Etty Hillesum Aceptación puede sonar a pasividad, puede confundirse con la aprobación indiferente, con la resignación. El testimonio de Etty Hillesum, escribiendo desde los campos de concentración, es un ejemplo esclarecedor del sentido de una aceptación plena que es implicación y acción, pero desde la comprensión, desde una acogida radical de la realidad, se muestre como se muestre.
Geneviève Lanfranchi (1912-1986) – Primera parte
Este documento nos muestra el itinerario de búsqueda de Geneviève Lanfranchi (1912-1986), profesora de Filosofía en Beauvais (Francia).El texto forma parte de un volumen monográfico sobre el Vacío («Vivre en vacuité», en: LE VIDE, EXPÉRIENCE SPIRITUELLE. Paris, Deux Océans/Hermès, 1981. pgs.271-289.). En él Geneviève Lanfranchi expone su concepción de camino interior. En una segunda parte ofreceremos su «diario de travesía». La exposición de un enfoque y de un método. Pero, sobre todo, son el testimonio de un camino vivido, el de un compromiso radical, que nos pone en contacto con la autenticidad de una experiencia.
LA CUEVA
Para mí, la vida espiritual propiamente dicha se caracterizaría por la experiencia de la Vacuidad. En sí misma, ésta sería como el ofrecimiento de Libertad absoluta a una conciencia encadenada; sería como la experiencia última aunque enmascarada a través de muchas otras experiencias; tendría sabor de eternidad: aunque en los principios es tan fugaz, que parece que no llega a ser contemporánea ni de un sólo segundo de nuestros relojes terrestres. Y la sutil alegría que nos descubre -tan honda que hará palidecer cualquier otra alegría- no nos evitará el dolor del desánimo (aunque su sabor de certeza sí que nos protegerá de la desesperación); dolor, pena o desánimo que no existirían si viviéramos a ese nivel de experiencia pura.
Al buscador se le plantea, entonces, un problema que expondremos mediante una alegoría, muy distinta -a pesar de las apariencias- de la que nos ofrece Platón en La República.
Imaginemos a unos hombres viviendo en una inmensa cueva, cerrada por todas partes, con laberintos, salas, corrientes de agua, etc. … Los hombres exploran ese mundo inmenso; se detienen a veces al borde de las tinieblas; reverencían como a una divinidad aquel abismo más oscuro, o aquella columna de estalactitas o de estalacmitas, o un lago subterráneo. O adoran al profeta que les hace la vida más soportable. O, también, siguen los métodos de aquellos que adecentan la cueva, que instalan luz artificial; a veces lo hacen con tal arte que llegan a multiplicar los reflejos en el espejo de las aguas o en el brillo de las rocas, consiguiendo dar la sensación de un espacio mágico.
De esas multitudes subyugadas se alejan los solitarios -se cruzan, comentan algo, se separan-; se alejan tanteando, repasando la roca cuidadosamente con el tacto. Creen que existe otro mundo; un mundo totalmente distinto; la piedra, en algunos lugares, es ligeramente translúcida y eso les confirma su presentimiento: cerca de esos lugares hallan una paz que les descansa; pero a veces …
… ¿será porqué han descansado demasiado? o al contrario, porque desanimados de subir, de bajar y de perderse, luchan con desesperación hasta que por casualidad se han situado en el lugar propicio? o, a lo mejor, su angustia les ha empujado a repasar la piedra con una minuciosidad febril que otorga a su percepción una doble agudeza?
… en la pared, una fisura. Una grieta. Un error de la piedra.- ¿Qué hay detrás? ¿Podría ser el verdadero día? la libre, clara y pura inmensidad?
Era esa falta lo que andaban buscando; algo que, aunque desconocido e inesperado, se reconoce inmediatamente.
Indescriptible impresión de descubrimiento, de sutil pero invencible certeza, ofrecida por ese error, esa falta, en la compacidad de la «realidad» …
Desde entonces ya ninguna otra cosa puede atraer la atención del que ha realizado este descubrimiento; incluso aunque en algunos momentos parezca olvidarlo (a lo mejor por no saber como refrescarlo) algo en él no puede olvidarlo jamás. Lo reconocerá tan pronto como alguien hable de ello y, si ha sabido resguardarse un poco, intentará reencontrarlo.
