Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
Iglesia y mundo moderno
Artículo publicado en la revista ALTERNATIVAS, nº46 (II/2013), pgs. 105-130, una reflexión sobre la necesidad de transformación de las estructuras religiosas al servicio del cultivo de la cualidad humana: «El mundo ha cambiado sustancialmente en todas sus estructuras y sobre todo ha avanzado de manera imparable en la conciencia de su autonomía frente a la religión y la iglesia. […]el alejamiento mutuo, es hoy mucho más profunda que antes. Definitivamente la iglesia debe plantearse una nueva manera de estar en el mundo»…
Introducción. El papa Francisco, la modernidad y el futuro de la iglesia
1. Cambios en la sociedad respecto de la fe. Sociedad laica.
2.- El problema es Dios
a. Incapacidad del mundo para entender a Dios
b. Nuevas religiones sin Dios
3. El problema son las víctimas
a. El silencio culpable ante las víctimas
b. La teología “después de Auschwitz”
4. El Dios de la biblia
a. La lectura semítica de la historia
b. Hacia el reencuentro del Dios de Abraham
c. Dios en los últimos
5. El Dios de la razón y el poder
a. El Dios de la razón
b. La contrahistoria
c. El Dios del capitalismo y de la guerra
6. La comunidad de creyentes
a. Iglesia de la pequeña grey
b. Iglesia del diálogo
c. Iglesia y la mística
d. Iglesia de la compasión.
Introducción.
El papa Francisco, la modernidad y el futuro de la iglesia
Las continuas sorpresas del papa Francisco desde su llegada al Pontificado suponen, además de una corriente de aire fresco un importante cambio teológico, que lleva a cabo sobre todo con signos y desde la pastoral. ¡Bendito cambio! Pero ha habido algunas declaraciones, p. ej., la necesidad del respeto a la conciencia subjetiva o la nítida defensa de la laicidad del Estado, que suponen un cambio fundamental en la actitud de la iglesia en relación a temas intocables hasta ahora como el respeto a la intimidad de las personas o en su relación con la sociedad.
Desde el comienzo su principal obsesión ha sido hablar de «la iglesia pobre y para los pobres» como necesario punto de partida para su renovación. Hacía mucho tiempo que no se sentía este discurso tantas veces reiterado como él lo hace y con tanta sensación de sinceridad. Pero, más allá de esto, las propuestas citadas u otras parecidas, suponen situar a la iglesia en actitud de servidora, orientar su acción pastoral hacia lo que le es propio: hablar de Dios y dar consuelo. Y a la vez es el reconocimiento de la adultez del mundo sobre lo que la humanidad ya tiene criterios: la convivencia humana, la ciencia, la moral. En definitiva es el retorno al espíritu más profundo del Vaticano II.
Pero ni el mundo de hoy ni la iglesia son los mismos de hace cincuenta años, cuando terminó el Concilio. La preocupación fundamental del Concilio fue iniciar el diálogo de la iglesia con el mundo. El mundo ha cambiado sustancialmente en todas sus estructuras y sobre todo ha avanzado de manera imparable en la conciencia de su autonomía frente a la religión y la iglesia. Tampoco la iglesia es la misma de entonces, pero, sobre todo en los últimos treinta y cinco años, ha caminado hacia atrás, en dirección contraria. La ruptura del diálogo, el alejamiento mutuo, es hoy mucho más profunda que antes. Definitivamente la iglesia debe plantearse una nueva manera de estar en el mundo. Los gestos y palabras de Francisco son un regalo, una oportunidad y apuntan en esta dirección.
Las palabras que vienen a continuación sólo pretenden dar unas pinceladas tanto de la diagnosis del momento en que vivimos en relación a la fe, como de los caminos a seguir, al entender de muchos y desde la fidelidad al evangelio.
1. Cambios en la sociedad respecto de la fe. Sociedad laica.
La antigua sociedad cristiana se está desmoronando lenta pero inexorablemente. Durante más de mil quinientos años el cristianismo, además de ser una de las más importantes expresiones de la fe, ha sido el vertebrador de la cultura de occidente, proporcionaba valores, símbolos o instrumentos que estructuraban la vida material, social y mental de la sociedad e impregnaban todas las dimensiones de la vida colectiva y personal. Era el cemento de las relaciones sociales con una íntima relación entre religión y observancia de las normas en la vida publica y familiar. La teología armonizaba la comprensión de Dios con la experiencia del poder en una unidad teológico-político-cultural que podía explicarlo todo. Este ha sido el sólido entramado cristiano-cultural-político de occidente durante siglos.
