Francesc Torradeflot Las joyas de las sabias y sabios son como las ramas del nido de los pájaros, imprescindibles cobijos para poder aprender después a volar libres y a disfrutar del aire fresco y de la vida en plenitud. La sabiduría es el regazo tierno y maternal cuidado que vivifica. Es necesaria pero no suficiente, es un hogar y un solaz, pero después hay que volar. Es un placer para mí poder compartir esta muestra del tesoro de humanidad que la vida nos ha regalado...
Rabí Hilel y los orígenes del Talmud
Las enseñanzas de Rabí Hilel son tema de reflexión desde hace más de dos mil años. La historia de este maestro nos acercará al judaísmo y a algunos aspectos clave de esta tradición. [El texto pertenece al libro de T. Guardans: Las religiones, cinco llaves. Octaedro, 2007. 143 p.]
Trabajó durante cuarenta años, estudió cuarenta años y enseñó cuarenta años…
Es lo que se dice de rabí Hilel, uno de los más grandes sabios del pueblo judío. Sus palabras no han dejado de ser estudiadas desde hace más de 2.000 años. Hilel nació en Babilonia en el seno de una familia humilde en el siglo i a. de C. Como cualquier otro joven judío de su tiempo, había estudiado las sagradas Escrituras. A los trece años ya se las sabía perfectamente: había llegado para él el momento de celebrar la Bar Mitsvá, que lo convertiría en “hijo de la Ley”. A partir de aquel día sería un adulto con todas las responsabilidades, los derechos y los deberes de los adultos. Hoy en día, también las jóvenes celebran su mayoría de edad: es la Bat Mitsvá, que quiere decir “hija de la Ley”.
El día de su mayoría de edad, Hilel se cubrió por primera vez con el talit –el manto de oración-. Cuando llegó el momento de la lectura, fue conducido hasta el púlpito y desplegaron ante él el rollo de la Torá. Reinaba un silencio absoluto. Toda la asamblea se mantenía expectante. Hilel respiró hondo, como si quisiera llenar sus pulmones de ánimos y, finalmente, comenzó a leer. Las primeras palabras las pronunció con voz algo temblorosa, pero enseguida adquirió seguridad y avanzó con firmeza a lo largo del texto. Leyó muy bien. Atrás quedaba la infancia. Ya era un hombre.
Eso era lo que todos le decían: que ya era mayor. Mayor para decidir y para opinar. A los trece años, con sus conocimientos de las Escrituras, se suponía que sabía lo necesario para hacer lo apropiado en cada ocasión. Porque para eso servían los Libros de la Torá: para guiar la actuación correcta. Sin embargo, Hilel no lo veía tan claro. Es cierto que había aprendido las Escrituras, pero las Escrituras se referían a hechos muy antiguos acontecidos lejos de Babilonia; costaba ver qué relación tenía todo aquello con lo que sucedía a su alrededor.
Había aprendido que Dios había creado el mundo en seis días y que el séptimo descansó, muy satisfecho de lo que había hecho; que Abraham había guiado a su pueblo hasta las tierras de Canaan, y les había hablado de la existencia de un solo Dios, un Dios que desea que todo sea tratado con respeto y cuidado. Porque Abraham había pactado con Dios, o tal vez era Dios el que se había aliado con Abraham: “Yo he sido el creador, a vosotros corresponde hacer reinar la prosperidad; Yo os protejo a vosotros, vosotros protegéis y conserváis lo que Yo he creado”. Parecía un buen pacto, pero, claro, ¡faltaba escribir la letra pequeña, la del día a día! Pasaron los años y llegó un tiempo en que las doce tribus de biznietos de Abraham tuvieron que buscar refugio en Egipto huyendo del hambre. Allí vivieron cuatrocientos años esclavizados, hasta que Moisés pudo rescatarlos y los volvió a conducir a Canaan.
En las Escrituras, Hilel había aprendido muchas cosas. Y de Moisés no digamos: de los cuarenta años en los que guió a su pueblo por el desierto, de la sabiduría que recibió en el Sinaí, de cómo bajó de la montaña con los mandamientos, con todas las orientaciones acerca de cómo debían comportarse… Las aves sabían en qué dirección debían volar, el zorro dónde cavar su guarida, cada animal sabía cómo tenía que vivir. Las estrellas del cielo, el Sol y la Luna…, cada astro, cada ser, sabía cuál era su lugar, qué debía hacer. Pero ¿y los seres humanos? ¿Cuántas generaciones habían visto la luz del sol desde los tiempos de Abraham? Había que renovar la antigua alianza, volver a pensar en qué consistía, cuáles eran los derechos, cuáles los deberes… ¿Cómo debían hacer los seres humanos para vivir realmente como tales?
