Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
Comunicación de Teresa Guardans – 6º Encuentro Internacional
GRATUIDAD, COMPROMISO SOCIAL Y EDUCACIÓN
Algunas reflexiones
El hilo conductor de las reflexiones que siguen es el cómo introducir a niños y jóvenes en el cultivo de esa cualidad que vuelca en favor de los demás, el tema que se me ha propuesto para estas jornadas. Subrayaremos la importancia del primer paso: aprender a atender a la realidad como fundamento del interés gratuito por todo lo que existe y situaremos el cultivo de la calidad humana en relación a la educación ética.
El punto de partida
Abordamos en estos encuentros cómo favorecer una experiencia de vida plena –capaz de superar los estrechos límites de la egocentración–, en este siglo XXI nuestro. Tal como se ha venido definiendo la “calidad humana profunda” (o espiritualidad), la posibilidad de la misma se fundamenta en el hecho de poner entre paréntesis los mecanismos de la egocentración: silenciar la cadena de necesidades y el mundo de realidad que ésta genera para poder, así, atender al existir en sus auténticas dimensiones. “Atender” que es conocer; conocimiento que no puede ser otro que “realizar” ya que desde ese vacío del yo, no podría haber un alguien que atienda a un algo; sino ya sólo el existir siendo en su multiplicidad de formas.
Llegados aquí puede afirmarse que la acción en favor de lo que existe –en favor de la vida y la existencia en todas sus manifestaciones– es instrumento y fruto de la calidad humana profunda. Y lo es intrínsecamente. Es instrumento en cuanto que forma de movilizar las capacidades (todo ese abanico que configura al ser en su percibir-conocer-sentir-actuar) desandando el camino de la egocentración, virando el rumbo. Y es fruto, en cuanto que la manifestación propia de la calidad es, precisamente, situar en el seno del existir mismo, sin barreras, sin delimitaciones, en profunda comunión con, radical simpatía del ser en el ser. ¿Dónde podría quedar algún resquicio para la indiferencia? ¿Por qué pueden presentarse todavía dudas sobre la intrínseca relación entre el cultivo de la calidad y el compromiso social? Aclarar bien este aspecto será un ejercicio útil de cara a prevenir errores en la orientación del cultivo y puede resultar de ayuda, también, para afinar en los modos de llevarlo a cabo.
Bajo sospecha
La espiritualidad laica despierta sospechas, sospechas de no ser una “verdadera” espiritualidad y de no serlo -muy especialmente- porque se sirve a sí misma: si la actitud interior espiritual no sirve a los dioses será que sirve al sí mismo. Y si está al servicio del propio individuo será que gira la espalda al bien de los otros…
El fundamento de las dudas sobre la capacidad de interés altruista de la espiritualidad en el entorno cultural laico no hay que buscarlo –creo– en la naturaleza misma del cultivo de la calidad humana profunda sino en la relación de ésta con las religiones. Dado que lo que define a lo religioso es su funcionalidad en el ámbito de la gestión social, a la espiritualidad como parte de un escenario religioso se le presupone un compromiso con esa gestión: detenta la franja superior del sistema. Desde la perspectiva comunitaria, en un mundo de religiones, la espiritualidad (o calidad humana profunda) equivale a un grado alto de compromiso con los rasgos positivos del sistema: el bien, la justicia, el amor, la paz… (¿no es la religión la aseguradora de la presencia del Bien en el todo social?). Independientemente del grado de acierto “profesional” en cuanto a los logros, la espiritualidad “religiosa” es -por definición- compromiso social. De ahí que en ese entorno se cuestionara antaño la validez de las opciones espirituales “contemplativas” (consideradas a menudo “ensimismamiento” de “dudosa espiritualidad”).
Desde el momento en que la gestión social cambia de manos, desde el momento en que el proceso de laicización deja en manos de la especialización secular el velar por la marcha de lo social (gestión político económica, asistencial, etc.), parece que queda modificada la relación de la espiritualidad (o calidad profunda humana) y el compromiso social: aquellos que antes convivían en estrecha relación podrían parecer ahora dos caminos paralelos, sin especial comunicación entre ellos.
