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La espiritualidad y la política de las nuevas sociedades industriales

Artículo publicado en la revista Éxodo (nº115, octubre-noviembre 2012), dedicado al tema de las relaciones entre política y espiritualidad, con la participación de diversos autores. Anuncia el editorial: “Espiritualidad y política marchan, al menos en el mundo capitalista, por caminos diferentes. Viajeras erráticas, avanzan, entre el general descrédito, al desencuentro. ¿Cabe soñar con un día en que rectifiquen de rumbo y se descubran como los pies necesarios para que el ser humano pueda seguir caminando? Desde Éxodo acariciamos abiertamente, en tiempos de turbulencia, este sueño.”

 Empezaremos precisando un par de nociones que son importantes para nuestro escrito: las nociones de creencia y de espiritualidad.

El término “creencia” tiene dos usos: uno corriente que comporta un supuesto, que no se necesita, no se atina o no interesa someter a crítica; y otro en el que se llama creencia al proyecto colectivo de vida revelado por Dios, que es también camino espiritual. Cuando hablamos  de la religión como sistema de creencias, nos referimos a este segundo uso del término.

Cuando la religión es un sistema de creencias reveladas, se confunde la creencia con la fe y la espiritualidad. Son diferentes, aunque en unas determinadas condiciones culturales se fusionaran y la fusión duró tantos milenios, como las sociedades preindustriales.

            Creencia en sentido estricto es la adhesión incondicional a un sistema de interpretar y valorar la realidad, a un sistema de organización y de actuación que se tiene revelado por Dios y al que hay que someterse, si uno quiere salvarse.

En ese mismo sistema de creencias se expresa y se vive la fe y la espiritualidad. Durante la larga etapa preindustrial, no se podía concebir ni vivir la espiritualidad si no era desde el seno de la creencia y la sumisión. Si se hubiera vivido la espiritualidad libre de creencias y sumisiones, hubiera comportado un riesgo para el  programa, que mantenía vivo a los colectivos. Los maestros espirituales y los místicos que se distanciaron de esos sistemas de creencias y sumisiones fueron marginados, perseguidos o muertos, por las mismas autoridades religiosas.

            La fe es la apertura y entrega a la propuesta de la espiritualidad que es, según la enseñanza de todos los Maestros, el tránsito desde la egocentración del pensar, del sentir y el actuar, al silenciamiento completo de esa egocentración. La egocentración genera la dualidad entre el individuo y su entorno; genera el deseo y todo lo que inevitablemente le acompaña: el temor, los recuerdos y las expectativas.

La espiritualidad, al silenciar el deseo, silencia el temor, las expectativas y los recuerdos. Con ello quiebra la dualidad entre el individuo y todo lo que le rodea y conduce a la plena unidad. La unidad es el amor. El amor verdadero no son sentimientos románticos, sino unidad. Y se trata de un amor sin condiciones, porque el que siempre pone condiciones a nuestro amor es el ego, con sus deseos y temores. Por consiguiente, quien silencia el ego, ama sin condiciones.

            Será conveniente ir sustituyendo la noción de “espiritualidad” por la de “cualidad humana profunda”, porque nuestra antropología ya no es de cuerpo y espíritu y porque la noción de espiritualidad está indisoluble ligada a la religión y, como veremos, la religión resulta inviable e inaceptable para las nuevas sociedades.

            Las nuevas sociedades de innovación y cambio constante nos fuerzan a separar la espiritualidad de las creencias. Las sociedades preindustriales eran estáticas y, como tales, bloqueaban el cambio estableciendo patrones de pensar, de sentir, de actuar y organizarse inmutables, revelados por los dioses y/o por los antepasados sagrados. Había que someterse a esos patrones, porque no hacerlo podía poner en riesgo la sobrevivencia de la sociedad. Ahí se situaban las religiones. Desde ahí se tenía que vivir la fe y la espiritualidad, no había otra posibilidad.

            La religión, como depositaria de la revelación, controlaba las mentes, el sentir y actuación de los colectivos. El poder político no podía quedar indiferente frente a ese hecho. Por otra parte, si la religión era un sistema de creencias impositivo, requería del pacto y la ayuda del poder.  La religión se convertía el sistema axiológico y programa colectivo, contando con la anuencia y el apoyo del poder. Así se fraguó el pacto milenario de religión y poder político. Quien se alía con el poder político se está aliando con la riqueza. Culturalmente, con toda probabilidad, no hubo otro remedio. Todavía no hemos conseguido salir del todo de ese pacto, porque las iglesias no se resignan a perder el poder y la riqueza, que consideran medios imprescindibles para imponer y mantener las creencias del pueblo.

            Con la entrada de la industrialización y la democracia ese pacto se debilitó, pero con el asentamiento de las sociedades de innovación y cambio continuo ese pacto ha perdido toda legitimidad, todo sentido e incluso toda posibilidad.

