Jesús fue un hombre como nosotros.
¿Cómo es que tuvo tanto poder y tanta grandeza?
Si se tiene en cuenta el acceso humano a la doble dimensión de lo real, es posible aproximarse a comprender algo más a Jesús sin tener que hacerle Dios e Hijo de Dios.
Él, como todos nosotros, no fue nadie venido a este mundo. Él, como todos nosotros, fue el misterio mismo de los mundos, la dimensión absoluta, la «DA».
¿Cuál es la diferencia entre Él y nosotros?
Él fue consciente plenamente de nuestra condición de animales constituidos, como tales, por nuestra competencia lingüística, es decir, fue consciente de su doble dimensión de lo real como viviente humano y de su condición radical de su auténtica realidad, ser la DA, sin distancia alguna; llegó a saber que su realidad era la DA y solo la DA.
Llegó a saber de su plena condición de viviente, pero supo también que su condición de humano no ponía ninguna frontera a su condición de DA. No ponía ninguna frontera, ni ponía ninguna realidad que no fuese la DA. Todo su ser de humano era una forma de la DA. Él era el misterio de los mundos que se manifestaba en forma humana.
Él lo fue, como todas las criaturas, solo que perfectamente consciente de su auténtica condición. Esa lucidez suya de mente y de todo su sentir le hizo transparente a sí mismo y a todo humano que le pudiera ver.
Esa fue la fuente de su poder, de su sabiduría y de su poder de arrastre. Esa total transparencia es lo que le creó enemigos, porque su transparencia mostraba la falsedad de todo otro poder y de toda otra pretensión de sabiduría.
Lo que él fue, nos muestra lo que nosotros también somos. Él es nuestro hermano en todo. Un hermano, no un Señor, que mostrándonos lo que en realidad somos, nos salva del error en que vivimos creyéndonos alguien venido a este mundo, pobres criaturas pecadoras.
Él, desde sí mismo, revela el misterio de los mundos, nuestra propia realidad. No nos revela una doctrina que creer y a la que someterse, ni un proyecto colectivo eterno, ni quiso fundar una religión.
Él nos enseña a no cegarnos con nuestro egoísmo, sino a morir a él, para que podamos ver lo que Él nos revela en sí mismo, en sus palabras, en sus obras
Esa fue la tarea de todos los grandes maestros de la historia humana, no solo la tarea de Jesús. Él es, sin duda, grande entre los grandes, pero en todos ellos brilla, deslumbrantemente, el misterio de los mundos. Nuestros débiles ojos no son capaces de discernir y, menos, juzgar, qué brillo es el mayor. Plantearse esa cuestión es plantearse una pregunta imposible de contestar, porque la DA es inobjetivable, se presente como se presente y, además, esa pretensión de saber cuál de los maestros es el más grande, no sirve para recibir mejor la luz en nuestra mente y en nuestro corazón, no sirve para nada, solo para darnos falsas seguridades.
Él no es el único que cumplió plenamente su destino de humano, todos nosotros estamos llamados, gracias a su testimonio, a cumplir ese destino.