Dos aspectos íntimamente emparentados son los que transforman la forma de concebir el encaje: la laicización de lo sociopolítico y la individualización de la vivencia religiosa. Dos caras de una misma moneda, ambas consecuencia del paso de las culturas heterónomas a las culturas autónomas; ambas resultado del tránsito de una configuración personal y colectiva orientada hacia la escucha, obediencia y dependencia en relación a una inagotable y omnipotente fuente externa, a la conciencia de una insoslayable responsabilidad individual, tan incierta y tan limitada como se quiera, sin más certezas que las que pueda otorgar la suma de responsabilidades de unos seres humanos en su precaria autonomía. En ese escenario no hay que buscar el punto de partida de la vivencia religiosa –y lo más nuclear de ella: la experiencia espiritual– en una convicción compartida colectivamente y rasgo característico de la pertenencia a una determinada colectividad, sino en la opción individual, asumida a propio riesgo, sin garantías previas. Y el criterio de acierto en la orientación seguida remitirá al valor de la propia experiencia misma.
Desde la convicción heterónoma se mira hacia los escenarios de la autonomía interpretando la individualización que los caracteriza como individualismo, como fruto de intereses individuales –y, por tanto, egoístas-. Como si la disolución del venerable y firme fundamento exterior fuera una decisión personal y no un largo proceso cultural que se impone a los individuos [1]. A una actitud interior de búsqueda falta de un Dios externo, se le atribuye inmediatamente el endiosamiento del individuo. Y de ahí el presupuesto de que, más allá de las culturas heterónomas (más allá de las religiones) la espiritualidad tenderá a ser un cultivo egoísta al servicio de intereses egoístas de una humanidad endiosada. Por ahí hay que situar las coordenadas que explican las sospechas de desinterés social e indiferencia que despierta la espiritualidad laica.
Dicho esto, sea cual sea el entorno cultural, bien cierto es que no hay que perder de vista la fuerza del movimiento de egocentración capaz de perseguir el propio beneficio incluso a través de las opciones aparentemente más altruistas y desapegadas. Las raíces de la búsqueda del propio provecho, en cualquiera de sus formas (seguridad, sentido de vida, salvación eterna, éxito, compañía, reconocimiento…) están bien fijadas en el propio interior, sea cual sea la forma cultural en la que se desarrolle la vida humana. De ahí que cada tiempo pueda y deba afinar cómo favorecer esa conexión –de por sí tan intrínseca- entre cultivo de la calidad humana profunda e interés gratuito por el bien del otro.
Gratuito. Gratuidad: ese será el factor clave para poder unir en una misma ecuación el cultivo de la calidad humana profunda y la ocupación por el bien y la justicia. Son muchas las formas de compromiso por el otro, muchos los móviles, infinitos los posibles campos de acción, pero no siempre ligados al cultivo de la calidad humana. El compromiso formará parte –intrínseca– de la calidad humana profunda en la medida en que aliente la gratuidad, o la fomente, o la acreciente. En la medida, pues, en la que ayude a silenciar al yo, o nazca en ese silencio.
La educación en favor de la acción comprometida
La laicidad trae consigo la necesidad de reformular los fundamentos del compromiso con la colectividad y consigo mismo: los fundamentos de una ética cívica lejos de la perspectiva de obedecer a algún tipo de designio divino.
Fomentar el compromiso social, la implicación en los asuntos comunitarios, el conocimiento del otro, ofrecer elementos para una mejor comprensión de los hechos sociales, afinar la sensibilidad hacia las necesidades de la comunidad, adquirir actitudes que predispongan a la responsabilidad cívica son aspectos que van formando parte de ese marco global que es la “educación en valores” [ 2 ]. Desde la educación para la ciudadanía y la convivencia, también desde la educación emocional, desde varios y diversos enfoques, los programas pedagógicos contemplan propuestas educativas que conectan los procesos de aprendizaje y el servicio a la comunidad.
