Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
Una nueva espiritualidad más allá de las formas religiosas
Los rasgos de las nuevas sociedades y de la dinámica que desencadenan.
Las nuevas sociedades industriales viven y prosperan a través de la creación continua de nuevos conocimientos científicos y de nuevas tecnologías. A partir de esas innovaciones científicas y tecnológicas, se crean innovaciones en productos y servicios. Esas innovaciones, sobre todo si son de calidad, son el motor de la economía y la base del éxito económico.
Esta actitud innovadora, como base del éxito económico, pone a todos los niveles de la sociedad en movimiento.
Las continuas creaciones científicas suponen el continuo cambio en la interpretación de las realidades. Y como las ciencias llegan a todas partes, las transformaciones de las interpretaciones de la realidad se extienden a todos los ámbitos de lo real.
Las innovaciones científicas llevan a las innovaciones continuas tecnológicas; estas conducen a las continuas transformaciones de las formas de trabajar y, consiguientemente, a la mutación necesaria de las formas de organizarse. Estos cambios en las organizaciones exigen cambios en las formas de cohesionar los grupos y en las finalidades y valoraciones que se establecen.
Esta es la conclusión: las nuevas sociedades industriales necesitan moverse continuamente en todos los niveles de su vida. Son, pues, sociedades dinámicas que tienen que estructurarse sin creencias, porque las creencias fijan la interpretación de la realidad, aunque sea sólo en sus puntos nucleares; al fijar la interpretación fijan la valoración y, con ello, tienden a fijar la organización, los sistemas de cohesión y valoración colectiva.
Por necesidades de supervivencia, las nuevas sociedades deben excluir positivamente todas esas fijaciones porque bloquearían o dificultarían grandemente la posibilidad y el funcionamiento de las sociedades de innovación.
Cuando hay que excluir las creencias, se excluye, con ellas, las sacralidades. Al excluir creencias y sacralidades, se excluyen, de hecho, las religiones.
Y todo esto no ocurre ni por maldad, ni por degradación colectiva, ni generado por un consumismo decadente, sino por la dinámica cultural de las nuevas sociedades.
Esta es la lógica interna de las sociedades de innovación, también llamadas sociedades de conocimiento. Se las llama así porque viven de la creación continua de conocimientos, no porque sean más sabias que las que les precedieron.
Pero además de esta lógica interna de las nuevas sociedades, se crea una conciencia generalizada en la población de que todo nos lo construimos nosotros mismos, a nuestro propio riesgo. Nuestras formas de interpretar la realidad y nuestras formas de valorarla, nuestras maneras de trabajar y organizarnos, nuestros mundos axiológicos y nuestras formas de comportamiento, todo debemos construirlo nosotros mismos. Esta es la experiencia colectiva, consecuencia de la aceleración de los cambios en las últimas décadas. Nada nos viene construido del cielo, ni de la naturaleza de las cosas.
Esta conciencia colectiva de que nada en nuestra vida nos viene determinado y construido desde ninguna parte, sino que todo tenemos que construírnoslo nosotros mismos, se hace incompatible, de hecho, con las creencias y el sometimiento a una revelación que nos vendría de los cielos, que nos proporcionaría un proyecto de vida humana, intocable, al que habría que someterse.
Es decir, esta conciencia colectiva, fruto de las rápidas transformaciones de nuestras sociedades, en todos los ámbitos de la vida, viene a hacerse incompatible con la religión que se fundamenta en revelación, en creencias y en sumisiones.
En la medida en que la religión se presenta ligada a creencias y, por tanto, fijaciones, la religión se hace imposible para las nuevas generaciones.
Y en la medida en que la espiritualidad se presenta como ligada a la religión, la espiritualidad también se hace imposible para los hombres y mujeres de las nuevas sociedades.
De hecho, estas nuevas sociedades, en términos generales, no están cultivando ninguna forma de espiritualidad, con excepción de una minoría muy escueta de buscadores.
Desmantelamiento axiológico de las nuevas sociedades.
Esta es la situación de nuestras sociedades. Se trata de sociedades que disponen de poderosas ciencias y tecnologías, cuyo potencial crece día a día. Tienen poder para controlar, en notables proporciones, siempre crecientes, el mundo físico, el biológico y el de las comunicaciones. Ese poder puede ser benéfico o irreversiblemente destructivo, hasta dañar la vida en el planeta. Las primeras alarmas serias ya se han disparado.
