Francesc Torradeflot Las joyas de las sabias y sabios son como las ramas del nido de los pájaros, imprescindibles cobijos para poder aprender después a volar libres y a disfrutar del aire fresco y de la vida en plenitud. La sabiduría es el regazo tierno y maternal cuidado que vivifica. Es necesaria pero no suficiente, es un hogar y un solaz, pero después hay que volar. Es un placer para mí poder compartir esta muestra del tesoro de humanidad que la vida nos ha regalado...
Compartir plenitudes en lugar de competir entre totalidades
de: Hacia un tiempo de síntesis. Fragmenta, 2011. pgs. 43-59
Las religiones son receptáculos de una plenitud que ha sido vertida en ellas y que tratan de custodiar. Pero al custodiarla se pueden hacer insolentes. Por miedo a perderla, la blindan, y al no saber qué hacer con tanta densidad Principio del formulariola lanzan sobre las demás sin atender a lo que aquellas ya contenían. El problema del ser humano es que, siendo capax Dei, a la vez es incapaz de soportar demasiada realidad. Las revelaciones de las religiones son anticipaciones de realidad que experimentamos como un exceso de luz a nuestros ojos todavía ciegos. Este deslumbramiento puede convertirnos en seres agresivos en el momento en que caemos en la tentación de apropiárnosla.
Mucho he reflexionado sobre religiones
para poder comprenderlas.
Creo que todas derivan
de una única fuente
con múltiples ramas.
Al-Hal·laj (s.iX-X)
La apertura a la difícil alteridad permite una nueva autocomprensión de cada religión e inaugura una nueva relación entre ellas. Vamos a explorar el cambio de actitudes que implica este encuentro.
1. Cuando la plenitud se confunde con la totalidad
Las religiones son receptáculos de una plenitud que ha sido vertida en ellas y que tratan de custodiar. Pero al custodiarla se pueden hacer insolentes. Por miedo a perderla, la blindan, y al no saber qué hacer con tanta densidad Principio del formulariola lanzan sobre las demás sin atender a lo que aquellas ya contenían. El problema del ser humano es que, siendo capax Dei, a la vez es incapaz de soportar demasiada realidad. Las revelaciones de las religiones son anticipaciones de realidad que experimentamos como un exceso de luz a nuestros ojos todavía ciegos. Este deslumbramiento puede convertirnos en seres agresivos en el momento en que caemos en la tentación de apropiárnosla. La apropiación de esta plenitud se convierte totalitarismo. La totalidad, en el lenguaje de Emmanuel Lévinas, es la reducción y el cierre de una infinitud que se abre ante nosotros (1). La plenitud del Infinito, en cambio, nos es dada. La totalidad es una construcción nuestra. Es la catedral -la sinagoga, la mezquita o la pagoda-convertida en prisión.
Las religiones se hacen indigestas -no sólo indigestas, sino sumamente peligrosas- cuando pretenden apoderarse del Absoluto. Porque les ha llegado un destello de Aquello, piensan haberlo agotado. El Infinito agotado es esta totalidad blindada, agresiva y oscura, pernicioso producto que nuestra generación no tolera porque ha producido demasiadas víctimas.
Se reconoce que una plenitud ha sido reducida a totalidad por la crispación con que se defiende. Lo propio de la plenitud es la apertura, el agradecimiento, la invitación. Lo propio de la totalidad es la cerrazón, la exigencia, la imposición. Las totalidades solo pueden competir entre ellas, porque se disputan un espacio chato construido por ellas mismas. No se reciben a sí mismas de lo Supremo sino que lo usurpan, cuando solo se les había mostrado un escalón, un resquicio.
Cuando lo que se comunica es una totalidad, solo hay exterminio o absorción del otro. No hay ninguna posibilidad de escuchar lo diferente. En estos parámetros, la misión es una ofensa, una violación.
2. Cuando el principio se confunde con el final
Las religiones conocen el primer escalón hacia esta plenitud que les ha permitido entrever. Pero el primer escalón no es toda la escalera. ¿Quién sabe cuántos accesos tiene? ¿Quién conoce en cuantas escalinatas se difracta? La misión se convierte en propaganda ilegítima cuando exige a los demás que suban por los mismos peldaños de una única grada. Es cierto que en el inicio donde se juega la correcta dirección, porque los grados de la desviación van aumentando a medida que se recorre el trayecto. Cuanto más largo es, más puede desviarse la meta. Pero, ¿cuál es la meta? La tierra pura de un yo descentrado de sí mismo que se hace capaz de acoger y de entregarse sin devorar porque sabe que proviene de un Fondo inalcanzable al que todo vuelve sin haberse separado nunca de él.
