Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
La espiritualidad como reto y fuerza transformadora en las sociedades de conocimiento
1. El conocimiento en las sociedades de conocimiento
En las nuevas sociedades, en la medida en que éstas viven de la innovación y producción continua de conocimiento, lo absoluto sólo puede ser vivido vía la espiritualidad, como la realidad sin fondo ni forma que es, no vía la religión. Y en este sentido, tanto para la sociedad como para sus miembros, la espiritualidad aparece como una necesidad y como un reto. No hay otra forma de vivirlo, ya que su posibilidad viene determinada por la naturaleza y función del conocimiento que hace posible la misma sociedad. En otras palabras, en las nuevas sociedades el conocimiento opera como un principio de realidad o matriz posibilitadora que no podemos negar. Si vivimos de este tipo de conocimiento y gracias a él, tenemos que aceptarlo, con los cambios antropológicos, axiológicos y religiosos que su presencia y accionar implican.
Decimos sociedades que viven de la innovación y producción continua de conocimiento, porque la innovación y producción continua de conocimiento suponen a su vez un tipo nuevo de conocimiento. Con la expresión ‘innovación y producción continua’ no se pretende tanto enfatizar la cantidad creciente de productos que caracterizan a nuestras sociedades y la dinámica imparable con la que se producen, como la forma nueva como se producen: gracias a un tipo de conocimiento nuevo, sistemáticamente científico y tecnológico, funcional, instrumental, no axiológico. Si solo se tratara de cantidad, novedad y rapidez como criterios, pero con y desde el mismo tipo de conocimiento con el que inventábamos y fabricábamos todo antes, no habría cambios antropológicos. El conocimiento con su pretensión de conocer la realidad y el sentido de ésta en tanto universo y cosmos, mundo y sociedad, vida e historia, seguiría teniendo vigencia, fuera religioso o meramente laico. Seguiríamos viviendo guiados y orientados por valores que creíamos descubrir en la realidad, como fue el caso durante toda la primera revolución industrial, desde el siglo XVIII hasta hace unas décadas. Pero se trata de un cambio en la naturaleza y función mismas del conocimiento.
Éste no parte tanto de la realidad como de postulados que le permitan en un sentido deseado afectar la realidad, cambiarla, transformarla. Por ello tampoco la conoce en el sentido de antes, en su supuesta esencia o realidad, ni aspira a ello. Su conocimiento no es descriptivo sino constructivo y, en este sentido, mediacional, pasajero, instrumental, no permanente. Y así es como se siente más verdadero, más útil. Si describiera como antes la realidad, sentiría que está practicando un conocimiento mítico –epistemología mítica–, sin correspondencia con la realidad. De ahí que tenga que seguir su propia epistemología, no descriptiva, no mítica, sino funcional y tecnológica.
Este cambio en la naturaleza y función del conocimiento humano es el que está en el origen del cambio en el conocimiento religioso. Si el conocimiento tal como lo requerimos y lo utilizamos actualmente no nos entrega el conocimiento de la realidad respectiva que aparentemente conoce sino que la modela y la construye, mucho menos el conocimiento religioso. Este, por ejemplo, no nos entrega el conocimiento de Dios, como tampoco de ninguna realidad genuinamente religiosa. Y ello por dos razones básicas. La primera, porque como conocimiento no puede ser descriptivo, objetivista, copia de la realidad. La segunda, porque lo religioso así conocido no es tal. Un Dios así conocido, como causa, principio, objeto o sujeto, no es esa realidad que las tradiciones religiosas han llamado ‘Dios’. Utilizado en su pretensión denotativa o descriptiva, lo que se llama “Dios” pierde todo lo que tiene de absoluto y trascendente para venir a ser una parte más de esta realidad funcional, aunque sea la parte más noble y suprema, convertida en causa primera o principio creador. Por ambas razones el conocimiento religioso deja de ser tal.
