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El Islam y el fenómeno del libro sagrado

(extracto de una ponencia de Halil Bárcena)
Director del Institut d’Estudis Sufís de Barcelona

El objeto de reflexión que se nos propone en el presente encuentro de Can Bordoi toca de lleno al corazón del Islam, su esencia más recóndita. Asumir desde el sufismo, como de hecho asumimos, un acercamiento estrictamente simbólico a los textos sagrados, en este caso islámicos, nos exigirá examinar e interpretar de otro modo algunos conceptos de cuya pertinencia religiosa pocos son los teólogos, y menos aún los simples creyentes, que sospecharían a priori, como “revelación”, “libro santo”, “religión del libro”, “sello de la profecía” e incluso “dios”.

De hecho esa es la tesis fundamental que defendemos en estas páginas, con la asistencia de algunas de las voces más preclaras tanto del sufismo histórico como de la gnosis shií, así como de sus mejores expositores e intérpretes contemporáneos (sean o no musulmanes), como los pensadores agrupados bajo la etiqueta del Islam de las luces, a los que nos referiremos más tarde; u orientalistas como Louis Massignon (13), Paul Nwyia (14) , Jacques Berque (15) y, especialmente, el añorado Henry Corbin, a quien tanto deben estas páginas. Nuestro propósito es rescatar dichas voces y sugerir -¡espero que se aprecie la modestia del verbo!- una lectura radicalmente simbólica de las fuentes, hoy tal vez la única posible.

Los grandes motivos de las tradiciones religiosas, en este caso el Islam, constituyen miríficas metáforas cuya finalidad última no es jamás descriptiva sino siempre simbólica. Dichas metáforas jamás pretenden hacer una exposición mimética de la realidad (16). A mi juicio, ahí reside justamente la cualidad específica de un texto coránico dicho en una lengua árabe no ajena a lo que la profesora Luce López-Baralt denomina la “plurisemia característica de las lenguas semíticas y su libérrima proclividad al delirio verbal” (17).

La hermenéutica espiritual que proponemos no altera ninguna palabra de la tradición, aunque sí las devuelve todas al terreno del símbolo donde, sin duda, devienen mucho más ricas y polisémicas. De otro lado, es desde dicho ámbito simbólico desde el que más fácilmente pueden desprenderse de la pátina excluyente y a veces totalitaria con la que fueron veladas en el pasado a causa del uso absolutizador que de ellas se hizo. En ese sentido, la lectura simbólica puede representar hoy una auténtica revelación, en la acepción más literal y radical del término.

Los textos sagrados no pierden ni un ápice de su inmensurable valor al ser devueltos al ámbito de lo espiritual a través de la lectura simbólica, sino que, por el contrario, se agigantan. Inversamente, cuando el acento interpretativo recae en lo jurídico, como es el caso de los jurisconsultos musulmanes, por ejemplo, o de ciertos reformistas con vocación modernizadora pero aliento rancio, a fin de cuentas lo que están es mutilando gravemente el texto, al primar el signo, y su acepción literal, sobre el símbolo y su sentido profundo.

Desde la hermenéutica del lenguaje, se diría que lo que se está es, en palabras de Luis Garagalza:
“… destacando el carácter secundario del signo, el cual es hermenéuticamente concebido como un símbolo “muerto”, detenido, fijado, que habiendo perdido su pregnancia, su virtualidad de mantener reunidos “lo sentido” y “el sentido”, se ha convertido en un simple “rótulo”, en una “etiqueta” para, de un modo convencional y arbitrario, designar a la cosa a la que se refiere o sustituir a aquello que representa” (18).

Reducir la lectura a lo simplemente literal, sucumbir a las garras del historicismo, implica, por lo pronto, cercenar la dimensión simbólica, lo cual conduce a la muerte del propio texto. Quienes pretenden ver en el Corán, por ejemplo, una suerte de constitución política -ese es el lema preferido de no pocos ideólogos del islamismo político- o una suerte de código civil cuando no penal, no hacen sino trajinar con las páginas de un cadáver. El Corán no está compuesto ni por cláusulas ni por artículos, sino por ayas o aleyas, esto es, símbolos. Lejos, muy lejos de tales concepciones, el Corán muestra, en mi modesta opinión, una aprehensión poética de la creación. Nada más que eso, y no poco es.