Las formas de las montañas son diversas, y en ello está la belleza de las cordilleras, pero la nieve cae a la misma altura en todas ellas. El contorno es diverso pero la nieve que las cubre es la misma. Lo que importa es que se produzca la ascensión y que, a medida que se va ascendiendo, aparezcan horizontes que no se asomaban al principio. También Moisés comenzó atraído por la zarza que ardía sin consumirse (Ex 3, 2-3) y al final de la vida se encendió todo él (Ex 34). ¿Por qué esta llama debería arder sólo en los matorrales de una montaña? Es cierto que los humanos somos hijos de la forma y necesitamos un referente concreto que nos permita adentrarnos en esta realidad que contiene a todas las formas y que, a su vez, está más allá de ellas. La silueta del comienzo sirve para iniciar el camino que permita orientarnos. Pero con la forma empieza el reino de la diferencia y con ella se inicia también la disputa. Solo a medida que se avanza esta forma se va interiorizando y se descubre que puede adquirir otras manifestaciones.
Esto no contradice que cada tradición considere que hay determinadas personas, momentos y lugares con más capacidad teofánica que otros, y es natural que se identifique con ellos, mientras no los convierta en exclusivos ni excluyentes. Sirven de detonantes, de estimuladores, pero, después, lo que es exterior a ellos debe ser interiorizado. De otro modo siempre estamos delegando a los demás lo que se ha de gestar en cada uno.
Lo que atrae de Cristo los cristianos, del Corán a los islámicos, de la Torá a los judíos, de los Vedas los hindúes o del Buddha a los buddhistas es el abismo de luz, el derramamiento de ser que se desprende de ellos y el camino que proponen para mantenerse en estado de apertura.
[…]4. Cuando el icono se confunde con el ídolo
El bagaje conceptual y simbólico que presenta una religión madura no es idolátrico sino icónico. Lo que ofrece cada tradición son unas determinadas formas y referencias de religación, pero sin estar cerradas en sí mismas, sino que remiten más allá de ellas. Tal es la diferencia entre el ídolo (eidolon) y el icono (eikon). Ambas significan ‘imagen’ en griego, pero en direcciones opuestas: el ídolo es una imagen saturada, poseída, referida a sí misma, mientras que el icono es solo una insinuación, un camino, una ventana que se abre a el infinito, desapareciendo ella misma una vez se ha pasado a través de ella. La iconización desapropia, mientras que la idolatración retiene. La iconización expande, mientras que la idolatría crispa. La iconización abre a la alteridad, tanto de Dios como de los demás, haciendo que las diferentes religiones puedan mirarse mutuamente con confianza en dejar de tener una relación posesiva con lo trascendente.
Cuando las religiones transmiten su riqueza y su sabiduría desde esta desposesión, generan confianza. Lo que entonces ofrecen son pautas, orientaciones y criterios de discernimiento para que cada uno profundice en sus convicciones. La certeza esencial que transmiten las religiones -y que es común a todas ellas- es mostrar que el propio yo no es la medida de todas las cosas, sino que pertenece a un Todo mucho más amplio. Esta liberación de la tiranía del ego es el que más específicamente pueden aportar las religiones, al facilitar a cada creyente unos vínculos con la Fuente de la que recibe la existencia, a la vez que abre a la comunidad humana y al cosmos, tal y como repetiremos incansablemente.
Adoramos ídolos y nos sometemos a ellos cuando los tenues rasgos de lo que atisbamos se convierten en trazos simplificados y en borrones que nos impiden ver más allá de lo que hemos visto. Satisfechos con lo que hemos entrevisto, nos instalamos y quedamos retenidos. Detenidos, reducimos el Misterio y nos autoimpedimos crecer hacia él, tanto como lo impedimos a los demás. Las palabras más duras de Jesús de Nazaret fueron dirigidas a aquellos que se interponían entre Dios y la fe de la gente. (2)
Lo propio de los ídolos es producir víctimas. Las víctimas se crean cuando la fe queda encarcelada en unos parámetros determinados. Se ha hablado de las religiones como catedrales semióticas (3). Son catedrales cuando se presentan como espacios de realidad que ofrecen una evocación de infinitud por descubrir. Espacios simbólicos que convocan, dan cobijo y ponen palabra e imagen al Misterio. Pero la arquitectura simbólica de cada religión se convierte en una prisión cuando no deja salir ni entrar por la región de la realidad que ella delimita. Entonces, la misión se convierte en una lucha por implantar cuántas más cárceles semióticas posibles en un territorio, propio o ajeno. Ante tal espectáculo, muchos se retiran, porque se sienten violentados por una sumisión en la que no se reconocen. Si, en cambio, estos espacios se presentan como posibles -pero no únicos- retazos del Infinito que en ellos toma forma, podrán sobrevivir a los tiempos que vivimos, Si sus vitrales, cenefas y caligrafías se presentan como brechas hacia más vida, hacia más realidad, hacia más humanidad, las catedrales, mezquitas, templos y pagodas serán frecuentados. Si crean víctimas crispadas y enrojecidas por sus propios dogmas y absolutismos, las generaciones presentes y venideras querrán que sean derribadas.
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(1) cf. E. Lévinas. Totalidad e infinito. Sígueme, 1990.
(2) cf. Mt 12, 9-14. 25-37; 15, 1-20; 16,5-12; 21, 23-46; 23, 1-12, …
(3) J. Martín Velasco. “Revelación y fe desde la perspectiva de las ciències de las religiones”, en: Cátedra Chaminade, Fe. Fundación Sta.Maria, PPC, 2005. p.184.