Las sociedades democráticas de innovación y cambio no pueden fijar la interpretación y valoración de la realidad, ni los modos de actuación y organización. Las tecnociencias alteran continuamente las maneras de vivir de los colectivos. Quienes tienen que vivir en este tipo de sociedades no pueden someterse a creencias, en el sentido que hemos expuesto; si no se puede someter a creencias, tampoco pueden tener religión, ni Dios a la manera de nuestros antepasados.

            En esta situación cultural, la cohesión de los colectivos no puede conseguirse por sumisión, sino por adhesión voluntaria a un proyecto propuesto, ya no revelado sino construido por nosotros mismos. Con ello se perdió la legitimidad de la sumisión.

            A las nuevas sociedades, que viven de la continua creación de conocimientos y tecnologías y de la creación de nuevos productos y servicios, que alteran continua y aceleradamente los modos de vida, no se les pueden ofrecer creencias religiosas como vía a la espiritualidad; quienes están sometidos a continuas transformaciones no pueden creer, porque las creencias fijan y ellos deben estar siempre dispuestos a cambiar cuando convenga. No nos queda otra solución que ofrecer la espiritualidad como el cultivo de la cualidad humana honda. Nunca se ha necesitado con mayor urgencia esa cualidad humana que en las nuevas sociedades de tecnociencias poderosas.

            Resulta comprensible que las creencias no resulten atractivas, sino que, por el contrario, alejen a las gentes de las creencias, cuanto más jóvenes más. Las creencias y las religiones ya no tienen atractivo para los nuevos ciudadanos, en cambio sí que lo tiene la espiritualidad, entendida como una cualidad humana profunda. Ya se habla del silencio y de la meditación en muchos ambientes muy alejados de la religión.

La espiritualidad interesa cada día más, pero a condición de que se la separe de la religión, de las creencias y de las sumisiones. Si rechazan esas cosas, no es porque sean indolentes, hedonistas o malas personas, es porque no pueden hacer otra cosa.

            Cuando las creencias y las religiones pierden su atractivo, pierden su poder sobre las conciencias y los comportamientos; cuando tienden a desaparecer en la gran mayoría de la sociedad, porque no se puede creer y ser, a la vez, miembros activos de las nuevas sociedades, sin esquizofrenia interior, las religiones y las creencias pierden su prestigio. En esa nueva situación el poder político pierde interés por las religiones, porque no les sirven y porque en una democracia que funcione correctamente, no las necesitan. Los estados ya no buscan el pacto con las religiones, incluso buscan como deshacerse del lazo que todavía les queda con la religión.

            En muchas ocasiones las religiones se han convertido en un estorbo para el estado, porque intentan imponer en la sociedad criterios de pensar, de sentir, de organizarse y actuar que corresponden a formas propias de sociedades preindustriales, jerárquicas, patriarcales, impositivas y provinciales, que son por completo inadecuadas a las nuevas situaciones culturales.

            En una sociedad de innovación y cambio, las creencias no se pueden imponer. La espiritualidad no puede pasar por la sumisión, sino que tiene que convertirse en atractiva por sí misma. Y para poderse hacer atractiva, lo primero que debe hacer es liberarse de todo tipo de sumisión o imposición y ligarse, por el contrario, a la indagación libre.

En las nuevas sociedades, el éxito económico de la colectividad está dependiente de la capacidad de investigación e indagación. Estas necesitan ser libres; para ello precisan de la democracia y la libertad de opinión. Se vive en el seno de un cambio continuo de las formas de pensar la realidad, generado por el crecimiento continuo de las ciencias. La evolución acelerada de las tecnologías transforma constantemente las formas de vivir, organizarse, actuar, y como consecuencia de todo ello, las formas de sentir. En esas condiciones culturales la espiritualidad sólo puede presentarse como una oferta de indagación libre, como el pensamiento y el arte.

Donde todo es movimiento, cambio y globalidad, la espiritualidad no puede verse amarrada a una interpretación y valoración de la realidad, ni a unos modos de actuación y organización, fijados de una vez para siempre e intocables.

Cuando sabemos, conscientemente o inconscientemente, que construimos nuestros saberes, nuestras tecnologías, nuestras formas de sobrevivencia, nuestras postulados y proyectos axiológicos colectivos, nuestras formas de organización y los patrones de actuación; cuando experimentamos día a día que todos nuestros modos de vida cambian continuamente, porque construimos autónomamente todos los niveles de nuestras vidas, no podemos vivir y practicar la espiritualidad desde las creencias intocables y la sumisión. Es una imposibilidad cultural. Quienes luchan contra una imposibilidad cultural, intentando volver hacia atrás la marcha de la cultura, cosechará un fracaso seguro, y será un obstáculo para un correcto y realista planteo de la cultura.

