Marià Corbí “Un anciano explicó que Yajnadatta creía que había perdido la cabeza y se puso a buscarla, pero una vez detuvo la mente que buscaba, encontró que todo estaba bien”... LAS ENSEÑANZAS ZEN DEL MAESTRO LIN-CHI (China, s.IX), es uno de los textos que se están trabajando este curso en CETR. He aquí una pequeña selección de la obra y un comentario de Marià Corbí sobre la propuesta del maestro Lin-Chi. La edición castellana utilizada en el seminario está a cargo de B. Watson (Los Libros de la Liebre de Marzo).
NO CONOCIENDO AÚN LA VIDA… -Enseñanzas de Confucio-
El Maestro dijo: “estudiar y, en el momento oportuno, llevar a la práctica lo aprendido, no es acaso motivo de alegría? El que venga un amigo de lugares remotos, ¿no es acaso motivo de regocijo? No experimentar amargura pese a ser ignorado por los hombres, ¿no es eso nobleza? (I,1)
El Maestro dijo: “You, te enseño lo que es el saber? Considera que sabes lo que sabes, considera que no sabes lo que no sabes. Ese es el saber” (II, 17)
Zidong dijo: “lo que no deseo que los demás me hagan, tampoco deseo hacerlo a los demás”. El Maestro dijo: “Zi, todavía no has llegado a eso”. (V, 11)
El Maestro dijo: “No esclarezco más que a quien muestra esfuerzo. No inspiro más que a quien muestra anhelo”. (VII, 8)
El Maestro dijo: (…) “de no conseguir ver a un hombre de bien, me bastaría con ver a uno de constancia. [quien] pretende tener lo que no tiene y finge abundancia en la inopia, o caudal en la miseria, difícilmente será constante”. (VII, 25)
El Maestro pescaba con anzuelo, no con red. Cuando cazaba pájaros con saetas de cordel, nunca disparaba a los que estaban posados. (VII, 26)
El Maestro dijo: “¿La humanidad es inaccesible? Basta con desearla para alcanzarla” (VII, 29)
Ji Lu preguntó cómo servir a los espíritus. El Maestro le dijo: “No siendo aún capaz de servir a los hombres, ¿cómo se puede servir a los espíritus?” Ji Lu prosiguió: “¿puedo preguntaros acerca de la muerte?”. El Maestro dijo: “No conociendo aún la vida, ¿qué se puede saber de la muerte?”
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Se ha presentado a Confucio como un reaccionario obsesionado por los ritos y los gloriosos tiempos de la antigüedad. Él mismo afirmó no ser un creador: «transmito, no invento. Siento confianza y querencia hacia la antigüedad» (VII,1). Sin embargo, fue precisamente lo subversivo de su pensamiento lo que molestó a sus contemporáneos más poderosos. Como sugiere Étiemble, sus frecuentes referencias a un pasado más o menos legendario que toda persona culta conocía podían ser un recurso para legitimar, por así decirlo, sus propias ideas. En cualquier caso, esa herencia cultural era fuente de inspiración creativa: «Aquél que, repasando lo sabido, aprende de ello algo nuevo puede ser maestro» (II, 11).
En una época en que reyes, señores y pequeños nobles habían perdido sus cualidades propiciadoras y civilizadoras, es decir su virtud, el Maestro Kong consideraba que cualquiera podía ser hidalgo o villano, independientemente de su linaje. Era necesario «rectificar los nombres», devolviéndolos a la esencia de las cosas, la que constituye su virtud: el mal rey no era un rey porque no se ajustaba a lo que debe ser un rey (…); del mismo modo, el mal vasallo no debía ser considerado vasallo, ni padre el mal padre, etc., puesto que ninguno de ellos era digno del nombre cuyas prerrogativas usurpaba. Tampoco el villano de condición lo era realmente si demostraba poseer las nobles cualidades del hidalgo (varios de los discípulos más estimados de Confucio eran de extracción humilde). Estas consideraciones, que pueden parecer evidentes ahora, en la jerarquizada sociedad feudal del siglo VI a.C. resultaban profundamente originales.
La virtud que otorgaba el cielo dejaba, pues, de ser un privilegio aristocrático, cualquiera podía perfeccionarse a sí mismo. (…) era posible aspirar a la «humanidad» (ren) y convertirse en hidalgo [nobleza]. Bastaba con desearlo y con mostrar firmeza en el afán de aprendizaje, ya que todos los hombres son iguales al nacer; sólo la educación, la experiencia y las costumbres los diferencian: «las naturalezas humanas allegan, los hábitos distancian» (XVII, 2).
Sobre el «ren», concepto central del pensamiento confuciano, podría decirse que es la virtud sintética o la virtud de virtudes, ya que incluye todas las demás: es la humanidad perfecta. (…) En ningún momento da Confucio una definición absoluta del ren («¿Puede hablarse con ligereza de lo que difícilmente se lleva a la práctica?» -XII,3-), pero sí a pinceladas, siempre teniendo en cuenta la personalidad del discípulo que lo interroga. Para ser ren hay que amar a los hombres, ser benevolente, no infligir a los demás lo que uno no quiere que los demás le inflijan; ser justo y actuar siempre con equidad de acuerdo con cada circunstancia y jamás en función del provecho, ni en espera de un logro; ser universal, imparcial, y carecer de prejuicios; leal y entregado, sincero y cumplidor de la palabra dada; respetuoso consigo mismo y con los demás (muy especialmente con los padres); bondadoso y compasivo. (…)
Quien aspira a ren pone el mayor cuidado en cuanto emprende, da ejemplo en todo, perfecciona a los demás perfeccionándose a sí mismo, beneficia a los demás con lo que beneficia a sí mismo. Para ello, practica la introspección: conocerse a sí mismo es esencial para conocer al otro y saber qué puede uno aportarle o aprender de él; y también la observación: «a cada hombre su modo de errar. Observando los errores, se conoce su humanidad» (IV,7), y «Observa cómo actúa. Considera sus motivaciones. Averigua lo que le proporciona bienestar. ¿Qué puede el hombre ocultar?» (II,10)
La práctica de las virtudes que constituyen, en último término, la humanidad, unida a la ecuanimidad que proporciona la cuidadosa observancia de los ritos, son el principal objeto del aprendizaje de cualquiera que aspire a convertirse en hidalgo [noble], tanto si ya lo es de condición como si es plebeyo. De este modo se consigue un conocimiento del hombre. Sin embargo, existe un conocimiento más elevado: el del cielo en la medida en que se relaciona con el hombre…
(Anne-Hélène SUÁREZ, de la Introducción a su traducción y edición de las Analectas de Confucio: Confucio. Lun Yu. Barcelona, Kairós, 2002)