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España laica. Ciudadanía plural y convivencia nacional

    Rafael Díaz-Salazar

¿CÓMO SE CONSTRUYEN LA MORAL COMÚN Y LAS LEYES EN UNA SOCIEDAD PLURALISTA?*
Si hay algún tipo de moral objetiva que impida que la laicidad se convierta en coartada para el relativismo nihilista y amoral, esta es el universalismo ético, el cual no se vincula a la ley natural. Es construido por los diversos sujetos éticos –religiosos y no religiosos- que existen en una sociedad y que quieren establecer normas morales vinculantes. Conscientes de la distinción entre moral y derecho, desean establecer una moralidad básica para toda ley. En este sentido, la ética de una sociedad pluralista es laica; es decir, no está predeterminada por un principio externo a la propia sociedad, como sería la ley natural o Dios.

Esto no significa, en modo alguno, que la ética laica tenga que ser antirreligiosa, arreligiosa o cerrada a las aportaciones éticas que provienen de las religiones, pues estas pueden y deben intervenir en la construcción del universalismo ético. Es más, la aceptación del principio de universalismo ético puede ser el punto de enganche y de diálogo con las preocupaciones honestas que están en el fondo de la reivindicación de los obispos de una moral objetiva, aunque ya he expresado el rechazo de la mayor parte de los filósofos éticos a lo que ellos entienden por el contenido de este tipo de moral. Este tema ha sido objeto e un gran debate entre Ratzinger y Habermas que he analizado extensamente en mi libro Democracia laica y religión pública.

La construcción de la ética laica requiere sujetos dispuestos a ser razonables y que no partan de estar en posesión de la verdad absoluta y del contenido de la moral objetiva. Tienen que darse razones morales unos a otros y, desde ahí, buscar un vínculo ético común, al menos de mínimos. Unos y otros tendrán que aceptar que los criterios morales que se piensan que son absolutos, inexorablemente se convierten en convicciones éticas de una comunidad religiosa o ideológica más o menos extensa.

Esta revolución moral es un signo más del proceso de secularización en Occidente y, ciertamente, produce una lógica conmoción en la Iglesia, pues durante siglos ha sido la institución que ha mantenido el monopolio de la moral. Especialmente la jerarquía eclesiástica tiene que aprender a hablar un lenguaje basado en razones morales y abandonar la mentalidad del legalismo y del objetivismo moral. De lo contrario, se autoexcluirá de una misión tan importante como es la construcción de un universalismo ético aplicado a la realidad española; un quehacer que puede recibir aportaciones muy valiosas de la Iglesia, especialmente si esta es capaz de incorporar a su discurso todo el pensamiento ético que se elabora en su seno. Rawls ha puesto el ejemplo del cardenal Bernardin para mostrar cómo hay sectores dentro de la jerarquía de la Iglesia que son capaces de traducir sus convicciones en argumentos razonables que deben ser tenidos en cuenta en la construcción de la moral colectiva (Rawls: 2001, pág. 194). En Italia el cardenal Martini también ha sabido realizar este trabajo de una forma excelente.

Otros sujetos tendrán que estar dispuestos a asumir aportaciones éticas provenientes de comunidades religiosas y evitar convertir la ética laica en un fundamentalismo antirreligioso:

Hay que impedir que la moral laica acabe representando una actitud tan fundamentalista como la de ciertas morales religiosas. Lo hace cuando considera que su punto de vista es indiscutible y ni siquiera puede ser sometido a transacciones que amplíen el abanico de posibles acuerdos. Lo hace cuando se limita a ridiculizar las posturas adversas a las propias. La descalificación del otro por principio, una práctica a la que los grupos políticos nos tienen tan habituados, es la peor forma de avanzar en la construcción de un orden moral público. (Camps: 2005, pág. 216).

Si en una sociedad pluralista la ética común y universal tiene que ser laica, el sistema de leyes todavía más. La laicidad del derecho es fundamental. Y en este ámbito, los obispos españoles deberían estar dispuestos a aprender de la sabiduría de teólogos y moralistas católicos que recogen y actualizan una tradición clásica del pensamiento cristiano que distingue entre la moral y el derecho:

Existe una distinción entre la licitud jurídica y la exigencia moral (…). Un ordenamiento jurídico puede ser justo en su existencia, aunque el comportamiento que regula (despenalizándolo o legalizándolo) sea inmoral para la conciencia ética. En determinadas circunstancias la realización histórica y posible del bien común puede postular ciertos ordenamientos jurídicos sobre comportamientos contrarios al orden moral, entre otras razones porque la no existencia de tal ordenamiento jurídico acarrearía mayores males. (Vidal: 1994, págs. 253-254).