A veces por casualidad, otras guiado por su tenacidad, por los Maestros, acabará detectándola cada vez con mayor precisión. Incluso se dará cuenta de que la gruta que parecía cerrada por todas partes tiene, en realidad, más de una fisura. Pero éstas permanecen invisibles para la mayoría de sus compañeros, deslumbrados por las luces inventadas por los hombres.
Entonces, solo, o casi solo, se mantiene vigilante. Intenta, a veces, que sus compañeros se acerquen a ese lugar; querría describir lo que sabe -pero cómo hacerlo?- Cómo sugerir el espacio Exterior si no es mediante lo que no es, mediante lo que sólo es la forma de la apertura de la cueva?
Se mantiene vigilante pero querría más: lo que desea es salir.
Salir de la cueva.
Es posible.
Qué silencio.
Qué desierto.
La fuerza de la Ausencia.
Imposible mantenerse ahí «las 24 horas del dia». Y, sin embargo, la exigencia se presenta como inneludible: es en ese Lugar y no en la cueva donde hay que vivir: ¿qué hacer? ¿cómo hacerlo?
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El deseo de esta Ausencia -o, más aún, la Ausencia misma- suscita una sensibilidad nueva (pero ¡es tan secreta!), y ¿cómo desarrollarla si sólo el Encuentro secreto la suscita y la renueva y, a la vez la existencia del Encuentro depende de esta capacidad?
Durante años, intentar vivir en actitud vigilante; cerciorarse más y más que es ahí donde uno quiere vivir; constatar que resulta imposible permanecer en ese lugar, y difícil mantenerse en esos alrededores:
todo ello hace nacer una resolución que se enraíza cada vez con más fuerza -invisible para los demás y que la juzgarían una locura si lo llegaran a sospechar- una resolución sorprendente incluso para uno mismo y que se vive como invencible:
hacerse otro
transformarse de pies a cabeza
Romper con las antiguas estructuras o, mejor todavía, disolverlas; inventar otras; probar, arriesgar; distinguir entre lo que funciona y lo que no; repetir, repetir los «gestos» acertados, hasta que sustituyan por completo aquellos adquiridos por casualidad o creados por la educación; coordinarlos entre sí; afinar, consolidar, aumentar, profundizar, enraizar: hasta conseguir no estar ya incondicionalmente seguros de la existencia de la cueva y lograr percibir como único Universo digno de ese nombre, el puro Espacio que cubre la cueva por todas partes, que la envuelve, la ocupa, la recibe …
A grandes rasgos, intentaremos dar una idea del conjunto de medios que pueden generar esta transformación.
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Sería peligroso e inútil apuntar directamente a la experiencia de Vacuidad: no puede entrarse por ahí a lo bruto. De lo que se trata es de ser dócil a una cierta actitud que guía si es lo suficientemente profunda y pura.
El acto en sí mismo es simple, tan simple que lo puede practicar cualquiera que tenga voluntad de ello: se trata de interrogar a cada momento o, como mínimo, a cada momento importante de la vida, a aquello que uno siente como lo más profundo de sí mismo y, a la vez, como el nivel más alto de cualidad en el que uno sabe que puede vivir («cualidad», «pureza»). Esta «auscultación cualitativa profunda» lleva a elegir tal acto o tal actitud y no tal otra; una «lucidez crítica» que consiste, simplemente, en que las decisiones que uno toma sean lo más acordes posible con las disposiciones subjetivas.
Cualquier persona honesta consigo misma adopta de una manera u otra esta práctica que, en el fondo, le permite vivir una «vida humana» lo más acertadamente que sabe. Es posible que ese sea el único motivo; pero uno puede plantearse, también, que esa manera autónoma y centrada de vivir en la gruta constituye, a su vez, como un ejercicio para ir ahondando en la vida profunda, purificando la vida cualitativa, preparándonos a fin de cuentas para esa profundidad, esa pureza (esa autonomía radical) necesarias para poder soportar la ilimitada soledad de la vacuidad.
