Marià Corbí La muerte, la gran cazadora, ya me está alcanzando. Sé que es implacable, pero no es enemiga. He de apresurarme a escuchar lo que dicen todas y cada una de las cosas. Me hablan claramente y me dicen:
No somos lo que te dicen tus sentidos. Tampoco somos la interpretación que haces de nosotras, según el PAC cultural que te rige. Somos lo que decimos, no lo que tú nos haces decir. Escúchanos y te hablaremos sin palabras, y nos comprenderás. No vengas a nosotras esperando algo. No vengas diciéndonos lo que somos. Cállate. Si te interesas por nosotras, y no por lo que piensas conseguir de nosotras, si tu interés es verdadero, porque sí, porque estamos frente a ti y contigo, te hablaremos claro.
LA SABIDURÍA DE LOS RABINOS
He aquí una pequeña selección de enseñanzas hasídicas*. El movimiento hasídico (hasid, «piadoso») nace en el seno del judaísmo polaco en el siglo XVIII, de la mano de Israel ben Eliézer (1700-1760), conocido por el sobrenombre de Baal Shem Tov («maestro del buen nombre»), como movimiento de renovación que buscaba liberar la herencia judía de una acumulación de cargas legalistas. La actitud del Baal pone de relieve en todo momento la alegría ante la omnipresencia del Eterno. Entre los continuadores del movimiento destacan figuras como Rabí Beer de Mezdritch, el Maguid (predicador), Rabí Nachman de Braslav o Rabí Pinjas.
Una vez el Baal Shem se detuvo en el umbral de una Casa de Oración y se negó a entrar. «No puedo entrar» -dijo-. «Está llena de enseñanzas y de preces desde el suelo hasta el techo y de pared a pared. ¿Cómo puede haber lugar para mí?» Y como viera que los que lo rodeaban lo miraban sin comprender, añadió: «las palabras salidas de los labios de aquellos cuya enseñanza y oración no brota de un corazón inclinado hacia el cielo, no pueden elevarse sino que llenan la casa de pared a pared y desde el suelo hasta el techo”.
Después de la muerte del maguid sus discípulos se reunían y hablaban sobre las cosas que había hecho. Cuando le tocó el turno a Rabí Shneur, éste les preguntó: «¿sabéis por qué nuestro maestro iba hacia el estanque todos los días antes del alba y permanecía allí por breves momentos antes de regresar a su casa?» Ellos no le supieron contestar. Rabí Zalman continuó: «Estaba aprendiendo en canto con el cual las ranas alaban a Dios. Lleva largo tiempo aprender ese canto».
Rabí Pinjas dijo: «en cada uno hay algo precioso que no existe en nadie más. Por eso se dijo: «no menosprecies a nadie»
El rabí Berditchev solía cantar un canto, parte del cual es como sigue:
Allí donde me aventuro: ¡Tú!
Allí donde medito: ¡Tú!
¡Sólo Tú, de nuevo Tú, siempre Tú!
¡Tú! ¡Tú! ¡Tú!
Cuando estoy satisfecho: ¡Tú!
Cuando estoy triste: ¡Tú!
¡Sólo Tú, de nuevo Tú, siempre Tú!
El cielo eres Tú, la tierra eres Tú,
Tú por encima, Tú por debajo,
En cada comienzo, en cada final,
¡Sólo Tú, de nuevo Tú, siempre Tú!
¡Tú, Tú, Tú!
El maguid dijo una vez a sus discípulos: «yo os enseñaré la mejor manera de recitar la Torá. Debéis cesar de ser conscientes de vosotros mismos. No debéis ser más que un oído que escucha lo que el universo de la palabra está diciendo constantemente en vuestro interior. En el momento en que comencéis a oír lo que vosotros mismos estáis diciendo, debéis deteneros».