Ciertamente, las leyes han de tener una mínima moral y no basta con que sean elaboradas a través de procedimientos democráticos. En este sentido, hay una preocupación honesta en el discurso de los obispos por la calidad ética de las leyes que debe ser tenida en cuenta. Desde una posición agnóstica, Victoria Camps afirma que “eliminada la creencia en una ley natural, quedan, sin embargo, los valores éticos y los derechos humanos, que siguen siendo la inspiración del derecho positivo. En tal sentido, la ética es anterior al derecho, es, por lo menos, una de sus fuentes de inspiración. Ahora bien, además de inspirar al derecho, la ética no queda reducida o absorbida por él, sigue ahí, como en la reserva, para poner de manifiesto los fallos y defectos del derecho, y también para cubrir la distancia que va entre la ley y su aplicación. Aunque en una sociedad democrática el poder legislativo lo tienen los representantes del pueblo, el Parlamento, el procedimiento democrático que legitima la ley no asegura, sin embargo, que la ley sea justa. Siempre habrá derechos o aspectos de los derechos fundamentales que quedan sin recoger en la legislación o que deberían ser defendidos de una forma más explícita y valiente” (Camps: 2005, pág. 80).

La ética, pues, inspira el derecho, lo critica y lo acompaña en la aplicación práctica de las leyes. Ahora bien, también es necesario descubrir la identidad, especificidad y distintividad de las leyes respecto a la ética. No toda noema moral puede convertirse en ley. Además, las leyes no imponen una concepción del bien. No penalizar un comportamiento o una práctica para evitar un mal mayor no significa proponerlo como un bien o inducir a realizarlo. En este sentido, lo más importante es la formación de la conciencia moral para distinguir lo bueno, lo malo, lo legal y lo ilegal.
[…] Para construir la laicidad en España y para saber armonizar convicciones ético-religiosas y ordenamiento jurídico propio de un Estado laico, debemos comprender la especificidad y las funciones de las leyes. Estas son creadas por garantizar derechos, pero también para evitar males mayores y resolver conflictos. Sin vínculo jurídico son imposibles la convivencia y la paz social. Las leyes fijan límites sobre lo que está permitido en una sociedad y autorizan prácticas, comportamientos y uso de técnicas cuando no son tenidas universalmente como inmorales.

Las leyes no son instrumentos para convertir los absolutos morales de una institución o comunidad en normas vinculantes para toda una sociedad, ni son un medio para imponer una idea del bien o para obligar penalmente a ajustarse a estilos de vida que, en ocasiones, son recomendaciones morales heroicas de un mensaje religioso o ético-ideológico (por ejemplo, una prohibición absoluta del divorcio o mantener la vida a toda costa a pesar de un sufrimiento extremo causado por una enfermedad incurable sufrida durante muchos años).

La especificidad del orden jurídico es la que determina que las leyes se construyan laicamente; es decir, no se elaboran a partir de las convicciones ético-religiosas de una institución confesional, sino mediante procedimientos parlamentarios y judiciales que parten del núcleo de valores constitucionalmente compartidos y de los problemas que hay que regular para asegurar derechos e impedir conflictos o males mayores.

En una sociedad pluralista la existencia de un Estado laico es imprescindible, pues es el único que puede garantizar lo que Haberlas denomina “libertades éticas iguales”. Hay que recordar que esta es una demanda creciente de los católicos en los Estados donde la religión islámica o hindú intenta que sus preceptos religiosos determinen la legislación. Creo que estos católicos suscribirían sin problemas la siguiente tesis: “la insistencia sobre la verdad absoluta en política es incompatible con la ciudadanía democrática y la idea de la ley legítima” (Rawls: 2001, pág. 162). No tengo tan claro que quienes en España critican al gobierno y al Parlamento desde la posesión de la Verdad y la moral objetiva estén dispuestos a suscribirla.

* selección de su obra: España laica. Ciudadanía plural y convivencia nacional. Madrid, Espasa-Calpe, 2007. pgs. 173-178.

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