Los procedimientos con los que los hombres han cultivado la calidad, a lo largo de la historia, han sido las religiones, y en el último tramo de la historia, las ideologías, con apoyo colateral de las religiones. Las religiones han entrado en una grave crisis, para la gran mayoría de los hombres y mujeres de las sociedades desarrolladas, y es de prever, razonablemente, que en la medida en la que las sociedades subdesarrolladas o en vías de desarrollo se incorporen al grupo de las sociedades desarrolladas, se incorporarán también a la crisis de la religión. Es razonable hacer esta previsión; lo contrario es querer evitar la dificultad del problema o esperar que el río fluya hacia arriba.
Las grandes ideologías también están en crisis. De la ideología socialista, la socialización de los medios de producción, con todo lo que ello suponía como proyecto de vida colectiva, ha quedado invalidada a causa del colapso del mundo soviético; como mínimo para un largo espacio de tiempo. Lo que queda de aquella ideología son unos cuantos postulados: equidad, justicia, democracia, igualdad, sin que lleguen a constituir un proyecto de vida para el nuevo tipo de sociedades.
La otra gran ideología no ha salido mejor parada, aunque pueda parecer lo contrario. Las sociedades capitalistas son pragmáticas y lo que les queda del viejo proyecto liberal de vida, son métodos, procedimientos para gestionar la sociedad y la economía, que con el derrumbe de los proyectos socialistas del mundo soviético, han quedado fortalecidos también para un largo período de tiempo. Estos métodos o procedimientos, que han quedado si no verificados, sí reforzados, son la democracia, la propiedad privada, la libertad de iniciativa y el mercado.
Pero tanto los grupos sociales que propugnan los postulados socialistas como los que propugnan los procedimientos que proceden del capitalismo, carecen de proyectos que ofrecer a las nuevas sociedades globalizadas de conocimiento e innovación continua.
En estos momentos de nuestra transformación cultural y social, carecemos de proyectos de vida colectiva, con carga axiológica suficiente para motivar a los pueblos y dotarlos de cuadros de valores que fomenten la calidad de las personas y los grupos.
Las religiones ofrecían sus proyectos de vida colectiva e individual, apoyándose en creencias. También ofrecían la posibilidad de un cultivo serio de la espiritualidad, apoyándose en creencias. Esa vía de la calidad humana y de la espiritualidad ha quedado bloqueada para los hombres y mujeres y los grupos de las nuevas sociedades.
También las ideologías se apoyaban en creencias, laicas esta vez. Las ideologías sostenían que sus propuestas, con respecto al funcionamiento que debía adoptar la economía, la propiedad colectiva de los medios de producción o la iniciativa y propiedad privada y el mercado, se debía a la naturaleza misma de las cosas; naturaleza que las ciencias y la filosofía descubrían.
También esas creencias laicas, y los proyectos axiológicos que soportaban, se han venido abajo. Nada nos viene de Dios, ni nada nos viene de la naturaleza misma de las cosas. La marcha acelerada de las sociedades de innovación y cambio nos ha enseñado, y ha impreso en la conciencia de todos los hombres de las sociedades desarrolladas, que todo nos lo tenemos que construir nosotros: nuestros saberes, nuestras tecnologías, nuestros postulados axiológicos para la vida colectiva e individual, nuestros proyectos de vida, etc.
Ahora ya sabemos y vivimos que tenemos nuestro destino, y el destino del planeta, en nuestras manos.
No volverán ni las creencias laicas ni las religiosas.
En esta situación, hemos tenido que comprender, forzados por la evolución de la cultura y de los modos de vida, que para manejar el tremendo poder de nuestras ciencias y nuestras tecnologías, tenemos que ser capaces de construir proyectos de vida de calidad, para el bien de nuestra especie y para el bien del planeta.
Pero ¿cómo construiremos proyectos de calidad, si los constructores no tienen antes esa calidad? No podemos cultivar la calidad humana desde la religión, porque tendríamos que pasar por las creencias, y no nos es posible. Tampoco podemos cultivar la calidad humana partiendo de las ideologías, porque también tendríamos que pasar por las creencias laicas, que no nos es posible sostener.