Educación para la ciudadanía (o aprender a ser en colectividad), desarrollo de la conciencia medioambiental, aprender a pensar (o dotar a la infancia de recursos personales para poder decidir, implicarse…), desarrollo de la creatividad, educación emocional o un mayor conocimiento de la “caja negra” que puede ser el “yo”. Un “yo” más ordenado, más diáfano, más comprometido con la multitud heterogénea de “yoes” que configuran el conjunto social, más implicado en la conservación de los sistemas planetarios….: todo ello debe formar parte de los programas educativos orientados hacia un desarrollo humano completo y el cultivo de la calidad humana profunda puede hacer suyos estos esfuerzos pero… su aportación específica es otra: ésta consiste en tomar en consideración las posibilidades humanas más allá del campo del yo y sus necesidades. Una posibilidad que no se ha introducido todavía suficientemente en los entornos educativos. Y es por ahí por donde van a ir nuestras reflexiones.
¿Cómo motivar y desarrollar un interés por algo o alguien más allá de un interés supeditado al yo y su estructura de necesidades? Si como decíamos no hay más punto de apoyo que la propia experiencia, es fundamental –tanto o más que nunca– favorecer esa experiencia individual de cualidad. Dar a probar el sabor de verdad de la acción gratuita, del interés desinteresado –más allá del éxito personal o del logro de unos resultados–. Veamos cómo hacerlo, dónde incidir. Aunque no haya fronteras de edad en cuanto al cultivo de la calidad humana, a la hora de aportar concreciones, es distinto que se esté tratando de cómo un adulto puede jugar con su propio yo para llevarlo más allá de sí mismo o que lo que esté en el punto de mira sea cómo favorecer un crecimiento interior pleno de los niños y niñas, evitando un desarrollo “caparazón” que los deje cerrados sobre sí mismos e inmunes al mundo.
La importancia del desarrollo de la atención
Ayúdame a preservar la capacidad de maravillarme y de descubrir, permite despertar en mí el sentido de la belleza, en cualquier lugar y en toda ocasión. Guíame hacia lo mejor de mí mismo; que sepa yo respetar siempre el misterio y el valor de cada vida. Ayúdame a no abandonar nunca el vivificante ejercicio de proteger a todo aquél que respire, pase hambre, tenga sed, a todo aquél que sufra.
(Oración de Yehudi Menuhin –fragmento-)
“La conducta mediocre es la continuada afirmación del yo, la distorsión de la mirada que el egoísmo implica. En cambio, la apreciación de lo realmente justo procede de un control del egoísmo que facilita el atenerse a lo que son las cosas. Aminoramos así nuestro ser con el fin de atender a la existencia de algo más. […] Prestar atención es mirar de forma desinteresada, sin ceder al vértigo de la posesión ni de la presunción, y es, sin duda, el mejor antídoto contra la autocomplacencia. Con este ejercicio, las tendencias egoístas quedan desplazadas o aplazadas, y, puesto que estas tendencias se dan siempre, la moralidad podría definirse como un esfuerzo para aminorarlas o incluso superarlas. Determinadas así las cosas, la atención se mostraría una vez más como la esencia de la moralidad.” –Josep Mª Esquirol [ 3 ]–
El amor, el interés verdadero, no es algo que pueda imponerse –ni tampoco la consiguiente actitud comprometida–. Se ama lo que se conoce; conocer requiere en primer lugar saber de la existencia de algo, prestarle atención, “advertir” el mundo más allá del yo, sus fantasías y expectativas. La atención correlata al yo y a su estructura de necesidades es capaz de computar ágilmente el entorno, establecer relaciones, proyectar categorías, seleccionando y ordenando la infinita complejidad con la que se relaciona el sistema de percepción. En cambio, la atención que quiere atender a lo hay, a lo que es, sin contrapartida, actúa como foco atento que ilumina, observa, penetra un objeto, una situación. En el primer caso la atención detecta, calibra, decide, actúa. En el segundo focaliza, se abre, se vacía de sí, se silencia, para así acoger, percibir, oír, lo que es. Procura no interferir para poder atender: no proyectar imágenes, ideas, razones. Ésta, la atención sostenida, es atención silenciosa porque pide silenciar las construcciones mentales y los movimientos afectivos para despejar el camino de filtros interpuestos. Es una actitud de presencia alerta y abierta en la que participa la mente, el sentir, el cuerpo entero.
