Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
Obstáculos en el camino
(fragmento de: El esplendor de la nada. Bilbao, Desclée de Brouwer, 2010. pgs. 232-236)
Introito
La vida, contra lo que se ha dicho, no es una mala noche en una mala posada; ni ella, por sí misma, es un valle de lágrimas. El cielo siempre hubo de residir en ella y es cuestión de rescatarla de las insondables alturas. Bajar a la realidad, como se dice, sería incorporar la dicha de la Vida en el corazón de la tierra, aboliendo otros pretextos oscuros, por muy religiosos que ellos sean. La Realidad, es más que el cotidiano escenario de una lucha a muerte entre individuos muertos. Hemos programado la mente con las grandes ficciones de los autosacralizados colonizadores de conciencias, creando en sus mansos fieles una falsa idea de sí. Tal es el reino de la muerte que hemos llamado vida, el fraude que pervierte la alegría, tan ajena a todo tipo de epitafios: la tierra –decía el poeta R. Juarroz- no sabe qué hacer con los muertos, y bajar el cielo a al tierra podría servir al menos para corregir la muerte.
Nuestros oídos (si el planeta no nos ha expulsado antes con nuestras patrias y fronteras a la espalda), necesitan oír otras noticias, ver otra TV, escuchar otra música: la canción sin distancia, la canción que no entra en el oído, la única canción irrepetible. Todo hombre necesita una canción intraducible…
Malvivimos sometidos, desconociéndonos, andando cabeza abajo por las calles, igual que las moscas lo hacen por el techo. Nos falta adivinar nuevos senderos, caminar cabeza arriba usando la propia cabeza, no sometidos a la ajena. Urge descolonizar nuestra conciencia de una falsa moral. Urge des-obedecer tantos catecismos religiosos y políticos, ya que, de lo contrario, sobraremos en el planeta y seremos -¿ya lo somos?- el excedente narcisista de un proyecto fallido. El alma y la piel recalentada de la Tierra nos vomitará tan harta ya de nosotros; o nos cambiará por otra especie. Urge una total transformación.
Cuando aquí hablamos de transformación, conviene recordarlo, nos referimos a una experiencia total, más allá de la objetividad y de la subjetividad, a un acuerdo entre lo exterior y lo interior. No existe cambio sin cambiarse, y al revés: la transformación interior que no alcanza un cambio de vida externo siempre será un alienante error o una lamentable falsedad.
A un monje que estaba sumido en un intenso estado beatífico tan prolongado que no quería salir de él, el Maestro Eckhart le conminó: “sal de ahí raudamente, emprende la primera tarea que puedas, pues lo tuyo no es sino un sentimiento disolvente”. También la borrachera suele revestirse de luz y el narcisismo de beatitud.
El precio del miedo
Cuando alguien me pregunta cuál es el mayor obstáculo del caminante, siempre respondo que el miedo del ego a perder sus posiciones. Herimos más con el escudo que con la lanza, y el miedo es una de las mayores dificultades de nuestro crecimiento personal, de nuestra convivencia, de nuestra vida. Una persona, cuya mente se halla atrapada por el miedo, vive en la confusión y en el conflicto. Por eso suele ser agresiva: el miedo nos esclaviza en los propios patrones obsoletos, en las creencias, engendra cinismo y violencia.
Para contrarrestar el miedo, los grupos humanos se organizan en torno a patrones de pensamiento programados que pretenden que la gente se religue (pues de re-ligiones se trata) a un modelo establecido, a una programación mental que busca más el mimetismo que la madurez: por ello todo grupo humano tiene sus tabúes, un “pensamiento único”, que, por inhibición del pensamiento crítico, nos preserva del enemigo desconocido. Pero lo lamentable es que esa enajenación se considere “normal” y hasta modélica. Ocurre que hemos confundido lo habitual y frecuente, es decir la normalidad estadística, la de la curva de Gauss, con la normalidad mental y espiritual que trasmite una persona en paz.
Por identificarse con ese tipo de “normalidad”, se puede constatar que la inmensa mayoría de nuestros políticos son incapaces de asegurar la convivencia pacífica. Mientras consideremos que lo normal es lo frecuente y sigamos recibiendo una educación competitiva que engendra pavor y repulsa a “lo distinto”, no saldremos de las cavernas del miedo, fuente de todo terrorismo. La gran prueba que constata la madurez de una persona, además de saber integrar aquello que es distinto a ella misma, pasa por la experiencia de cómo asume y maneja su propia soledad frente a un ambiente hostil. Por eso, un ser despierto es solidario, más también antigregario. Puede sentir miedo, pero no llegará a bloquearse por él.
[…] La aventura de “atravesar” el miedo a la soledad, es la asignatura pendiente, el examen de madurez y, sobre todo, la impronta del estilo de vida de quienes buscan las auténticas claves futuras de una vida despierta y con sentido.