¿Desde dónde cultivar la calidad que nos es imprescindible para poder construir proyectos colectivos de calidad?
Este es, quizás, el problema más grave con el que se enfrenta la nueva situación cultural de la humanidad en los países desarrollados.
Una herencia inapreciable que puede ser fuente de calidad y de espiritualidad.
Las nuevas sociedades tendían que advertir que hay un lugar desde donde cultivar la calidad humana y la espiritualidad, sin pasar ni por las religiones, ni por las ideologías, ni por ningún tipo de creencias, sean religiosas o laicas. Ese lugar es el enorme legado de sabiduría de las tradiciones religiosas de la humanidad. En esas tradiciones, herencia de milenios, es posible encontrar la sabiduría que necesitamos y los procedimientos para cultivarla.
Esas tradiciones de sabiduría y de espiritualidad, se expresaron y vivieron, aunque no todas, a través de creencias, porque nacieron y se desarrollaron en sociedades que se articulaban sobre creencias: y lo hacían no por razones religiosas, sino porque se trataba de sociedades estáticas, que vivieron durante milenios fundamentalmente de la misma manera, y que, por ello, tenían que excluir los cambios de importancia y las posibles alternativas.
La fijación de esos proyectos sociales se hacía mediante creencias: Dios había revelado que se debía vivir así. Supuesta esa revelación, el colectivo debía creerla y someterse. No hacerlo sería ir contra la voluntad de Dios y rebelarse contra Él.
Así se vivieron las tradiciones de sabiduría. No se podía hacer de otra manera. Pero las tradiciones de sabiduría pueden ser leídas, comprendidas y vividas sin pasar por las creencias que son propias de sociedades que debían programarse para no cambiar. Esa es nuestra tarea.
Todas las tradiciones religiosas de la humanidad nos invitan a acceder y cultivar una segunda dimensión de la realidad, una dimensión absoluta, libre, gratuita, que no tiene nada que ver con nuestro acceso cotidiano a la realidad, propio de unos vivientes necesitados y que está en función de sus necesidades.
Tenemos la posibilidad de un doble acceso a la realidad: uno en función de nuestras carencias y de cara a la supervivencia como individuos y como especie, y otro absoluto, sin referencia ninguna a nuestras necesidades, porque lo real está ahí, independientemente de nosotros.
Este doble acceso a lo real es nuestra cualidad específica.
Esa segunda dimensión de lo real es lo que cultivan las tradiciones religiosas. Y lo hacen dentro del programa o proyecto colectivo de vida, propio de las sociedades estáticas y preindustriales.
Las tradiciones religiosas son las tradiciones milenarias del cultivo de esa segunda dimensión de nuestro acceso a lo real. Son las tradiciones de la sabiduría de ser hombres, viviendo nuestra cualidad específica, viviendo y cultivando nuestra doble experiencia de lo real.
Las tradiciones del pasado hablan de esa dimensión absoluta, desde los sistemas míticos y simbólicos que forman la manera de pensar, sentir, actuar, organizarse y vivir de unos colectivos en unas condiciones de vida determinadas, que siempre son preindustriales. Invitan e incitan a experimentarla y cultivarla, dicen cómo hacerlo, cómo evitar errores, cómo progresar en ella.
A través del cultivo de esa dimensión
-conducen a un amor incondicional de toda realidad, humana y no humana;
-conducen a un distanciamiento y desapego de las situaciones, de nuestros intereses y rechazos, de nosotros mismos. Ese desapego permite que podamos interesarnos por la realidad misma, sin tener en cuenta las ventajas que podamos sacar nosotros de ello.
-Conducen al silenciamiento interior. Gracias a él, callamos todas nuestras interpretaciones y valoraciones al acercarnos a las cosas y a las personas. Y las silenciamos porque esas interpretaciones y valoraciones están formadas desde la egocentración propia de unos vivientes necesitados.
El silencio interior posibilita el desapego y la distancia que nos facilita el interés y el amor por todo lo real; un interés que es por las personas y las cosas mismas, sin que nuestros ganancias o pérdidas les pongan condiciones.