Pero no solamente deja de ser tal, sino que al conocimiento que le suceda, si es que esta posibilidad existe, se le impone también la necesidad de operar en base a postulados, verdades operativas y en este sentido supuestas, no ontológicas y definitivas. De modo que, en este sentido, el conocimiento religioso nuevo tendrá que ser constructor más que conocedor, y para ello operar en base a postulados que los resultados que se obtengan validarán o improbarán. Decimos en ‘este sentido’, porque rigurosamente hablando, aún partiendo de postulados, el nuevo conocimiento religioso o espiritual no será constructor sino creador. No se limitará a poner en la realidad lo ya existente, aunque sea de manera implícita, en un conocimiento y en un método previamente poseído, sino que creará una nueva realidad, la más última, la más real, la más sublime.
Ahora bien, este nuevo conocimiento, gracias al cual y cada día más podemos vivir y sobrevivir como individuos y como sociedad, en la medida en que no percibe a la realidad objetivamente, esto es, valóricamente, axiológicamente, en sociedades como las nuestras, con tanto poder transformador de la misma realidad, nos lleva literalmente a una catástrofe, humana y de civilización, si en su aplicación se limita a sí mismo al mundo puramente material y técnico o instrumental. Ya que un conocimiento así, no sólo es un conocimiento sin fines y objetivos, sino incapaz de formularlos. Y ninguna sociedad, mucho menos las nuestras por su poder, pueden vivir sin fines ni objetivos. Simplemente, no son viables. De ahí la necesidad de ampliar este conocimiento en base a postulados a todo el campo de la axiología, al campo por ejemplo de la ética, e incluso de la misma espiritualidad. Ya que como planteaba Mariá Corbí en un guión de temas para este post-coloquio, «Las transformaciones culturales más profundas no están ocurriendo en el mundo científico y tecnológico, sino en el mundo axiológico, en el mundo de la concepción del valor, de los proyectos colectivos, de la cualidad humana, de la religión y de la espiritualidad».
En las sociedades de conocimiento axiología y espiritualidad constituyen, pues, una necesidad y un reto, que deben ser atendidos desde el primer momento, no una vez que el nuevo conocimiento haya impuesto una construcción sin sentido.
2. La espiritualidad como necesidad y como reto
En las nuevas sociedades la espiritualidad constituye una necesidad y un reto por varias razones.
En primer lugar, porque como hemos visto el quiebre del conocimiento objetivo desobjetiva a su vez el conocimiento religioso pasado, y al desobjetivarlo lo vuelve mítico, ineficiente, por no decir sin pertinencia. De ahí que si los contenidos genuinos de las religiones pasadas van a tener aún valor e importancia para nosotros, ello ha de ser como experiencia espiritual, como conocimiento y valor totales y gratuitos, sin fondo ni forma. En otras palabras, podremos vivir todo lo religiosamente genuino que nuestros antepasado vivieron bajo la forma religiosa, pero sin creencias. Esta es la única forma en la que las religiones podrán “sobrevivir” en nuestras sociedades de conocimiento, como espiritualidad o cualidad humana profunda.
En segundo lugar, y ésta es la razón más de fondo, porque, como vimos, el conocimiento actual operando en base a postulados, funcional y pragmático como es, necesita de la espiritualidad como fin y objetivo último en términos de calidad humana y por tanto ya presente para individuos y sociedades ahora y aquí. Lo necesitamos como sociedades y como individuos, lo necesita el propio conocimiento, incluso en aquello que tiene de más pragmático y de más operativo. Porque sin una capacidad para imaginarse, pensar y concebir la realidad más allá de toda posibilidad pragmática, lo pragmático se siente y resultado limitado en su propio ser pragmático. Y esto, dejada aparte la frustración que produce, es un límite contradictorio con una sociedad que vive y tiene que vivir de la innovación y producción continua de conocimiento. De hecho, así lo están sintiendo ya los científicos de punta. Se diría que éstos, para pensar en términos cada vez más “realistas” la realidad, sienten la necesidad de pensarla de manera “no realista” o espiritual, que en el fondo es la forma más realistas, según la expresión de Joan Margarit, premio nacional de poesía en España el 2010, «la poesía es mucho más real que la economía», o la expresión de Novalis recogida por Octavio Paz, «la poesía no hace pero hace que se pueda hacer».
