Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
CÓMO DEJAR DE LLENAR UN POZO SIN FONDO. David Loy*
Según Buda Shakyamuni la causa de nuestro dukkha individual es tanha, que generalmente se traduce como «deseo», pero más literalmente sería «sed». Nada de cuanto bebemos puede saciar nuestra tanha porque esa sed se debe a un vacío en el centro de nuestro ser. Es como si el centro fuera un pozo sin fondo, algo así como los agujeros negros que los astrónomos creen que se hallan en el centro de la mayoría de las galaxias. Por mucho que intentemos llenar nuestro propio agujero negro con esto o aquello, todo termina tragado por él y desapareciendo en él.
No tiene fondo porque nuestro sentido del yo es un constructo que no puede hallar fundamento. (…) El problema es la «sed», no la vacuidad en el centro de nuestro ser, sino nuestros incesantes esfuerzos por llenar ese agujero, pues lo experimentamos como un sentido de carencia que debe llenarse. El problema no es que yo sea irreal, sino que sigo intentado hacerme real de distintos modos, ninguno de los cuales funciona. (…) La felicidad no puede obtenerse satisfaciendo el deseo, pues nuestra sed significa justamente que no tiene fin. La felicidad sólo puede alcanzarse transformando el deseo. ¿Será esto cierto también para la felicidad colectiva de la sociedad? Hay un nivel básico de necesidad de alimento, cobijo y atención médica que debería ofrecerse a todo el mundo, pero la perspectiva budista es que más allá de ello nos equivocamos al esforzarnos por una solución económica a la infelicidad humana.
Para el budismo, nuestra sed básica se manifiesta de diferentes maneras, generalmente organizada en torno a lo que se conocen como las tres raíces del mal o los tres venenos: codicia, odio e ilusión. El célebre mandala tibetano conocido como la Rueda de la Vida simboliza estos tres como un gallo, una serpiente y un cerdo, en el eje de una rueda que representa samsara, los seis mundos de dukkha. Los animales están representados mordiéndose uno al otro, pues las tres raíces del mal están interrelacionadas. Un modo de resumir el sendero budista es decir que implica la transformación de las raíces del mal en sus contrapartes positivas: la codicia en generosidad, el odio en compasión, y la ilusión en sabiduría.
(…) La solución budista a esta ilusión del yo es darse cuenta de nuestra no-dualidad con el mundo, lo cual es sabiduría, y actualizarlo en el modo de vivir, lo cual es amor. (…) no estamos destinados a intentar llenar permanentemente un pozo sin fondo. Aunque no podemos liberarnos de la oquedad de nuestro centro, podemos experimentarla de modo distinto.
Resulta que nuestra oquedad no es tan terrible, al fin y al cabo; no es algo que necesite llenarse. No podemos hacer que nuestros yoes sean reales mediante los distintos modos que lo hemos intentado –el pozo sin fondo se traga todos nuestros esfuerzos-, pero podemos descubrir algo de la naturaleza del agujero que nos libra del intento de llenarlo. No necesitamos hacernos reales, pues siempre lo hemos sido. No necesito fundamentarme a mí mismo, pues siempre he estado fundamentado: no, ciertamente, como un ego separado, encapsulado en la piel en algún lugar detrás de mis ojos o entre mis oídos y mirando el mundo, pues nunca ha existido tal yo. Más bien, el recalcitrante agujero negro sin fondo puede transformarse en una fuente y convertirse en un manantial refrescante que brota en el centro de mi ser. La ausencia de fondo de este manantial ahora significa algo muy diferente que antes. Ahora se refiere al hecho de que nunca puedo entender la fuente de este manantial, por la sencilla razón de que soy ese manantial. No es sino mi verdadera naturaleza. Y mi incapacidad para expresar reflexivamente esa fuente, para fundarme y realizarme llenando ese agujero, no es ya un problema, pues no hay ya necesidad de apresarlo. La cuestión es vivir ese manantial, permitir que la fuente mane. Mi sed se «extingue» pues el dejar ser en el centro de mi realidad significa que mi sentido de carencia se evapora a medida que esta fuente mana.
En lugar de ser una constante ansiedad que me acecha, la nada en mi centro se convierte en mi libertad de ser esto, de hacer aquello. Esta liberación revela que mi verdadera naturaleza es sin-forma. A veces la fuente es sólo eso. A veces se convierte en sólo aquello. El origen de la fuente permanece siempre insondable, pues esa fuente nunca es fija ni resulta limitada por ninguna forma o actividad particular que adopte o emprenda.
Sin embargo hay un problema con esta metáfora: la imagen de una fuente en nuestro centro todavía es dualista. Nuestro centro, nuestro fundamento sin-forma, parece incluso más separado del mundo «exterior». La experiencia es justo lo opuesto, pues la dualidad entre lo interior y lo exterior desaparece cuando «yo» no necesito intentar fundamentarme a mí mismo apresando algún fenómeno en el mundo.
(…) el budismo no nos ofrece algo con que llenar nuestro agujero. Nos muestra cómo dejar de intentar llenarlo. La atención plena (centrarse en una cosa en cada momento) y la meditación (centrarse en los propios procesos mentales) implican ambos no tratar ya de satisfacer la propia sed. En lugar de ello, detenemos el ritmo y nos hacemos más conscientes de esa sed, sin huir de ella ni juzgarla. Cuando dejo de experimentar mi vacío como un problema que ha de resolverse, entonces, misteriosamente –porque no lo hago yo- algo comienza a sucederle a ese agujero y por tanto a mí. La realización tiene lugar cuando abandono el yo, transformando el agujero sin fondo en mi centro. El problema –mi angustioso sentido de desfondamiento- se convierte en la solución, a medida que algo brota espontáneamente de ese centro.
¿Puede este proceso de transformación individual generalizarse en transformación colectiva? (…) Desde la perspectiva budista, el problema más importante de los actuales planteamientos sociales es que en realidad no hacen felices a la gente –ni siquiera a aquellos que más se benefician de ellos- puesto que se basan en premisas deficientes, en una comprensión inadecuada de cómo debe ponerse fin al sufrimiento. (…) Para aquellos que ven la necesidad de un cambio radical, la primera implicación de la praxis social budista es la exigencia obvia de trabajar tanto sobre nosotros mismos como sobre el sistema social. Si no hemos comenzado a transformar nuestra codicia, nuestro odio y nuestra ilusión, nuestros esfuerzos para dirigirnos a las formas institucionalizadas es probable que sean inútiles, o algo peor. La historia reciente nos provee muchos ejemplos de líderes revolucionarios, a menudo bienintencionados, que eventualmente han reproducido los males contra los que lucharon.
(…) para el budismo descubrir tal no-dualidad y realizarla sigue siendo el corazón de la cuestión, ya que en última instancia es el sentido de dualidad entre nosotros y los demás lo que refuerza las estructuras sociales institucionalizando la codicia, el odio y el engaño. El mayor reto para los que trabajan en la transformación social, por tanto, es encontrar modos creativos que permitan a más gente realizar esta verdad simple y encarnarla en sus vidas.
(…) Cuando se le pregunta al Dalai Lama cuál es su religión, a menudo responde: «mi religión es la compasión». Desde una perspectiva budista, lo que más necesitamos no es el budismo, sino la sabiduría que descubre nuestra unidad con el mundo y la amabilidad amorosa que vive esa sabiduría.
(selección de: David LOY. El gran despertar: una teoría social budista. Barcelona, Kairós, 2004. pgs. 51-70)