El interés sin condiciones por todo, el paso atrás que supone el desapego y el silenciamiento interior, son requisitos para acceder a la experiencia absoluta de lo real y para el cultivo de la espiritualidad, y son también la base de toda calidad humana, se presente donde se presente.
Podemos heredar el legado de las tradiciones sin tener que heredar, a la vez, sus sistemas de creencias, sus sistemas míticos y simbólicos -que eran los procedimientos de programación colectiva de las sociedades preindustriales-, ni sus modos de comportamiento y organización.
Podemos hacerlo y debemos hacerlo; de lo contrario despreciaríamos un riquísimo legado de sabiduría, fuente de calidad humana y de espiritualidad.
De esa herencia podemos aprender las formas del cultivo de la calidad humana, sin tener que pasar por creencias, ni religiosas, ni laicas.
Desde esta perspectiva queda patente que es posible un cultivo de la espiritualidad, que es el cultivo de la dimensión absoluta de nuestra experiencia de la realidad, sin tener que pasar por las viejas formas propias de las religiones, ni tener que pasar por sus sistemas de creencias.
Es posible hacerlo y diría, que en las circunstancias propias de las sociedades dinámicas de innovación, es la única manera posible de hacerlo, sin tener que partir de cero, sino heredando el inmenso legado de todas las tradiciones espirituales de la humanidad. Todas esas tradiciones son nuestras, todas son nuestra herencia. Todas están a nuestra disposición, si nos tomamos la molestia de aprender a leerlas sin buscar en ellas soluciones a nuestros problemas, sin buscar en ellas cómo hemos de interpretar y valorar la realidad, qué hemos de creer, cómo hemos de vivir, actuar y organizarnos. Todas esas cuestiones ya sabemos que debemos resolverlas nosotros mismos con nuestros propios medios y apoyados en nuestra propia cualidad. En las tradiciones religiosas encontraremos sólo lo que se refiere a esa segunda dimensión de lo real.
Todas las tradiciones tienen que ser leídas y vividas desde estas nuevas condiciones culturales. Pero unas son más fáciles de releer o descodificar que otras.
Podríamos decir que las grandes tradiciones religiosas de la humanidad se podrían dividir en dos grandes bloques: las que se expresan en sistemas míticos, simbólicos y rituales, y las que, con leve apoyo simbólico, se expresan por medios conceptuales.
En el primer grupo se encuentran las tres grandes tradiciones occidentales: el judaísmo, el cristianismo y el islam. En el segundo grupo se sitúan principalmente las grandes tradiciones orientales: algunas corrientes del hinduismo, el budismo y el taoísmo. El hinduismo, como en todo, cabalga entre los dos grupos.
Las tradiciones que se expresan con un mínimo aparato simbólico y por medios conceptuales que, además, no son sistemas de programación colectiva, son más fáciles de descodificar para sociedades, como las nuestras, de conocimiento. Por esta causa se han expandido más rápidamente por todo el Occidente.
Las que se expresan y viven por medio de grandes narraciones sagradas, mitos, símbolos y rituales, que son, a la vez, sistemas de programación colectiva de las sociedades preindustriales, resultan algo más difíciles; no porque en sí lo sean, sino por el hábito que tenemos de tomar esos mitos y símbolos como descripciones de personajes y hechos.
Hay que aprender a leerlas simbólicamente, es decir, no como descripción de hechos y personajes, sino como metáforas, como símbolos que apuntan y aluden a la dimensión absoluta de la realidad. Tenemos que aprender a leerlos y vivirlos como hacemos con los poemas.
Eso no es algo difícil, si se superan los viejos hábitos, que son milenarios. Si no se logra superar esos hábitos, resulta imposible. Sin embargo, para la mayoría de las nuevas generaciones de nuestras sociedades desarrolladas, esa lectura puede resultar muy fácil, porque las nuevas generaciones, con excepción de una escueta minoría, han perdido las creencias y se han alejados de las religiones.
Hay que volver al gran legado de las tradiciones religiosas de la humanidad, al legado de todas, pero desde donde estamos, desde sociedades laicas, sin creencias ni sacralidades. Ahí tenemos una gran herencia desde la que poder cultivar la calidad de individuos y grupos y la espiritualidad, sin tener que ser hombres religiosos ni creyentes.