Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
LOS SECRETOS DE YHVH
Patrick Levy
El rabino Isaak era un maestro exigente. Estudiar con él no era ir a pasar un rato a su casa para aclarar un par de temas de la Torá. Planteada una cuestión, Isaac podía trabajar durante cinco o seis horas. Nos pedía centrar nuestra atención en ello con una vigilancia constante. Para hacerlo, nos planteaba repentinamente alguna cuestión inesperada. Yo temía aquellos momentos en los que me pedía entrar en mí para examinar lo que me estaba mostrando. Estaba muy lejos de ser un juego intelectual. Con cada una de esas introspecciones, yo sabía que me estaba llevando a examinar algo que me haría ver el mundo de una manera diferente. Sobre todo, él insistía en que no me quedara en las palabras, que transformara en actos aquellas nociones a las que nos habíamos aproximado por el razonamiento. La intelección se transforma con el estudio y entonces modifica el comportamiento, el mundo en el que vivimos cambia ya que ha cambiado nuestro pensamiento, es percibido de forma distinta y, en correspondencia, llama a actuar de forma distinta.
Quería que tocáramos de pies en el suelo, que pasáramos del pensamiento a la acción, que fuéramos coherentes.
(…)
Estábamos sentados alrededor de la mesa, cara a cara.
– Hay dos aspectos de Dios -dijo-, el Infinito en sí mismo en unidad infinita, y el Infinito en manifestación, creando.
– Me habéis dicho que nosotros somos el Infinito. ¿Hay alguna diferencia entre Dios y yo?
El rabino me respondió con una pregunta:
– ¿Qué Dios?
– El Uno.
– ¡Pues ya has respondido a tu cuestión! Dios suscita la dualidad pero se mantiene Uno, más allá de cualquier determinación. ¡Ahí tienes la diferencia! El Ain-Sof y Dios, sea cual sea su nombre, no son diferentes. Son Uno. El Uno les une y lo une todo. El Uno todo lo sobrepasa, todo lo abraza. Nada es fuera de Él, ni Él mismo «existe» en el sentido de ser algo fuera del Uno. (…) Como tan bien dijo Moisés de León: «la creación y la vida son, al fin y al cabo, un movimiento del Infinito desde sí mismo a sí mismo».
– ¿Por qué? ¿Por qué el Infinito debería hacer algo?
– Para ser. Expresa el movimiento del deseo de ser.
Y añadió, pasados unos momentos:
Entre todos los Nombres hay uno más citado en la Torá que cualquier otro: es el inefable Yod-He-Vav-He. Nunca hay que perder de vista que YHVH es indeterminado, expliquemos de él lo que expliquemos. No tiene significado alguno, como tampoco lo tiene la Creación. Somos nosotros, los seres humanos, los que necesitados de sentido nos empeñamos en determinar aquello que es indeterminado. Para que el mundo permanezca indeterminado, es decir, en la esfera indefinida de la libertad, hace falta que se fundamente sobre algo absolutamente libre. El Nombre nos ofrece esa referencia y los sentidos que le otorgamos, que son bien poca cosa, no son más que los artificios que nos permitirán, quizás, hacer aflorar al Ser, la Causa, la Fuente Abismal. La meditación sobre el Nombre nos ha de conducir hacia el encuentro de lo inefable indeterminado. Lo indeterminado no es una respuesta. Es una pregunta. Nos sirve de clave.
– Mira esta planta. Mira en su interior, mira lo que es, mira su ser. Si llegas a traspasar la banalidad de tu mirada cotidiana, sabrás de qué estamos hablando.
– «Amor» en hebreo es ahavah (AHBH), su valor numérico es 13. El mismo valor de Ekhad (A ^ HD), Uno. Cuando contemplas con amor, atiendes al Uno. Desde esa perspectiva, atendiendo al Uno, eres amor. Si unes Uno y amor, estás ante YHVH –su valor numérico es 26-. Un Amor que todo lo reúne en el Uno equivale al innombrable: YHVH. «Siempre se haya ante nuestros ojos «-dice la Escritura (Salmo 16,8)-. […] YHVH es sinónimo de libertad. Es el preámbulo de las diez Palabras (en hebreo este pasaje no se conoce como «mandamientos», dibrot significa palabras, no mandamientos) no leemos «no tengas más Dios que Dios» si no «no hay otro Dios (Elohim)». No es una orden, es una proposición, la indicación de un camino, de una dirección, de un proyecto: camino de liberación. Somos esclavos de la imagen que nos hacemos de Dios, y, antes que nada, esclavos de la imagen que nos hacemos de nosotros mismos. En el Uno no hay dos, no hay nada fuera del Uno. La libertad es exigente. No tener más Elohim que YHVH apunta hacia no añadirle nada, no asociarle nada, ningún otro valor, ni delante, ni contra, ni al lado, de Mi-yo YHVH, ninguna religión, ninguna doctrina, ninguna ambición, ningún proyecto, ningún objeto, ningún poder. YHVH pone en guardia contra la reducción del Inefable a un atributo, una creencia, una idea. Si le adjudicas alguna idea, reduces a Dios a esa idea. Cualquier afirmación lo sitúa en el polo de la dualidad, mientras que YHVH se mantiene más allá de todo nombre o cualidad. Su Nombre impronunciable da testimonio de ello.
[…] -Pero, entonces, ¿cómo conocerle? ¿Qué queda?
– ¿Qué queda?
– ¿Nada?
– No exactamente, Queda la meditación sobre la inconsistencia de toda cosa, sobre la irrealidad de las cosas, sobre la vacuidad. Y queda el soplo, aquel soplo de YHVH presente también en nosotros. Queda la luz interior sin medida.
[…] No buscarás YHVH en una imagen, en la imagen que tienes de ti mismo. Lo buscarás en ti, en un tu sin imagen, indescriptible que trasciende el «yo» que puedes identificar. Cuando en ti ya no quede más que un Mi-yo, en el yo sin descripción, sin identidad, encontrarás al Yo soy, El que Es.
(Patrick Levy. Le Kabbaliste: rencontre avec un mystique juif. Paris, du Relié, 2002. pgs. 120-132)