Marià Corbí Hace décadas que aprendí a volverme a las cosas, y desde entonces lo he estado practicando con toda la intensidad que he sabido. Pero lo que he planteado en los últimos apartados, de alguna manera, es un paso más en mi concepción de lo que es el camino espiritual, no solo para mí si no para los miembros de las sociedades de conocimiento y para las sociedades en tránsito. Lo que creo que es novedad es que he comprendido que estos tipos de sociedades tienen las cosas más claras, nítidas y sencillas de lo que había imaginado. Las nuevas sociedades que, o no pueden creer o tienen dificultades para mantener las creencias, bastará que adopten una actitud parecida a la de los artistas. Los artistas no necesitan hacer divina a la belleza, ni enviarla a los cielos, se vuelven solo, con todo el corazón y la mente, a las cosas, para poder captar su belleza multiforme e inacabable para sentirse conmovidos y necesitados de decir el milagro, la maravilla y el misterio que vieron en las humildes cosas de nuestro mundo, modelado por nuestra necesidad en cada tipo de cultura. Y lo que con sus creaciones son capaces de decir vale para todas las culturas y para todos los pueblos y toda la historia humana, si los humanos tienen la sensibilidad suficientemente educada.
Los frutos de la «atención»
«Compare usted la conciencia y su contenido con una nube. Usted está denro de la nube, mientras que yo la miro. Está usted perdido en ella, casi incapaz de ver la punta de sus dedos, mientras que yo veo la nube y otras muchas nubes y también el cielo azul, el sol, la luna y las estrellas. La realidad es una para nosotros dos, pero para usted es una prisión y para mí un hogar». (Nisargadatta)
Describiremos algunos frutos de esta atestiguación:
* La impersonalidad. Para nosotros, occidenales, la palabra “impersonalidad” suele tener evocaciones negativas.
Puesto que hemos concedido un valor absoluto a nuestra personalidad, asociamos la palabra “impersonal” a la anulación de lo que más estimamos: nuestra persona, nuestra individualidad. Efectivamente, la palabra “impersonalidad” tiene una acepción negativa: denominamos así a aquello que diluye la persona, que “despersonaliza”. pero esta palabra puede tener otra aceptción, la que ha tenido para la sabiduría; en este segundo sentido no es sinónimo de “infra-personal” sino todo lo contrario, de “trans-personal”; no alude a aquello que niega o diluye la persona, sino a lo que la supera –sin negarla- porque es más originario que ella. La sabiduría nos dice que lo impersonal es el sustrato y la realidad íntima de lo personal; que no lo excluye, sino que lo sostiene; que, por eso, para ser plenamente personales tenemos que ser plenamente impersonales.
[…] Es dejar de otorgar un valor absoluto a lo que llamamos “mi cuerpo, mis pensamientos, mis emociones, mis acciones, mi vida, mi persona…”; comprender lo ridícula y miope que es nuestra tendencia a hacer que el mundo orbite en torno a nuestro limitado argumento vital –el definido por nuestro yo superficial-. Equivale a cesar de dramatizar nuestras experiencias, de ver el mundo como el mero telón de fondo de dicho drama, y a las demás personas como los actores secundarios del mismo. Es sentir que las alegrías y los dolores de los demás son tan nuestros como nuestros dolores y alegrías, que el cuerpo cósmico es tan nuestro como nuestro propio cuerpo; desistir de ser los protagonistas de nuestra particular “novela” vital, para convertirnos en los espectadores maravillados, apasionados y desapegados a la vez, del drama de la vida cósmica, del único drama, de la única Vida.El Testigo nos sitúa directamente en el foco central de nuestra identidad. Ahí somos presencia lúcida, atenta, consciente, que es una con todo lo que es. Esta Presencia lúcida que constituye nuestra Identidad central es la misma en todo ser humano. Es nuestra Identidad real, pues es lo permanente y auto-idéntico, mientras que nuestro cuerpo-mente no hace más que cambiar. Esa Identidad central nada tiene que ver con la pseudoidentidad que depende de algo tan frágil y fraudulento como la memoria.
* El amor incondicional. Saber que la aceptación incondicional es nuestra verdadera naturaleza es sabernos un abrazo dado a todo lo que es. La naturaleza del Testigo es el Amor. El yo superficial, intrínsecamente divisor y separativo, no puede amar, aunque así lo crea.
* La libertad interior. Si soy mi sufrimiento, éste me poseerá y me abrumará. Si soy mi ansiedad me sentiré totalmente perdido cuando me sienta ansioso. Al confundirme con mis sentimientos, positivos o negativos, me moveré con ellos y viviré en una montaña rusa emocional, me será imposible alcanzar la paz y la estabilidad. Por el contrario, si no me identifico con lo que experimento, ni tampoco lo resisto, advertiré que el sufrimiento no es la naturaleza interna de ninguna experiencia, sino el resultado de mi deseo de retenerla o de negarla. Descubriré que, en mi más íntima verdad, soy libre.
* La transformación. El Testigo no busca ni pretende nada, ni siquiera busca directamente el cambio y la mejora; por eso puede descansar totalmente en el presente. El yo superficial, por el contrario, experimenta constantemente el contraste entre “lo que cree ser” y “lo que cree que debería llegar a ser”; se considera básicamente incompleto, y por eso sólo se siente ser a través de la tensión, la lucha y la búsqueda constante de logros y resultados futuros.
No hay nada que pueda parecer más contrario a nuestro sentido común y a nuestras creencias más arraigadas que la idea de que, en ocasiones, el empeño de ser mejores puede ser contraproducente. Pero la experiencia del Testigo nos proporciona una profunda revelación: cuando aceptamos “lo que hay”, “lo que es”, es decir, cuando otorgamos a todo una atención incondicional, también a lo que solemos calificar de negativo, experimentamos las más revolucionarias transformaciones. […]
La aceptación –entendida no como resignación, sino como la acción del Testigo– es la fuente por excelencia de la transformación, del crecimiento y del cambio profundos. Paradógicamente, cambiamos de forma más radical cuando no nos centramos obsesivamente en el cambio, ni determinamos de antemano cuál será su curso. […]
* La comprensión. La aceptación es la fuente de la transformación, y también de la comprensión. Como ya explicamos […] esta comprensión no ha de confundirse con la seudocomprensión meramente intelectual. A diferencia de esta última, la comprensión de la que hablamos acontece cuando nos relajamos con relación a algo (y ni siquiera pretendemos entenderlo); es una consecuencia directa de la aceptación y de la transformación que ésta conlleva.
Para aceptar no es preciso entender. El Testigo acepta lo que hay, la experiencia presente. Esta experiencia presente puede ser de ignorancia o de confusión. Ahora bien, paradógicamente, esta aceptación de todo –también de la propia ignorancia y confusión- propicia una actitud de lucidez desimplicada y objetiva, favorecedora de la comprensión. La aceptación nos hace más penetrantes; permite que aflore la visión.
(selección de: Mónica Cavallé. La sabiduría recobrada. Madrid, Martínez Roca, 2006. pgs.180-184)