Esto es lo que Rabí Leib, hijo de Sara, acostumbraba decir de aquellos rabíes que explican la Torá. “¡Qué importa que expliquen la Torá! Un hombre debe hacer que sus acciones sean una Torá y que él mismo se vuelva una Torá, y tan completamente que uno pueda saber por sus hábitos y por sus gestos y por su inmóvil unión con Dios que él mismo se ha hecho como el cielo. De él se ha dicho: ‘no hay discurso, no hay palabras ni se oye su voz. Su linaje recorre toda la tierra y sus dichos llegan hasta el fin del mundo’.”
Una vez, de pequeño, Yitzhak Meir fue llevado por su madre a casa del maguid de Kosnitz. Alguien quiso burlarse del niño, diciéndole:
– Mi pequeño Yitzhak, te daré un florín si me dices dónde vive Dios.
Y yo -respondió él- te daré dos si me dices dónde no vive.
Dijo el maguid a Rabí Zusia, su discípulo:
No puedo enseñarte los diez principios del servicio. Pero un niño pequeño y un ladrón pueden instruirte sobre ellos.
Del niño puedes aprender tres cosas:
-está contento sin motivo especial
– no está ocioso ni por un instante
– cuando necesita algo lo exige vigorosamente.
El ladrón puede enseñarte estas cosas:
– hace su trabajo por la noche
– si no termina lo que debe hacer en la primera noche, dedica a ello la segunda
– él y los que trabajan con él se aman mutuamente
– arriesga su vida por pequeñas ganancias
– ama su oficio y no lo cambiaría por ningún otro.
Cierto día, en la víspera de Shavuot, la fiesta de la Revelación, el rabí de Rizhyn, después de la bendición de la comida, dijo: «muchas veces cuando mi antecesor, el santo maguid, instruía a sus discípulos en la mesa, ellos más tarde, de camino a casa, acostumbraban a discutir las lecciones del maestro. Y cada cual lo citaba de manera diferente y tenía la certidumbre de haber escuchado esto y no lo otro. Y todos sus dichos se contradecían. Y no era posible esclarecer la cuestión porque cuando llegaban de nuevo ante el maguid y lo interrogaban, él sólo repetía la sentencia tradicional: «ambas, esta tanto como aquella». Entonces los discípulos reflexionaron y comprendieron el sentido de la contradicción. Porque en su origen la Torá es una más en el mundo de setenta caras. Cuando un ser humano mira atentamente a uno de esos rostros, no tiene ya necesidad ni de la palabra ni de la enseñanza, porque le hablan los rasgos de la eterna faz.
En relación con el versículo de las Escrituras que dice : “Yo estaba entre el Señor y vosotros”, Rabí Mijail de Zlotchov dijo : “El ‘yo’ está entre Dios y nosotros. Cuando un hombre dice ‘yo’ y lo coloca por encima de la palabra de su Hacedor, levanta un muro entre él y Dios. Pero si ofrece su ‘yo’, entonces nada hay que los separe. Porque es a él que estas palabras se refieren: ‘Yo soy para mi amado y su deseo se vuelve hacia mí’. Cuando mi ‘yo’ es de mi amado, entonces es hacia mí que se vuelve su deseo”.
Se cuenta que cuando rabí Shlomó bebía té o café, era su costumbre tomar un terrón de azúcar y sostenerlo en la mano durante todo el tiempo que bebía. Una vez su hijo le preguntó: «padre, ¿por qué haces eso? Si necesitas azúcar, llévala a tu boca, pero si no la necesitas, ¿por qué tenerla en la mano?»
Cuando hubo vaciado su taza, el rabí dio a su hijo el terrón de azúcar que había conservado en la mano y le dijo que lo probara. El hijo lo llevó a su boca y sintió gran asombro, pues no quedaba en el azúcar dulzor alguno.
Tiempo después, cuando relató la historia, el hijo comentó: aquél en quien todo está unido, puede degustar con la mano como si ésta fuese su lengua»
* (a partir de: Martin Buber. Cuentos jasídicos. Paidós Orientalia, 4 vols.)