Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
El asombro
Una cosa es existir. Otra, muy distinta, es darse cuenta de que uno existe. La planta existe, ocupa un lugar en el espacio y dispone de un tiempo de vida, pero ella no sabe que existe. Nunca lo llegará a saber, nunca podrá tomar distancia de la realidad natural, ni se preguntará por el sentido de la existencia. La oruga también existe, pero no sabe que tiene el don de ser, que goza de esta maravillosa posibilidad. No experimenta la sorpresa de existir, ni el vértigo del fluir temporal.
Una cosa es mirar, otra es admirarse de la realidad. La admiración va estrechamente vinculada a la operación de tomar distancia.
El mirar focaliza la atención en un objeto, mientras que la admiración exige una parada en el tiempo, una visión de conjunto que va unida al sobrecogimiento. (…)
Cuando uno toma consciencia de que existe, pudiendo no existir, emprende un viaje que no sabe adónde le conducirá. Es un viaje sin posible retorno. El hecho de existir sólo llega a convertirse en sorpresa para aquel ser que tiene capacidad de tomar distancia, de ver el mundo como un todo y de verse a sí mismo como un ser contingente. La contingencia es el reconocimiento del carácter efímero del propio ser, la constatación del carácter relativo, efímero, insignificante del propio ser. (…) Excepto el ser humano, ningún ser vivo se sorprende de su propia existencia, del mero hecho de ser, de estar aquí. (…) El extrañamiento es un rasgo específicamente humano. Al distanciarse del conjunto de la naturaleza, al admirarse de ella, uno se siente extraño en el mundo, fuera de lugar. El mundo deja de ser algo obvio, banal y conocido, para convertirse en algo profundo, misterioso y enigmático. (…)
Sorprenderse es quedar sobrecogido ante algo. Más coloquialmente: pasmado. Se trata de una experiencia anímica, sin previa anticipación. Consiste en no saber a qué atenerse. De golpe, uno se percata de que está en el mundo, que existe, que ocupa un lugar y un tiempo, que podría no haber existido jamás, que no era necesaria su existencia. (…) Consiste en saberse siendo. Es la toma de conciencia de que se está existiendo, la autoconciencia de ser, pero no en el plano puramente intelectual o noético, sino en el plano existencial.
Un primer obstáculo para vivir esta experiencia de corte metafísico es la inconsciencia. Con demasiada frecuencia se parte de la idea de que existir, esto de estar en el mundo, es una exigencia, algo necesario. No se percibe como un don, como algo completamente inmerecido, como una posibilidad única que se hace realidad entre millones de posibilidades. Si uno no es consciente de que está existiendo pudiendo no haber existido, no puede tampoco sorprenderse ni alegrarse por el hecho de existir.
Otro obstáculo para vivir esta sorpresa es la no aceptación de las condiciones que nos han engendrado; con demasiada frecuencia pensamos que teníamos que haber existido, que estaba fatalmente determinado desde el principio de la historia, independientemente de las circunstancias históricas. Y, sin embargo, todo ser humano es el fruto de un azaroso itinerario de encuentros y de situaciones sin el que jamás hubiere existido.
Un último obstáculo para vivir la sorpresa de existir es la no aceptación de la existencia de las personas y demás seres que nos rodean, tal y como son. (…) Sorprenderse de que existan los otros es un modo de reconocer su valor, de apreciar su ser y lleva a practicar más intensamente la estima por los otros. (…) La sorpresa es el punto de partida de la pregunta filosófica, del “no saber que quiere saber”. Al sorprendernos ante algo, nos interesamos por ello, filosofamos. En definitiva, la sorpresa es el principio del preguntar y la base del desarrollo del conocimiento en todas sus vertientes. Éste exige, necesariamente, la interrogación, el preguntar por, el asombro frente al hecho de existir, Cuando todo ello late profundamente en el ser humano, late en él la vida espiritual.
(* extracto de la obra: Inteligencia espiritual. Barcelona, Plataforma, 2010. pgs. 109-117)