Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos.
Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana.
Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
El rey Yadu y el sabio Avadhuta
La ancestral sabiduría hindú recoge esta conversación del sabio y el rey (Srimad Bhagavatam, cap. XI. –del siglo V a.C. aproximadamente-)
El rey Yadu preguntó a Avadhuta:
– Te saludo, ¡oh sabio! ¿Me podrías decir qué maestro benevolente te ha proporcionado el conocimiento supremo?
Y así respondió Avadutha:
Oh rey, yo paseo por la Tierra como un espíritu libre que ha recibido la sabiduría de muchos maestros. Te diré quienes han sido mis maestros.
Del agua aprendí la dulzura y la pureza, pues así como el agua es dulce y pura, y a todos ayuda, así es el Ser. Por ese motivo la adopté a ella como maestra, y de ella aprendí a amar.
De la Tierra he aprendido la paciencia y la indulgencia, el ofrecerme como sostén a todos sin esperar ningún reconocimiento.
El viento me mostró cómo sopla por todos los rincones, por los prados y los desiertos, por los pantanos y los mares, por los palacios y a las prisiones, sin aferrarse a nada, sin mostrar ni preferencia ni rechazo. De él aprendí a ir por todas partes expandiendo la bendición de paz, sin aferrarme a nada. Mi maestro, el viento, me dio esta lección.
En el espacio ilimitado hay lugar para las nubes, estrellas, planetas, tormentas de arena y mil otras cosas, pero ninguna de ellas le atrapa. Así es el Ser que, presente en todos los cuerpos vivientes, presente en sabios, en reyes, en insensatos y en pecadores, nadie lo puede ensuciar. Esta es mi experiencia, la lección que aprendí del espacio, mi maestro.
De la serpiente pitón aprendí a no correr detrás de las cosas. Ella come lo que se le presenta y aunque pasen días sin bocado que echarse a la boca, no lo vive como una desgracia. Pues ya ves, también la serpiente pitón me enseñó alguna cosa.
De la abeja he aprendido a coger sólo lo imprescindible. Así lo hace ella cuando vuela de flor en flor con tanto cuidado para no herirlas. Mi maestra abeja me enseñó a actuar así.
Así como la Luna es perfecta, a pesar de crecer y de disminuir -fases que de hecho no existen para ella-, también el Ser es perfecto pese a sus aparentes imperfecciones. La Luna, mi maestra, me enseñó a mirar más allá de las apariencias.
Del mismo modo que el sol, con sus rayos, absorbe l’agua de la tierra para volverla a restituir en una nueva forma pura y fresca, del mismo modo, sé que debo usar los elementos de este mundo no para mi propio interés, sino para restituirlos en una nueva forma. Esa fue la lección de mi maestro, el Sol.
Por más que miles de ríos vacíen sus aguas en el mar, éste se mantiene en sus límites. Permanece así, serena, la mente del que conoce al Ser, por mucho que le lleguen objetos de todo tipo. Esto es lo que aprendí del mar, mi maestro.
Del mismo modo que el fuego adopta la forma de los objetos ardientes, así el Ser asume las formas de todos los seres. Del mismo modo que las llamas suben y bajan -pero no el fuego-, nacimiento y muerte pertenecen a las formas, pero no al Ser. Así me lo enseñó mi maestro, el fuego.