Ante esta necesidad y este reto, se podrá hacer la pregunta, ¿no bastará con la producción de una ética? ¿Para qué la espiritualidad? La ética es simplemente necesaria, aún con espiritualidad. Como ambas se ubican en dimensiones diferentes, una en la dimensión funcional a la vida, la otra en la dimensión de la gratuidad, la ética es sumamente necesaria. Sin los fines y objetivos que la ética representa y en función de los cuales define el actuar humano, individual y social, la sociedad como proyecto humano resulta inviable. Pero no basta. Por naturaleza y función la ética es procesual, apunta siempre a un futuro que opera como horizonte y se desplaza como éste, y en este sentido nunca puede ser realización plena y total en el presente. Sí, la ética no es realización plena y total aquí y ahora, y el ser humano, una vez que la ha descubierto, aspira a esta realización aquí y ahora, de manera que no se realiza si no la logra. Y esta es la realización que le ofrece la espiritualidad. De ahí que, además de la ética y juntamente con ella, sea necesaria la espiritualidad.
En sociedades pasadas, sobre todo agrarias, la superposición de ética y espiritualidad, frecuentemente vividas ambas en el marco de las religiones de creencias, no hacía necesaria tal distinción, aunque suele estar presente en los grandes hombres y mujeres espirituales. Pero en nuestras sociedades ésta es una necesidad cada vez mayor: una ética, aunque necesaria, sin espiritualidad se revela cada día más como lo que es, necesaria para garantizar la realización del ser humano y orientar la construcción del proyecto humano, pero insuficiente. Porque no puede aportar la realización a la que el ser humano aspira, y porque también como ética necesita del trasfondo de ese imaginario sin límite que es la espiritualidad, para originarse y concebirse en su fin y en su objeto.
La fundamentación última de la segunda razón, de la espiritualidad como necesidad y reto frente a un conocimiento que actúa en base a postulados, y no sólo frente sino en el marco de este, es la propia antropología humana tal como la misma es afectada por este mismo conocimiento. Si no fuera así, si la antropología humana no hiciera necesaria la espiritualidad como realización humana, a ello habría que resignarse tomando la realidad como es. Pero al ser, antropológicamente hablando, esta realización posible, ésta es la se constituye como ideal, quedando cualquier otra como inferior y, en tanto inferior, no realizadora, por más exitosa que técnica y materialmente resulte. Las torres de Babel desde que conciben sus cimientos mismos están condenadas a su autodestrucción, y ello tanto más cuanto más poderosas son, cuanto más se construyen de manera impertinente, dejando alguna dimensión esencial por fuera de su concepción, cimientos y estructuras.
3. Una necesidad y un reto ya
La espiritualidad como necesidad y como reto comienza a ser real tan pronto se la descubre, si no antes, con el mismo comienzo de las sociedades de conocimiento. En otras palabras, la atención y respuesta que demanda es impostergable, tiene que comenzar con su propio descubrimiento. No se trata de un aporte deseable en caso de querer hacer individuos y sociedades perfectas, pero sin el cual individuos y sociedades pueden vivir confortablemente –si se desarrollan primera y prioritariamente otros recursos y capacidades, como el mismo conocimiento y la técnica–, y si no confortablemente, al menos con problemas y conflictos en un grado o nivel de tolerables, tal como siempre parece haber sucedido en el pasado.
En el pasado los cambios de paradigma cognitivo y axiológico siempre fueron traumáticos, no hay que olvidarlo, y nunca fueron tan radicales y profundos como en el presente. Todos los paradigmas anteriores al nuestro comportaban con ellos la axiología necesaria para guiar y orientar la sociedad. El nuestro no. En este sentido es inédito. Además del ritmo vertiginoso, arrollador y profundo de los cambios. Son cada vez más frecuentes los analistas y pensadores que ven una relación necesaria entre el tipo de conocimiento y te técnica desarrollados y los graves problemas que estamos sufriendo como planeta y como especie. Para referirse a este cambio producido en el ser humano algunos utilizan un término biológico muy fuerte, mutación, mutación antropológica. En cualquier caso, aunque la relación entre conocimiento y problemas no sea tan necesaria, es un hecho que nadie consciente de los problemas causados y de su envergadura aprueba el uso casi exclusivamente instrumental y utilitarista que estamos haciendo del mismo. Al contrario, la preocupación grave es la tónica dominante, al mismo tiempo que nuestras sociedades han sido llamadas, y no sin razón, “sociedades de riesgo”. En otras palabras, la espiritualidad es una necesidad y un reto ya, que no puede ser postergado.