Pero, rescatemos las preclaras palabras que Muhammad Bâqir, quinto imâm del shiísmo y uno de los primeros referentes de la gnosis shií, pronunciara, ¡ya en el siglo VIII!, a propósito de la auténtica naturaleza del texto coránico:

“Una vez hayan muerto aquellos a propósito de los cuales había sido revelado un determinado versículo, ¿habrá muerto también ese versículo? Si es así, ya nada queda actualmente del Corán. Si no es así, el Corán está vivo. Seguirá su curso en tanto duren los cielos y la tierra, pues contiene un signo y un guía para cada hombre, para cada grupo por venir” (19).

El Corán, elemento fundante del Islam

Retornemos, sin embargo, a donde nos habíamos quedado. En el Islam, todo comienza con un libro, si bien más tarde veremos que dicha afirmación posee algún que otro matiz no menor. Por el momento, procedamos con orden, sin anticipar conclusiones. El Islam, decía, es una religión surgida de un libro. Efectivamente, la religión islámica entra en la historia de la mano no ya de una persona, como es el caso por ejemplo del cristianismo, sino de un texto que será considerado desde entonces sagrado.

El Corán constituye el elemento fundante del Islam -¿o habría de decir islams en plural?-. Toda la religión islámica se halla de hecho marcada -y condicionada- por lo que podríamos denominar el fenómeno del libro sagrado. La expresión coránica Ahl al-kitâb, esto es, “un pueblo que posee un libro sagrado”, impregna toda la consciencia espiritual musulmana. No hay Islam sin Corán, es cierto, aunque me atrevería a decir que lo islámico, entendido en su acepción meramente histórica, en modo alguno agota el caudal de lo coránico. A lo sumo, lo islámico es una posibilidad más de lo coránico, y en muchos casos, seguramente, ni siquiera la más lograda.

Sea como fuere, el caso es que para los musulmanes no se trata de un libro cualquiera. Lo que en verdad le otorga sacralidad al Corán es su naturaleza. Para el Islam, el Corán es Kalâm Al.lâh, es decir, la “palabra de Dios”. La autoría del libro no es, así pues, de carácter humano sino directamente divino. Tampoco se trata de un libro inspirado, categoría ésta también menor. A ojos islámicos, el Corán es, insisto, el verbo divino. Se trata, en suma, de un libro revelado -también esto merecerá algún apunte posterior-.

“La palabra de Dios en el Islam”, afirma Seyyed Hossein Nasr, “es el Corán; en el Cristianismo es Cristo. El vehículo del mensaje divino en el Cristianismo es la Virgen María; en el Islam es el alma del profeta Muhammad. El Profeta ha de ser analfabeto de la misma manera que la Virgen María ha de ser virgen. El vehículo humano del mensaje divino ha de ser puro y sin mancha. La palabra divina sólo puede ser escrita sobre la pizarra pura y limpia de la receptividad humana. Si esta palabra toma forma corporal, la pureza es simbolizada por la virginidad de la madre que da nacimiento a la palabra; y si lo hace en forma de libro esta pureza es simbolizada por la naturaleza analfabeta de la persona que es escogida para anunciar la palabra entre los hombres” (20).

Jacques Berque acuñó en su día un feliz neologismo con el que apuntar el papel preponderante que juega el hecho coránico en el Islam. Se trata del término inverbación, de verbum, la palabra (21). En el Islam Dios no se encarna, como en el Cristianismo, sino que se inverba; de ahí el papel tan distinto que el lenguaje ha jugado en una y otra tradición. Así, mientras que la lengua utilizada por Jesús no despierta excesivo interés en el exegeta cristiano, la lengua árabe coránica se sacralizará hasta el punto de que el intérprete será siempre un filólogo. Aquí el riesgo, y de hecho sucedió, es confundir la palabra divina, y lo que tras dicha expresión -para mí simbólica- pueda encerrarse, y la enunciación humana manifestada en el tiempo y en una lengua concreta.

