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El trabajo interior, hoy

El trabajo interior: reflexiones

Bernard Besret (n. 1935) influenciado por las lecturas de Aldous Huxley, entró a los 18 años en la Abadía cisterciense de Boquen, en Francia. Por su impulso renovador fue invitado a participar en los trabajos del Concilio Vaticano II. Con 30 años (no cumplidos) fue nombrado prior de la Abadía, cargo que ocupó entre 1964-1968. Boquen se convirtió en lugar de referencia para los movimientos renovadores del cristianismo. Las presiones dentro y fuera de los muros, pesaron mucho sobre Besret que abandonó la Abadía en 1971. A partir de aquel momento rehizo su vida profesional en el mundo civil (principalmente, director de la Ciudad de las Ciencias de La Villette). Después de un largo silencio, en los últimos años han aparecido varias publicaciones suyas reflexionando sobre el cristianismo y sobre la necesidad y la posibilidad de una espiritualidad laica.

El siguiente texto es un extracto de la obra: Confiteor: de la contestation à la serenité (Paris, Albin Michel, 1991. pgs. 165-170)

Mistagogía

Siendo joven monje acostumbraba a importunar a mis maestros con preguntas sobre la oración. Me hubiese gustado que me explicaran sus mecanismos metafísicos. Yo me leía todos los libros que el maestro de novicios me recomendaba acerca de esta tema pero jamás obtenía la respuesta esperada. Cansado de mi insistencia, me respondió un día que lo que yo tenía que hacer era escribir yo mismo este libro ilocalizable. Así pues, continué mi reflexión en solitario y a lo largo de los años sólo me he cruzado en raras ocasiones con teólogos o filósofos que hayan abordado el problema desde el ángulo que a mí me preocupaba.

La omnipresente metafísica de Dios hace vana toda expresión humana de una oración. Si, mediante mi oración me esfuerzo por decirle lo que siento o en que momento de mi vida me encuentro, mi gesto es totalmente superfluo ya que él está ya perfectamente al corriente de ello. Desde toda la eternidad. Si además, mi oración es más o menos engañosa, viene más o menos dictada por mi propio teatro o más aún por mi deseo de destacar a los ojos humanos, entonces es doblemente superflua porque a los ojos de Dios no cabe ninguna superchería. Él esta más presente a nosotros que nosotros mismos y sabe, metafísicamente, a qué atenerse acerca de nosotros.

Estoy plenamente convencido de ello: en nuestra relación con Dios, la oración, bajo cualquier de sus formas, silenciosa o hablada, solitaria o colectiva, es totalmente superflua. Dios no la necesita. Nos comunicamos con él por el mero hecho de que somos. Es infinitamente más exigente que el cumplimiento de un rito o la recitación de una letanía.
No hay escapatoria posible. Podemos decir, en un sentido más profundo, a la manera de los manuales de devoción pero no según su perspectiva, que “nuestra vida entera es una oración”. Pero en este caso se trata de una oración carente de toda palabra y de toda fórmula.

Es pues en nuestra relación con Dios que debemos buscar, a pesar de todo, nuestra razón para rezar. Es una razón mucho más prosaica, que se encuentra en nuestra manera de funcionar en tanto que seres humanos. En efecto, estamos estructurados según el modelo de signos eficaces. Los teólogos han elaborado este concepto para explicar la naturaleza de los sacramentos cristianos, pero si esto es válido en este caso particular, es porque rige de una manera muy general el conjunto de la actividad humana.

En su modo de estar en el mundo el ser humano expresa lo que es, y su expresión contribuye a su vez a ser aún más lo que dice ser. Se trata aquí de un círculo “virtuoso”.

Para convertirme en lo que soy necesito expresarlo, decirlo, ni que sea tan sólo en lo más profundo de mí mismo. Un sentimiento que jamás se manifiesta (ni de palabra, ni con un gesto, una acción) acaba por marchitarse y desaparecer. Para desarrollarse necesita alimentarse de su propia expresión.

Lo mismo sucede con el pensamiento. Mientras escribo este libro voy tomando más conciencia de lo que digo. Al expresarlas, reafirmo en mí unas convicciones que, de no formularlas, terminarían por desvanecerse. También la memoria necesita de conmemoraciones. De ahí la necesidad, y no solamente en el ámbito de la oración, de la repetición y del rito que estructuran todos los aspectos de nuestra vida social.

Si rezamos no es pues para informar a Dios de nuestra suerte. Menos aún para tratar de influenciarle y obtener de él un cambio de parecer! Esto carecería absolutamente de sentido en el plano metafísico.

No, si yo rezo es ante todo para recordarme a mí mismo lo que quisiera ser y al afianzar así mi conciencia, serlo realmente un poco más, un poco mejor. Si rezo es ante todo para actualizar en mí, por el poder eficaz de los signos empleados, su propio significado.
Para transformarme en mí mismo. Para liberarme de la agitación mental que empaña mi atención interior. Para desembarazarme de todos los parásitos locales que yo mismo genero y situarme en la misma longitud de onda de Dios.

En Intériorité et engagement, Marcel Légaut propone una oración que expresa a la perfección todos estos matices. La introduce en estos términos:

Hablar con Dios
Es hablar consigo mismo con palabras verdaderas.

Escuchar a Dios
Es escucharse a sí mismo decir palabras verdaderas.

No se puede ser más claro en que se trata ante todo de un asunto del ser humano consigo mismo, en un esfuerzo de lucidez personal que lo pone al desnudo delante de sí mismo. Dios está en este caso en segundo lugar.

La oración no tiene pues por objetivo hacer prevalecer el punto de vista del ser humano por encima del de Dios. Muy al contrario, se trata de realizar un trabajo consigo mismo para deshacer los nudos de sus deseos, disolver los grumos de sus egocentrismos, disipar la niebla de su yo ilusorio, abrir de par en par sus puertas interiores a la realización del único Real que cuenta y que ya está aquí, presente en él para sostenerle en el ser.


Enlaces relacionados:
Un itinéraire singulier (Biographie)
www.bernard-besret.com

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