Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos.
Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana.
Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
Volverse a las cosas como forma adecuada de espiritualidad para sociedades de creación e innovación continuada
Si en las sociedades de conocimiento no podemos pasar por la creencia, para poder cultivar la dimensión absoluta y la cualidad humana profunda no nos queda otro remedio que volvernos las cosas. Volverse a las cosas para simplemente ver y sentir la doble dimensión de la realidad y la dimensión absoluta.
Volverse a las cosas
tiene el gran fundamento
en la dimensión doble
de toda la realidad.
Esa es la razón
de que las cosas hablen
del profundo misterio
de los mundos inmensos.
Hemos llegado a concluir que la vida espiritual, que hemos llamado cualidad humana profunda, consiste simplemente, en una vuelta radical a las cosas, sin buscar nada en ellas, por interés por las mismas cosas, para poder ver y sentir lo que dicen: la doble dimensión de la realidad .
Creemos que es la forma adecuada de espiritualidad, la forma de adquirir la cualidad humana profunda, para las sociedades de creación e innovación continuada. La figuración de la dimensión absoluta como una divinidad trascendente debe dejar paso a recuperar esa misma dimensión absoluta en la realidad del mundo que nos rodea, que es nuestra propia modelación.
Para que se dé la figuración de la dimensión absoluta como una divinidad transcendente, se tiene que dar un modo de sobrevivencia que precise una jerárquica para poder sobrevivir, como pasa en las sociedades agrario-autoritarias.
En ese caso la figuración de la dimensión absoluta como un Dios trascendente ha de pasar por la creencia, porque ese Dios trascendente no puede ser percibido por el viviente humano.
Las sociedades de innovación y cambio continuo son incompatibles con las creencias, porque las creencias fijan la interpretación, la valoración y la organización y las sociedades basadas en el conocimiento cambian continuamente todos esos parámetros.
Si en las sociedades de conocimiento no podemos pasar por la creencia, para poder cultivar la dimensión absoluta y la cualidad humana profunda, no nos queda otro remedio que volvernos las cosas. Las cosas, nuestro mundo construido a la medida de la necesidad, no son opacas, hablan a quienes saben comprender.
Ya cuando planteamos, en la juventud, la distinción entre axiología 1ª y axiología 2ª de la realidad, que equivalía a lo que más tarde nombramos como dimensión relativa a nuestra necesidad y dimensión absoluta, la no referida a nuestra necesidad, podríamos haber concluido, que la única espiritualidad posible en las nuevas sociedades no podía ser más que una vuelta a las cosas para ver y sentir lo que dicen de sí mismas.
Tuvimos que concluir que la dimensión absoluta solo era accesible en la dimensión relativa; quedaba excluida una figura de la dimensión absoluta que le convirtiera en una entidad suprema trascendente, un Dios. Aunque el punto al que hemos llegado ahora, ya estaba implícito en todos nuestros desarrollos teóricos y del sentir, no fuimos capaces de arrastrar al sentir a esa posición. El sentir siempre es de procesos lentos, que llevan su tiempo y no se pueden acelerar a voluntad.
Durante décadas el sentir fue madurando; justo ahora podemos plantear una vuelta a las cosas, limpia y nítida, para descubrir en ellas la doble dimensión de lo real que nos ahorre de todo tipo de creencias y de sus desarrollos, tanto religiosos, como filosóficos y vitales.
Las sociedades basadas en la creación continua de conocimiento nos han forzado a prescindir de las creencias y, por tanto, lo que era el soporte necesario de las figuraciones de la dimensión absoluta como un Dios trascendente.
Las mismas sociedades de conocimiento nos han forzado a invalidad la epistemología mítica, según la cual las figuraciones de la dimensión absoluta eran descripción de la realidad misma y absolutamente intocable. Sin la epistemología mítica, hemos podido liberar a la dimensión absoluta de las cárceles que la encerraban en las figuras propias de sociedades jerarquizadas.
La figura de Dios era sagrada y tenía un ámbito sagrado en el espacio, el templo; un ámbito sagrado en el tiempo, fiestas religiosas; y un ámbito sagrado en las personas, sacerdotes. El resto de las realidades tenían procedencia divina, Dios era el creador, y tenían la presencia divina del Señor, pero eran profanas. En esas cosas profanas podía verse y sentirse el rastro de Dios, pero Dios era trascendente, no se le podía ver a él mismo.
Con el abandono de las creencias y la vuelta a las cosas, la dimensión absoluta puede verse y sentirse en el mundo modelado por nuestra condición animal. La dimensión absoluta se presenta como la otra dimensión de todo eso, que es fruto de nuestra construcción, y solo en ese nuestro mundo. Como segunda dimensión de nuestra realidad, no como otra realidad, podemos verla y sentirla en nuestro propio mundo. Nuestro propio mundo nos dice que su realidad verdadera, no es la que nosotros le suponemos, sino la dimensión absoluta y solo la dimensión absoluta. Por consiguiente, podemos verla y sentirla, porque está aquí y, propiamente, es esto de aquí, nada trascendente a este nuestro mundo y nuestra condición.
Recobramos el sentido profundo de la afirmación budista: esto es aquello, y aquello es esto. Es decir, este nuestro mundo, modelado por nosotros mismos a la medida de nuestras necesidades, es la dimensión absoluta de todo, y la dimensión absoluta de todo nuestro mundo es la dimensión absoluta misma.