La espiritualidad, que la naturaleza y función del nuevo conocimiento hace surgir como una dimensión cuyo cultivo es individual y socialmente necesaria, tiene que estar presente desde ya en la construcción de la sociedad de conocimiento y ello de una manera transformadora. Y lo primero que tiene que afectar es al propio conocimiento, redimensionándolo y enmarcándolo dentro del marco total que ella constituye y significa. Un reto muy sentido pero nada fácil de descubrir y formular en sus concreciones, dado que el mismo supone descubrir la articulación posible y deseable entre espiritualidad y funcionalidad, entre dimensión absoluta del ser humano y dimensión relativa, y la relación entre ambas, aunque muy importante y necesaria, es indirecta, no directa, como por lo demás entre el arte y todo lo que es técnico y funcional.
Como se ve, no se trata de la necesidad de una revolución más, ésta ya no basta, sino de una transformación o, mejor aún, mutación antropológica. Es el ser humano el que hay que cambiar para cambiar su relación con la realidad e incluso ésta. Por ello la espiritualidad es transformadora y liberadora, la única fuerza realmente transformadora y liberadora. La única a la altura de la necesidad y de los retos que de un tiempo a esta parte estamos experimentando. Desde este punto de vista la creación de condiciones para que la misma se dé, ya que el hecho en sí de darse no puede ser objeto de nada, debiera ser política de Estados, de todos los Estados del mundo y si la hubiera de la autoridad que los representara a todos.
Redimensionando y enmarcando el conocimiento que hoy tenemos como matriz posibilitadora de vida, la espiritualidad tiene que transformar todo lo demás, en esa relación sin embargo indirecta que es la suya con la realidad que llamamos funcional, esto es, en función de la vida. Creación hacia dentro de sí misma y transformación hacia fuera son las dos funciones que deben ser connaturales, sí así se nos permite hablar de función y connaturalidad donde no hay tal, a la espiritualidad desde que es tal. Como realización máxima del ser humano que es, ella está llamada a ser la mayor fuerza transformadora de toda la dimensión cósmica y humana, incluida en ésta la dimensión cultural, social y política. Y tiene que serlo desde un principio, desde le propio conocimiento que, por así decir, la hace visible como necesidad y como reto, no después y como un complemento. Aunque reconociendo que conocimiento y técnica, como toda la construcción de lo funcional a la vida, son realidades autónomas que en su dimensión deben construirse de acuerdo a sus posibilidades. La función de la espiritualidad será de inspiración y fuerza, de identificación a la vez que de distancia, de realización y transformación.
En cuanto a la capacidad transformadora de la espiritualidad, ya lo hemos expresado, no hay otra humanamente superior. Plena y totalmente desinteresada, no tendrá otro interés que el de la propia realidad a vivir y transformar y lo hará con toda la plenitud y el ser que es. La espiritualidad en sí misma no tiene proyecto propio y sí una cualidad que le hace la fuente humana de compromiso por excelencia: la de identificarse en la unidad con la realidad que descubre como la realidad es, en su ser más profundo, y la de poder de mantenerse distante de aquella que la realidad tiene de no tal.
En síntesis, conocimiento y espiritualidad son claves en la construcción de las sociedades humanas actuales y en el futuro. Las dos desde el principio, y el conocimiento como paradigma enmarcado en la espiritualidad. Las sociedades actuales viviendo de la innovación y producción continua de conocimiento, tienen que ser también sociedades de creación continua de espiritualidad, aun recordando siempre que «lo esencial es invisible a los ojos» (Antoine de Saint Exupery) o su expresión equivalente, «lo esencial no se puede enseñar» (Marcel Légaut).