No puede esperarse que este segundo uso de la atención surja espontáneamente, ya que no está condicionado por la necesidad. Requiere un aprendizaje: aprender a mirar, aprender a prestar atención y, tal como ocurre con el desarrollo de cualquier otra capacidad, ese aprendizaje no es fruto del esfuerzo de un día sino de un cultivo continuado, constante. Ese cultivo, ¿puede iniciarse en la infancia? Por supuesto. Se trata, básicamente, de incentivar y allanar el camino a la curiosidad innata humana, favoreciendo un desarrollo menos dependiente, más pleno. Podría parecer que se está poniendo el listón muy –o demasiado– alto, pero no es así.
Tratando con niños y niñas no es difícil encontrar motivos y ocasiones para hacer entrar en juego la atención. Cualquier tema, actividad o situación puede ser una invitación a atender más allá de lo que habríamos hecho si hubiéramos pasado por alto la importancia de este desarrollo: breves momentos de escucha atenta, reconocimiento de sonidos, de olores, juegos de atención con el tacto, con la vista, atención a la respiración… Pero también a la hora de presentar un tema (de naturales, de sociales, de lenguaje, de educación artística, de educación física… de cualquier campo o área, en la escuela o en el entorno familiar…) dejar espacio a la atención, a la observación atenta, lúcida, antes, durante y después del desarrollo del tema, de ese aspecto o de aquel otro [4]. Incentivar la pregunta, silenciar respuestas rápidas, ruidos mentales y sensitivos. Afinar el foco de lucidez y ofrecerle –una y otra vez- la posibilidad de ejercitarse en atención alerta a la realidad, social, personal, natural; dando así más y más valor y consistencia a la realidad, al existir, y aprendiendo a silenciar el protagonismo de la egocentración.
Introducir la observación atenta como parte de la forma de abordar cualquier tema no exige grandes montajes sino convencimiento por parte del adulto, comprensión del valor de ese desarrollo. En ocasiones anteriores hemos insistido en que alimentar la atención implica incentivar, también, la interrogación, la autonomía personal y el sentido de gratuidad. Capacidad de interrogarse: no dar la realidad por sabida, por conocida, fijada en la interpretación al servicio del yo. Sólo desde la interrogación se mira de verdad: “generar la gran duda” es el objetivo del maestro –enseña el budismo zen–. Acompañar en las preguntas, no ahogarlas con respuestas inmediatas. Compartir los propios interrogantes.
Atención e interrogación se relacionan con el salir de sí que atiende al mundo. Autonomía y gratuidad tienen que ver con desarrollar un criterio interior independiente, libre en relación a la búsqueda de seguridad interior ligada a la egocentración. No es éste el lugar de extenderse sobre las formas de cultivo de la autonomía personal, pero sí vale la pena dejar apuntada su importancia en cuanto a la posibilidad de sincero interés por el otro. La posición egocentrada, en medio de la escena, permanentemente dependiente de las reacciones del entorno, hace muy difícil el verdadero interés por la realidad, por la que hay, no por la imagen de mi reflejo en ella. Qué difícil, desde la dependencia, llevar adelante una actitud flexible, sin miedo a equivocarse, valiente… tan necesaria para poder “ver”, capaz de acoger lo que hay, lo que soy, lo que el otro es. La dependencia levanta muros de protección, la autonomía da paso a la libertad interior. La posibilidad de interés sincero, libre, verdaderamente comprometido, requiere autonomía personal.
Y, como colofón, la gratuidad…
…fruto e instrumento, esencia de la cualidad humana profunda. Forma parte de todo lo que antecede en la medida en que la atención, o el compromiso, o la interrogación, apuntan más allá del campo de las expectativas del yo y son, así, cultivo y resultado de la disposición interior gratuita. Pero, inmersos como estamos en la cultura del pragmatismo, vale la pena considerar específicamente el cultivo de la gratuidad –en sí misma- y enseñar a reconocer (y a apreciar) su “sabor”.