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Éste seria, de hecho, el método que de manera consciente o inconsciente, utiliza cualquier persona que quiere ser auténtica: pretender responder a la necesidad de absoluto no tendría ningún sentido si esa búsqueda no significara, en el fondo, un intento de autenticidad especialmente exigente.
¿Cómo mantener la audacia necesaria para poder llegar hasta los límites de sí mismo?
La persona que ha sido purificada por el Espacio Exterior guarda en sus pulmones, sobre sus labios, sobre su piel, en sus ojos, el «sabor» de esa libre inmensidad. Su deseo es tan vivo y tan evidente, sin embargo, la imposibilidad de abandonar las limitaciones del cuerpo y de las preocupaciones que acarrea, que logrará descubrir a través de este mismo cuerpo y de su vida psíquica recursos a los que otras civilizaciones llamarán mágicos o trascendentes pero que son el resultado de una psicología atenta, de una psicología muy distinta y mucho más vasta de lo que acostumbramos a considerar psicología en nuestro entorno cultural.
Los hombres de la gruta sólo conocen algunas pocas notas de este órgano extraordinario que es nuestro cuerpo; cinco o seis; siempre las mismas; las que permiten a cada uno colaborar en el trabajo del conjunto.
Y, en cambio, algunos ejercicios bien simples, de relajación o de trabajo con la respiración por ejemplo, pueden constituir una sencilla base para descubrir capacidades de percepción distintas, posibilidades de sensaciones, de representaciones inesperadas, que se pueden ir organizando en un conjunto de gestos internos diferenciados, de experiencias con «sentido», que nos van concediendo como el poder de … hacer desaparecer la cueva en el momento en que deseamos que ésta desaparezca.
En la medida de lo posible, intentaremos analizar lo que sucede.
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A lo largo de un ejercicio de relajación algunas personas se perciben de manera espontánea como «por encima» de su propio cuerpo acostado. Esta desidentificación que desde el punto de vista del terapeuta no es muy deseable es, sin embargo, un claro indicio de que la psique puede separar la conciencia de un «yo» de este cuerpo que soy yo; un poder de distanciamiento que es necesario saber controlar pero que, con todas las precauciones que haga falta, es posible desarrollar metódica y vigorosamente, acostumbrándose, por ejemplo, a representarse a sí mismo -cuerpo y psique- a través de los ojos de otras personas.
Este sencillo hábito ayuda a reducir la importancia central que se da el yo cotidiano; su estructura mental, profundamente egocéntrica, tiende a debilitarse en favor de una estructura radicalmente distinta en la que ese yo aparece en los enlaces de fuerzas que lo atraen o repelen o que, en el fondo, son lo que le constituyen.
Esta práctica que es ya de sobras conocida puede complementarse con otra que, a lo mejor, parecerá más irrealizable: identificarse con el espacio. No es imposible. La fórmula de esta identificación sería: «el espacio es mi verdadera y libre conciencia». «Sentir el espacio que circunda este cuerpo como mi Yo verdadero». Puede parecer imposible, una locura. Sin embargo estas expresiones entre comillas corresponden a una sensación que puede vivirse y, no sólo eso, sino que se trata de una vivencia sugerida o claramente preconizada por algunos místicos. Este espacio (su desnudez, inmensidad, perennidad, la total libertad que ofrece) constituye un esquema mental que no es una representación pero que está implícita en toda representación. En lugar de situar ahí al yo, como haríamos espontáneamente, se trata de sentir esa inmensidad como el verdadero Yo y, así, dotar de una fuerza existencial perfectamente pura a aquello que parece totalmente desprovisto de fuerza; pero de alguna manera se trata, también, de restituirle a la Conciencia, como sensación vivida, lo que en verdad es su dimensión verdadera; sea como sea, se trata, al fin y al cabo, de ejercitarse en dar poder de realidad a aquello que en la experiencia de vacuidad se muestra, a la vez, como sin fuerza propia, transparencia radical, presencia desapercibida; es decir, prepararse para dar poder de realidad a esa transparencia, a ese valor puro, que es la vacuidad.