Moisés subió al Sinaí con esta pregunta y pasó muchos días en la cima de la montaña. Cuando bajó de nuevo con los suyos, la sabiduría le acompañaba. Llevaba grabadas sobre piedra las diez normas básicas, constitucionales, y fue explicando punto por punto cómo vivir rectamente y prosperar, en paz y felices, manteniendo el pacto de alianza con Dios, el Poder del universo.
Pero los tiempos de Moisés quedaban tan lejos… ¡Habían transcurrido más de 1200 años! Después de tanto tiempo no siempre era fácil interpretar el sentido de lo que había dicho Moisés. O por lo menos, eso pensaba Hilel.
“Moisés dijo que era necesario dejar la tierra sin labrar un año de cada siete, pongamos por caso –pensaba Hilel-. Muy bien, pero mi padre no tiene tierras para labrar. Mi padre trabaja aquí o allá, ayuda a algún agricultor, carga y descarga mercancías… Entonces, como él no tiene tierras, ¿no necesita tener en cuenta aquello de un año de cada siete, ¿verdad? Tal vez debería realizar algo que se le pareciera. Y en un caso así ¿dónde está el parecido? ¿qué quiere decir “parecer”?» –Hilel no dejaba de darle vueltas-. Todo dependía del motivo por el cual Moisés recomendaba una cosa y no otra. ¿Cuál sería el sentido de aquel consejo: un año de cada siete dejar de labrar la tierra? ” Eso era lo que preocupaba a Hilel: ¡el sentido!.
Hilel se planteaba continuamente reflexiones de este estilo. ¡Moisés quedaba lejos! ¡1.200 años dan para mucho! Ya instalados en tierras de Canaan, el pueblo había elegido a sus reyes; el rey Salomón había construido un gran Templo en Jerusalén; los profetas habían amonestado a los reyes y a los sacerdotes del Templo porque acumulaban muchas riquezas, en lugar de repartirlas siguiendo los consejos de Moisés, los ejércitos de Nabucodonosor habían destruido el Templo y la ciudad, y muchas familias habían sido deportadas hacia Babilonia. Cuando el rey Ciro se lo permitió, muchos regresaron a sus hogares pero otros, como la familia de Hilel, permanecían en Babilonia…
Y ahora, lejos de las tierras de Canaan y de Jerusalén, Hilel no dejaba de preguntarse qué era lo que realmente importaba de entre todo lo que había enseñado Moisés. Algo no iba bien cuando resulta que los romanos eran los gobernantes de las tierras de Israel; cuando había tanta gente sobreviviendo en condiciones muy difíciles. Romanos y griegos ocupaban el territorio y tenían muchos más recursos que los judíos, ¿con quién habían pactado ellos?
“¿Es Adonai, el Señor, quien se olvida de sus promesas o somos nosotros los que fallamos al cumplir nuestra parte del pacto?” Hilel no lo veía claro. Había preguntado a su padre y también al rabí. Le insistían en que debía recordar siempre la Escritura: recordar, creer y obedecer. Eso no le bastaba a Hilel.
Shemá Israel, Adnonai Eloheinu, Adonai Ejad… “Escucha, Israel, el Señor es tu Dios, el Señor es Uno. Le amarás con todo tu corazón…” Si todo fuera tan fácil como guardar las palabras en una cajita… Hilel las tenía bien grabadas, sin duda, ¡tan grabadas como su propio nombre! Pero todas aquellas palabras, ¿las había entendido? Hilel pensaba que no, que no lo suficiente… ¿Cómo podía amar con todo su corazón y con todas sus fuerzas aquello que no había visto nunca? ¿Cómo era eso posible? Otras acciones eran más sencillas. “No idolatréis”, por ejemplo; u “honrad a vuestros padres”, o “no deseéis aquello que pertenece a los demás”, o “el sábado, en lugar de trabajar, reflexionad, orad y descansad”… Todas estas indicaciones se podían entender, pero “querer con todo el corazón y con todas las fuerzas”… ¡Eso ya era harina de otro costal!