Dos serían las vías principales. De un lado tenemos el ofrecer espacio –por parte de los adultos- a las ocupaciones “inútiles”, aquellas sin más porqué que el saborear la ocupación misma (juegos, cuentos, canciones, excursiones, espacios de contemplación en la noche, en la playa, en el monte…: el vu wei, el no-hacer, en versión infantil y juvenil). Hacerles espacio valorándolas, dando ese toque de atención que permita tomar conciencia del bienestar, del peculiar gozo que emana de esos buenos momentos.
Y la otra vía es el introducir momentos y espacios de dedicación al “otro” sin buscar el provecho propio. Podríamos decir que tanto una vía como la otra ya forman parte habitual de las ocupaciones de la infancia y la juventud o de las prácticas educativas. Pero las acciones en sí mismas, desligadas de lo demás, no bastarían para nuestro propósito. El elemento que desearíamos subrayar es la necesidad de favorecer la toma de conciencia de ese “sabor” peculiar de la gratuidad (“lo hemos pasado bien”; sin ganar nada, “hemos estado bien”; dando, “nos sentimos bien”…). La simple acción hacia los demás no bastaría. Sería como una rama, sin tronco ni raíz.
El objetivo a perseguir –insistimos– es ayudar a la apertura interior, favorecer el giro de un interés exclusivo por sí mismo a un andar con los ojos abiertos, atentos, interesados… de tal forma que poco a poco, con la suma de todo lo que venimos diciendo, el mundo, más allá del yo, de sus hábitos y de sus expectativas, empiece a tomar consistencia, empiece a existir. Y, por tanto, a interesar. A reclamar nuestra atención. Y si reclama nuestra atención y hemos aprendido a silenciarla, a utilizarla de forma silenciosa, sostenida, la realidad puede sorprendernos, abriendo la vía a ese reconocimiento con todo el ser, con todas las facultades, que es profunda comunión con lo reconocido.
Quien se maravilla por las cosas se interesa por ellas y quien se interesa por ellas, las ama. Quien crece en la capacidad de maravillarse, crece en el amor. Maravillarse es despertar al amor, porque la esencia del maravillamiento es el amor. Quien se maravilla y ama, conoce. Quien conoce desde el maravillamiento y el amor, conoce desde el silencio. –Marià Corbí [ 5 ]–
[ 1 ] Marcel Gauchet, Ulrich Beck, Zygmunt Baumann o Gilles Lipovetsky, son algunos de los nombres que podríamos destacar entre los que advierten de ese equívoco y trabajan en la formulación de una ética del compromiso en tiempos de la “modernidad líquida” (Baumann), del “crepúsculo del deber” como imposición divina (Lipovetsky). Insisten en lo erróneo que es suponer que el abandono de un fundamento exterior seguro (Dios) se debe a opciones personales, como si otra cosa fuera posible. Sin olvidar la moral heterónoma de Ortega y Gasset, véase, por ejemplo: Ulrich Beck. El Dios personal: la individualización de la religión y el “espíritu” del cosmopolitismo. Paidós, 2009. pgs.101-142. Gilles Lipovetsky. El crepúsculo del deber (Anagrama, 1995) y Metamorfosis de la cultura liberal (Anagrama, 2003). Marcel Gauchet. La religión en la democracia (Antrhopos, 2006), Un monde desenchanté? (Pocket, 2007),
[ 2 ] véase por ejemplo: J.M. Puig Rovira. [et. al.] Aprenentatge servei : educar per la ciutadania. Octaedro, 2006. Y también: Rafael Bisquerra. Educación para la ciudadanía y convivencia. Madrid, Wolters Kluwer, 2008.
[ 3 ] Josep Mª Esquirol. El respeto o la mirada atenta: una ética para la era de la ciencia y la tecnología. Barcelona, Gedisa, 2006. p. 107.
[ 4 ] véanse algunas propuestas prácticas expuestas en detalle en: Maria Fradera; Teresa Guardans. La setena direcció: el conreu de la interioritat. Barcelona, Claret, 2008. 102 p.
[ 5 ] Marià Corbí. El camino interior más allá de las formas religiosas. Bronce, 2001. p.186