36
[27] .SHAH,I. Sabiduría de los idiotas, p.134