Pero, los ejercicios que acabamos de proponer sirven de algo o sólo posponen el problema sin resolverlo? Porque la cuestión es cómo lograr mantener este tipo de atención en unos niveles de existencia tan enrarecidos. ¿Cómo vivir -vivir realmente- en esta abstracción radical, en esta conciencia totalmente pura y desnuda?
Intentaremos dar algunas pistas.
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Vittoz pedía a sus enfermos que sintieran sucesivamente cada uno de los segmentos de su cuerpo. Occidente descubrió un nuevo tipo de atención por medio de este procedimiento: una atención sin esfuerzo. Tomamos conciencia de la existencia del cuerpo; el cuerpo, hasta entonces generalmente olvidado, se hace presente en su simple existir, sin interpretaciones, sin mezcla de sentimientos, reacciones, emociones, pensamientos. La desaparición de todo este marco emocional convierte esa presencia corporal en una presencia anónima. Hay otros ejercicios que facilitan esta pacífica disolución: acojer, con una atención totalmente unificada, lo que oye el oído cuando escucha, lo que sienten los ojos que se abren, lo que notan las manos que tocan, actitudes todas ellas que restituyen el cuerpo a su entorno y, al mismo tiempo, a sí mismo. La importancia desmesurada (absurda, si pensamos en ello) que tiene el ego para cada ego, tiende a detenerse y a desaparecer en la continuidad de la sucesión de sensaciones, que ya no pertenecen, parece, ni al yo ni al no-yo. En el ejercicio de identificación con el espacio la desindividualización se hacía por medio de una especie de ruptura; aquí, en cambio, la indiferenciación entre yo y el mundo se lleva a cabo por medio de la conjunción entre las sensaciones y aquello que las suscita. Son dos movimientos que, lejos de contraponerse, se complementan: estos dedos que presionan el teclado de la máquina de escribir, la mesa que sostiene a ésta, los plátanos alumbrados por el sol, los transeúntes, etc., son, sensitivamente, equivalentes; mi Yo verdadero (mi conciencia pura: mi conciencia de espacio) los engloba a todos; su lugar es este espacio – en el cual se despliega la infinita diversidad …
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Por un lado, salto en la desnudez del espacio e identificación con ese espacio (en lo que sería una operación que podríamos llamar supramental); por otro, borrar el propio cuerpo que pesa, ve y oye, en el pulular de los objetos que pesan, se ven y se oyen, en una operación que apunta a sumergirse en la pura sensación. Entre los dos, existe un mundo inmenso, el de los sentimientos y los actos: ¿cómo transformarlos? Cuando la actividad cotidiana acapara toda la atención; cuando el esfuerzo mantenido a lo largo de la vida entera parece condenado al fracaso; cuando los seres queridos se equivocan y se menosprecian; cuando el cansancio nos abruma y el dolor causa estragos, ¿qué hacer? ¿puede hacerse algo todavía?
Sí. Seguro.
Al haber prestado atención al cuerpo, el buscador acaba por darse cuenta de que la emoción, que siempre tiene una repercusión física, puede apaciguarse e incluso disolverse (al menos provisionalmente) por medio de una atención simple, sin tensión, hacia el sitio físico exacto en el que esa emoción vibra. Ese lugar, de hecho, varía poco para cada persona; será el plexo, la nuca, la frente, el corazón, etc. Prestar toda la atención a esa zona del cuerpo, con una atención dulce y relajada, y no por medio de esa emoción que la atenaza, nos procura un primer y muy claro apaciguamiento.