Hoy esto toca a su fin, la misma civilización ha engullido lo religioso. “Dios se ha convertido en un extraño en nuestra casa”, según el diagnóstico de Lluis Duch. El carácter cristiano que formaba parte de la cultura hoy se desvanece. Es la disolución del cristianismo como entramado social a favor de otras ideologías. Lo religioso no es ni volverá a ser el elemento homogeneizador o cohesionador de lo social. Quedan “restos” de cristianismo que viven en los “restos” de una cultura que se acaba. Vivimos con una lógica nueva, de total autonomía respecto de lo trascendente. Se trata de un cambio copernicano, como tantos otros en nuestro mundo en transformación. Lo avalan todas las ciencias humanas, la sociología, la psicología, la antropología y, sobre todo, la experiencia de las últimas décadas. En sociedades avanzadas y de larga tradición cristiana este cambio se ha dado con sorprendente celeridad, y las mismas ciencias sociales vaticinan que en pocas décadas será un fenómeno universal. Frente a este cambio es suicida refugiarse en el gueto añorando el pasado.
La conquista de la libertad de conciencia, el dominio de la razón, la progresiva autonomía de la ciencia, de la política y de la moral ha supuesto que hoy, para elaborar criterios acerca de moral, derechos humanos, economía o la paz no hacen falta ya las muletas de la religión. Más todavía, la nueva cultura civil es muy celosa de sus competencias y las actuaciones de algunas iglesias en campos que se considera que no le son propios se consideran intromisiones indebidas.
El cambio se da también en el interior mismo de las instituciones religiosas. Se trata del derrumbamiento de la práctica y de la pérdida de la autoridad de su magisterio. Las iglesias se vacían, la gente se va sin “ruido”, por la puerta de atrás, las comunidades languidecen y la eucaristía ya no es “la fiesta” de la comunidad porque no hay comunidad. Todos los informes ofrecen datos demoledores: la iglesia ha pasado en poco tiempo de ser la institución mejor valorada a ser la peor, detrás de las multinacionales, el ejército o las instituciones políticas y sindicatos. Sus anatemas y rigorismo moral ya no impresionan ni a los creyentes. Excepto en algunos sectores, tampoco hay excesivo anticlericalismo. Simplemente inspira indiferencia, cansancio, saturación, a menudo sarcasmo, es percibida como algo arcaico.
El respeto a la libertad personal es uno de los logros de la sociedad moderna. Esto, que es una buena noticia, conlleva el debilitamiento de todas las instituciones, incluidas las religiosas. Forma parte de lo que Zygmunt Bauman ha llamado la “ruptura de confianza” institucional. Ello supone que la mayoría las instituciones religiosas son percibidas como simples agrupaciones humanas de las que ha desaparecido el tabú de lo sagrado, sujetas en consecuencia a la crítica o valoración de cualquier otra asociación civil. En muy poco tiempo viviremos lo que algunos llaman la “museización” del cristianismo. Catedrales, obras de arte, dogma y culto pueden ser vistos como un bien cultural del pasado, como los monumentos de la antigüedad clásica o del feudalismo medieval.
Para la iglesia cristiana aceptar la pérdida del poder social que ha ejercido durante siglos es un hecho traumático parecido al de los padres que deben asumir la mayoría de edad de los hijos. Así, la jerarquía de la iglesia católica en lugar de alegrarse por los avances de las sociedades modernas y ver en ellos nuevas oportunidades para el evangelio, siente celos, emite condenas y ve en estos avances la cultura del nihilismo. Vinculada al poder y confiada en poseer una “verdad” venida de lo alto, tiene tendencia a encerrarse sobre sí misma cortando los puentes con el mundo.
Pero el “fin de la religión” no supone el fin del sentido de lo trascendente en el ser humano o de sus necesidades intangibles. El mundo no puede ser calificado de irreligioso, no es una crisis de espiritualidad sino de pérdida de peso institucional. Tal vez porque en comparación con los años sesenta nos encontramos en una crisis profunda, las ofertas religiosas son mucho más amplias que antes. Se trata simplemente de la desaparición del “cristianismo sociológico”, de la función organizadora de la sociedad que ha ejercido durante siglos.
Habría que considerar finalmente que la renovación de la teología ha puesto de relieve que cualquier institución cristiana histórica tiene débiles fundamentos teológicos, porque para los seguidores de Cristo, la Institución es Él mismo. Y Él no cesó de criticar las instituciones de su tiempo, empezando por el Templo. Jesucristo no proclama una religión sino el Reino como utopía, que está más allá de cualquier institución.
Habrá que aprender a vivir la fe en esta sociedad “postreligiosa”. Responder a esta nueva situación desde la fidelidad al evangelio es el principal reto de Francisco y una feliz oportunidad. Las tentativas fundamentalistas de recomponer la sociedad bajo principios religiosos son vanas.