La bella consecuencia es: aquí, en nosotros y en este nuestro mundo, podemos ver y sentir, directa e inmediatamente, la dimensión absoluta de toda su realidad. Este nuestro mundo no es otro del misterio de los mundos, y el misterio de los mundos no es otro de nuestra pequeñez.
Los cielos se vacían de divinidades trascendentes, pero la tierra recupera su sacralidad y su profundidad inagotable.
La tierra y todo lo que contiene, incluidos nosotros mismos, es el misterio de la inmensidad de los mundos. Cada uno de los seres es ese mismo misterio, es un abismo insondable e inconcebible. Todas las criaturas de la tierra, del cielo y de los mares son ese mismo misterio insondable. También la tierra misma, sus rocas, sus ríos y montañas, sus mares, toda la tierra y la luna, con el sol y todas las estrellas y galaxias son Eso. Todo es el gran misterio, y solo ese gran misterio.
Lo que nuestros mayores llamaron camino espiritual, la adquisición de la cualidad humana profunda y la experiencia de la dimensión absoluta, hablando en nuestro lenguaje, se convierte en una indagación sin fin de todos los seres que nos rodean y de nosotros mismos. Indagando, intentando comprender y sentir, esto de nuestro mundo, estamos indagando directamente el misterio de los mundos, aquello, la dimensión absoluta de toda realidad, lo único que verdaderamente es, aunque está tan fuera de nuestras pobres facultades de animales, que no podemos decir con propiedad si es o no es.
Hay que volverse a las cosas y, ¿qué hay que hacer para conseguirlo?
La primera tarea es observarlas con total interés y silencio de la mente y el sentir para poder discriminar en ellas la dimensión relativa, de la dimensión absoluta. Pongamos un ejemplo, meditar sobre un roble.
Su nombre, su calificación científica, su utilidad, la sombra que proporciona, eso sería su dimensión relativa. El hecho que esté ahí, independiente de nuestras modelaciones y nuestros intereses, con el misterio de su ser, indiferente a si somos o no, nos abre a su dimensión absoluta. El roble, ese roble concreto que está frente a mí, existe porque sí, sin ninguna finalidad o pretensión. El misterio de su ser es el misterio del porque sí de todo. Ese roble se conecta con millones de otros robles que vienen existiendo desde millones de años, es hijo de otros robles en una sucesión que se pierde en el tiempo y el espacio.
Discriminando en el roble la dimensión que nosotros, los humanos modelamos, del hecho de que el roble está simplemente ahí, con todo su misterio gratuito, entonces podemos continuar indagándolo. Es un abismo de saber en sus complicadas estructuras, en su desarrollo, en el misterio de su vida, en su forma, en su belleza.
Las hojas del roble son como la superficie de un abismo en el que nos podemos sumergir para experimentar la inmensidad del tiempo y el espacio que ocupó hasta convertirse en el roble que admiramos. Podemos sumergirnos en ese abismo hasta sentirlo conectado con la historia de la vida en la tierra, con la aparición de la tierra y del horno de fuego que es el sol, hasta llegar a los orígenes de todo.
Todo eso es el roble, y lo es cualquier árbol, cualquier planta, cualquier flor. Vivimos en un mundo de abismos. No vivimos en un mundo de cosas, que tenemos clasificadas y ordenadas según nuestros intereses.
El misterio del roble nos conduce a nuestra propia dimensión absoluta, a nuestro propio misterio. Todos los seres son presencia del misterio de los mundos. Cada ser es diferente y nos habla de la inmensa diversidad de Eso que está ahí porque sí. Todos los seres son como caras con luz diferente del mismo misterio.
Esta indagación que hemos ejemplificado en un determinado árbol, puede hacerse con todos los seres, incluidos nosotros mismos los humanos.
Para conducir correctamente a esta indagación utilizaremos la enseñanza de las tradiciones que emprendieron esa tarea,: IDS-ICS, es decir, emprenderemos la indagación del misterio de las cosa, con interés sumo (I), con despego de nuestros propios intereses (D) y con en silencio profundo de todas nuestras facultades (S); cuando nos aproximemos a ellas ha de ser para indagarlas (I) y comprender y sentir de qué hablan, consultaremos a todos los que han pretendido esa escucha (comunicación, C) y serviremos a toda criatura (S) para que se dignen acogernos y hablarnos.
Aprenderemos a comprender y vivir todos los símbolos y narraciones que nuestros antepasados utilizaron para hablar de ese misterio, cada uno de acuerdo con su proyecto axiológico colectivo, su modo se sobrevivir y su cultura.
Para tener éxito en esta indagación hay que descartar todas las creencias, porque con su epistemología mítica (considerar que las palabras, sean profanas o sagradas, describen la realidad) encarcelan y configuran la dimensión absoluta; la someten a un tiempo-espacio y cultura determinada, lejos del lenguaje libre de las cosas mismas. Quienes vuelvan toda su atención a las creencias reducen el hablar explícito de las cosas a la insignificancia, a lo profano, a lo modelado por las necesidades de los vivientes.
La ejemplificación que hemos hecho hablando del roble, no es más que una torpe exposición. Lo claro es que hay que volverse a las cosas, para que nos hablen lo que tienen que decirnos, y que cada indagador ha de apañárselas como pueda, para que todo le hable de su misterio. De una forma semejante a como un pintor, un poeta o un músico tiene que apañárselas para cantar la belleza de los seres.