Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
Satyakama Jabala quiere saber quién es
Satyakama, con sus preguntas, es un chico que aparece en el Upanishad Chandogya, un venerable escrito de más de 2600 años de antigüedad. Él nos introducirá al hinduismo. Sus preocupaciones, interrogantes y búsquedas, nos permitirán asomarnos a la perspectiva hindú de la existencia y a algunos de los elementos que configuran su escenario de vida. [El texto pertenece al libro de T. Guardans: Las religiones, cinco llaves. Octaedro, 2007. 143 p.] (descargar pdf)
Ésta es la historia de Satyakama, un chico que vivió en la India hace más de 2600 años -según cuentan los Úpanishads-.
Úpanishad es una palabra sánscrita que significa “sentarse atentamente a los pies de…”. ¿A los pies de quién? A los pies de los sabios. Gentes de todas las edades se adentraban en los bosques en busca de orientación y de ayuda para poder comprender el sentido de la vida y de la existencia. Sentados alrededor del maestro, preguntaban y reflexionaban. Podría decirse que los Úpanishads son algo así como unos apuntes de clase, los apuntes de unas clases muy peculiares.
Al bosque no se iba a aprender un oficio sino a crecer en sabiduría, a crecer en profundidad. Y este propósito no tenía límites de edad: ni mínimo, ni máximo. Los Úpanishads dan cuenta de esas “lecciones” impartidas en los bosques de la India hace cientos, y miles, de años. Gracias a ellos hemos podido saber de la tenacidad de jóvenes y mayores, de sus esfuerzos por indagar en los cómo y en los por qué; han llegado así hasta nosotros las preguntas de Shvetaketu, o las de Gârjî –hija de Vachaknu-, las de Nachiketa –el hijo de Vajashrava-, las de Satyakama Jabala y las de muchos más. La historia de este último nos la ofrece el Úpanishad Chandogya, un texto de aproximadamente 2600 años de antigüedad.
Satyakama era huérfano. Lo único que sabía de su familia era que su madre se llamaba Jabala. ¿Y su padre? ¡Quién sabe! Jabala había trabajado en tantas casas, que era imposible saber quién era su padre. Cobijo y comida no le habían faltado nunca; siempre había encontrado alguna mano amiga. Pero había otras cosas que Satyakama echaba en falta: un hogar con el fuego sagrado encendido, como en todos los hogares, con las imágenes de los dioses que guían y protegen. Si tuviera un hogar, con su altar, ofrecería flores a Lakshmi, la diosa de la felicidad, con el deseo de que todos fueran felices, y a Ganesa, el dios de cabeza de elefante, el que supera todos los obstáculos. Sin hogar, ni altar, ¿quiénes eran sus dioses?, ¿cuáles eran sus responsabilidades?, ¿como «qué» tenía que vivir él?
Si hubiera nacido en una familia de la casta de los guerreros, estaría aprendiendo el arte de la lucha y la estrategia, preparándose bien para ser aceptado como un guerrero en cuanto cumpliera los once años; y en su Upanayama recibiría el cordón de cáñamo, el símbolo de su casta. Si hubiera nacido en una familia de comerciantes o de terratenientes sería un vaisya, y estaría aprendiendo las artes del comercio, o los secretos de las buenas cosechas; heredaría todos los conocimientos del oficio de su padre y a los doce años estaría a punto para recibir el cordón sagrado de lana que le confirmaría para siempre como vaisya. Y si hubiera nacido brahman, su familia tendría al cargo la interpretación de las escrituras –los Vedas-; se ocuparía de los rituales y sabría cómo rendir honores a los dioses. Si hubiera nacido brahman, a los ocho años le habría sido impuesto el cordón sagrado de algodón, símbolo del compromiso de estudiar por el bien de todos, para que el curso de la vida no se desviara del sanatana dharma, el recto camino eterno.
La UPANAYAMA, la ceremonia de imposición del cordón sagrado, simboliza el paso al mundo de los adultos: se inicia una nueva etapa de la vida, niños y niñas pasan a tener responsabilidad sobre sus actos. A menudo los jóvenes reciben en la Upanayama su nombre de adultos.
Sanatana significa ‘eterno’ y dharma ‘doctrina’, ‘conducta recta’, ‘honradez’. Es el verdadero nombre del hinduismo. Hinduismo es la palabra que utilizaron los europeos para referirse a la religión y a la cultura tradicional de la India, pero el nombre que allí recibía era sanatana dharma o ‘recto camino eterno’. En aquel entonces el sanatana dharma regía los derechos y los deberes de cada casta y fijaba la actuación de cada uno en el seno de una sociedad compleja.
A sus diez años Satyakama se encontraba muy perdido. ¿Con qué cordón sagrado iba él a participar en el tejido social?
– No sé si soy ksatriya, vaysia o brahman. O tal vez soy un sudra, un servidor. No sé cuál es mi dharma, qué vía que he de seguir. ¿Cómo he de comportarme? ¿como un guerrero o como un servidor? O, quizás, como un comerciante, o como un sacerdote, ¡cómo voy a saberlo!
La vida de los otros chicos y chicas seguían un rumbo, como las aguas de los ríos, según la familia a la que pertenecían. Pero ¿cuál era el sentido de la vida de Satyakama, el hijo de Jabala? ¿Cuál sería su objetivo?
Puesto que no disponía de respuestas, lo mejor sería ir a buscarlas – pensó-. ¿Dónde? Había oído que todas las respuestas se encontraban en las Escrituras. Pero ¿qué maestro le enseñaría los secretos de las Escrituras a un chico que no eran un brahman? ¿O quizás sí lo era? ¡Quién sabe. “Como mínimo, quiero intentarlo” –se dijo.
Y se puso en camino, en busca de Hâridrumata Gautama, el rishi del bosque.