Éste puede alcanzar una profundidad -y como una «respuesta»- el alcance de la cual resulta a priori, insospechado. Le sigue entonces un momento en el que se instaura la siguiente sensación:
no sólo se relaja el corazón dolido, por ejemplo; sino que incluso la misma sensación de dolor se invierte; la sensación es, entonces, como si este corazón (o la frente, la nuca, etc.) se transformara en el órgano apropiado para poder percibir esa calidez indivisiblemente psíquica y afectiva. Es como si la confianza se expandiera alrededor del cuerpo; a la vez que esa calidez, esa ternura, ese amor, que la atención ha situado como alrededor del cuerpo, se adentraran en él. Este último paso transmuta el lugar en el que ordinariamente se sitúa la conciencia: se percibe como alrededor del cuerpo, al menos tanto como dentro de él.
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Adentrarse en la noche. Percibir las tensiones, las opacidades, las cargas que obstruyen al cuerpo y, con suavidad, pacientemente, ofrecerlas a una profundidad tan profunda como profundos son los sentimientos que van asociados a ellas -simbólicamente diríamos: a la noche. Sentir esa noche como merecedora de confianza; abandonarse, abrirse, entregarse a ella, y a ninguna otra cosa; a ella, que es indistinta, y a nada en particular: ni a un deber, ni a un ser, ni a una intención cualquiera- solamente a la oscuridad tranquilizadora, cálida, de esta noche. Hacer esto cada día en una meditación que es a la vez mental (ya que la mente sostiene firmemente ese sentir de una noche que nos engloba), afectiva (esa noche deshace nudos atados desde la infancia), sensitiva (puesto que la atención diferenciada sobre cada segmento del cuerpo es un medio idóneo para sostener esta atención y mantener la orientación acertada); hacer esto dirige la propia profundidad, no hacia un proyecto o una persona, sino hacia ese Fondo sin fondo; esta pérdida voluntaria, y reiterada sin descanso, se vive como el indecible encuentro de un yo insospechado y reconocido en esa noche.
Esta noche -como lo muestran los términos que hemos empleado para hablar de ella- es en el fondo de la misma naturaleza que la vacuidad. Ésta era como la cima que coronaba un esfuerzo, una tensión; invitaba al desprendimiento, al vuelo. En cambio el movimiento hacia la profundidad de la noche es como introducirse en la densidad del ser; no sólo sensitivamente sino también afectivamente (y si no fuera por miedo a caer en un contrasentido, nos gustaría decir: sensualmente). Esa testificación lo penetra todo de tal manera que resulta automáticamente eficaz: el impulso amoroso que se dirigía hacia una esperanza demasiado humana, de pronto se vive como en su propia fuente; suspendido; con otra orientación distinta; vuelto hacia ese Fondo inmenso que lo acoge, lo pacifica, lo engrandece. Inmensidad nocturna, tan parecida a la transparencia del espacio.
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Aparece, entonces, un último estado:
tan profundamente como haya podido ejercitarse la vida psicológica para convertirla en un órgano apto para recibir la vacuidad, esa vacuidad se hace presente de forma permanente, envolvente en su extrema pureza -¿en cierta manera tamizada ya que la atención se ocupa, a la vez, de alguna otra cosa a parte de ella?-; pero incluso esa «otra cosa» o la actividad que sea que nos ocupe, en lugar de apartarnos pasa a ser ojos, orejas, papilas, para gustar el sabor siempre nuevo de la inalterable vacuidad.
Ella llena el espacio, un espacio que adquiere muchas más que tres dimensiones, ya que ha dejado de ser sólo psíquico o mental para abrazar las innumerables sensaciones, todas las vibraciones del amor, todas las profundidades de la Noche.
Omnipresencia de la vacuidad, percibida como englobadora, penetrante; percibida por todas las capacidades subjetivas (de distinta forma por parte de cada una de ellas), por todas las apariencias objetivas, en ocasión de toda relación humana.
Esa abundante riqueza sin fin, encuentra su realización en la pura vibración que la expande: mil formas de ausencia coronan de inalterable Ausencia cada una de las mil formas de presencia. La misma vida cotidiana, inexpugnable adversaria antaño, se ha convertido en aliada; los gestos familiares son expresión de esa luz invisible,
nada ha cambiado,
todo ha cambiado,
secretamente, todo se ha transfigurado.