En ese sentido, la sacralización alcanzó unas proporciones insospechadas. Así, por ejemplo, los primeros literalistas musulmanes, próximos al hanbalismo, hoy inusitadamente redivivo, consideraban que el Corán era eterno no tan sólo en cuanto a su contenido sino también en todo lo que materialmente lo constituye: páginas, tinta, colores, cubiertas… etc (22). Sea como fuere, lo cierto es que el Corán está vivo para la consciencia musulmana llegando a poseer una personalidad casi humana.

Antes de proseguir con nuestra exposición, hagamos una pequeña cala al objeto de volver un instante al texto previamente citado de Seyyed Hossein Nasr, en el que se aludía a la condición ummí, esto es, iletrada, de Muhammad, el Profeta del Islam. En efecto, eso es lo que sostiene la ortodoxia islámica, con más o menos matices, que el Profeta era analfabeto y, por consiguiente, absolutamente pasivo ante el descenso, tanzîl, del mensaje divino, más tarde recogido en el Corán.

Hoy, sin embargo, estamos en condiciones de otorgar un papel mucho más activo a Muhammad en el complejo proceso de gestación del Corán. Qué duda cabe que algunos pensadores del llamado Islam de las luces (23), corriente a la que ya antes hicimos mención, han arrojado bastante luz al respecto. Un ejemplo: el tunecino Abdelmajid Charfi, quien considera que el mensaje aportado por Muhammad no puede ser comprendido en su totalidad si se excluye de él la historia y el contexto religioso de la región. De hecho, ninguna religión puede escapar jamás de las influencias históricas y sociológicas. Para Charfi, el fenómeno de la revelación no es en modo alguno un dictado literal proveniente de la divinidad, sino que podría considerarse como dialógica .

Hoy podemos afirmar, al mismo tiempo, que el Profeta conocía el contexto religioso de la época, del judaísmo al cristianismo pasando incluso por el zoroastrismo, mucho mejor de lo que siempre se había considerado, lo cual no resta, a mi entender, validez simbólica al hecho de que el hacer en el camino interior es muy sutil, casi un no-hacer, más aún, un dejarse-hacer pasivo. Es en este sentido simbólico en el que ha de comprenderse, creo yo, la expresión ummí, analfabeto, iletrado. Una vez más son los sufíes quienes mejor han comprendido cuanto decimos. Afirma un viejo aforismo derviche: “A Dios no se le encuentra buscándolo, aunque quienes no lo buscan no lo encuentran jamás”. En otras palabras, quien se empecina en la búsqueda corre el peligro de apartarse de lo que hay que encontrar.


13 Véase Louis MASSIGNON, Essai sur les origines du lexique technique de la mystique musulmane, París: Le Cerf, 1996.
14 Véase Paul NWYIA, Exégèse coranique et langage mystique, Beirut: Dar al-Mashreq, 1986.
Jacques BERQUE, Relire le Coran, París: Albin Michel, 1993.
15 Véase Ralph METZNER, Las grandes metáforas de la tradición sagrada, Barcelona: Kairós, 1988.
16 Luce LÓPEZ-BARALT, A zaga de tu huella. La enseñanza de las lenguas semíticas en Salamanca en tiempos de San Juan de la Cruz, Madrid: Trotta, 2006.
17 Luis GARAGALZA, La interpretación de los símbolos. Hermenéutica y lenguaje en la filosofía actual, Barcelona: Anthropos, 1990, p. 11.
18 Citado en Henry CORBIN, Historia de la filosofía islámica, Madrid: Trotta, 1994, p. 71.
19 Seyyed HOSSEI NASR, Ideals and Realities of Islam, Londres: George Allen & Unwin, 1966, p. 43.
20 Jacques BERQUE, op.cit., p. 108.
21 Henry CORBIN, op. cit., pp. 114-115.
22 Vésase Rachid BENZINE, Les nouveaux penseurs de l’islam, París: Albin Michel, 2004.
23 Ibídem, pp. 215-243.
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