 

Esta situación no quiere decir que tengamos que hace tabla rasa de todo el legado del pasado. Tenemos que aprender a heredar toda la sabiduría de las tradiciones religiosas y espirituales de la humanidad, porque vivimos en sociedades globales, pero sin sumisión de ningún tipo y sin ningún provincianismo ni exclusión. Y no hay ningún inconveniente en heredar el pasado, si no se lo liga a sumisiones y exclusiones; todo lo contrario, se reconoce la necesidad de no tener que partir de cero, sino partir del descubrimiento de la gran sabiduría de la vida y de la espiritualidad que se ofrece en todas las tradiciones religiosas y espirituales de la historia de la humanidad.

Tenemos que comprender y hacer comprender que la espiritualidad, la gran cualidad humana, no es sumisión a nada, sino indagación libre y creatividad, como las artes y las ciencias; que la espiritualidad es libertad, la única verdadera libertad, porque las restantes libertades están sometidos a las necesidades, a los deseos, a los temores y a las expectativas individuales y de grupo.

 

Los vivientes, como seres necesitados que somos, tenemos que hacer una lectura dual de la realidad: el viviente necesitado, por un lado, y el resto de la realidad donde satisfacemos nuestra necesidad, por otro. Un mundo construido desde esa dualidad está lleno de fronteras.

Donde hay dualidad y hay fronteras, hay temor e inquietud porque somos unos seres frágiles en un medio que es en muchas ocasiones adverso. El temor y la inquietud son agresivos.

Nos identificamos con nuestro ego, que es un paquete de deseos/temores,  expectativas y recuerdos. Cuando nos identificamos con nuestro ego, cuando no lo silenciamos, cuando no morimos a él, en metáfora cristiana, somos esclavos de nuestros deseos/temores y de todo lo que ellos generan. La egocentración temerosa e inquieta genera la dualidad y el desamor.

Como hemos indicado la espiritualidad es el camino al silenciamiento del yo y, por tanto, al silenciamiento de la dualidad. Donde no hay dualidad, hay unidad y donde hay unidad hay amor. El amor rompe fronteras entre lo mío y lo de las otras personas, entre lo mío y lo del medio en que vivimos.

 La espiritualidad como ligada indisolublemente a un sistema de creencias tradicionales, que se estructuran entorno de unas maneras de pensar, sentir, organizarse y actuar, adecuadas a milenios de sociedades agrario-autoritarias, patriarcales y provincianas, no tienen nada que ofrecer a la política propia de las sociedades de innovación y cambio continuo, si no son obstáculos a su libre desarrollo, por sus pretensiones de imposición.

La espiritualidad como camino a la desegocentración, a la unidad y al amor sin condiciones, sí que tiene algo que ofrecer a la política. Puede ofrecer algo que no tiene precio y que puede convivir sin ninguna dificultad con todo tipo de cultura: el interés y amor, sin condiciones, por toda criatura, por todos los asuntos de los hombres y por el medio en que vivimos.

La espiritualidad, como cualidad humana profunda, libre de todo tipo de formulaciones y dogmas intocables es espíritu de benevolencia, no son fórmulas a las que someterse, es libertad y creatividad, no fijación y sumisión.

Sin la cualidad humana honda, la gestión de las sociedades de potentes tecnociencias en continuo crecimiento estaría en manos de unos depredadores sin piedad. Esa situación pondría en serio riesgo a la sobrevivencia de las especie humana y de toda la vida en el planeta. Ya estamos viviendo los gravísimos inconvenientes de esa situación, en la falta de equidad y en la miseria de la mayor parte de la humanidad, en la extinción masiva de especies vivientes, en la degradación del medio, en el calentamiento del clima del planeta, con todas las catástrofes que eso supone.

Cuando nuestras ciencias y tecnologías no eran poderosas, la naturaleza podía, con el tiempo, reparar los desastres que los hombres causábamos. Con una tecnociencias tan potentes como las que ya poseemos, que no harán más que acrecentar su potencia, podemos cometer errores que resulten irreparables. Ya los hemos cometido.

Las culturas del pasado podían soportar mejor que las actuales la falta de espiritualidad. Los nuevos desarrollos tecnocientíficos exigen con urgencia el cultivo serio de nuestra dimensión gratuita y absoluta.

Tenemos que crear proyectos axiológicos colectivos adecuados a esta situación; nadie ni nada los va a construir por nosotros. Tenemos que ser capaces de cuidar la cualidad de la vida humana y la cualidad del medio como si fuera un jardín.

Sólo la herencia del legado de sabiduría de nuestros antepasados puede proporcionarnos la posibilidad de cultivo adecuado de la cualidad humana necesaria para gestionar la explosión de nuevos conocimientos y tecnologías.

Precisamos una masa crítica de hombres espirituales, de sabios, para que la sociedad entera alcance unos niveles convenientes de cualidad humana. Si la sociedad, en conjunto, la tiene, tendremos políticos capaces de gestionar las nuevas sociedades; si la sociedad carece de esa cualidad, los políticos estarán a la medida de la gente. Creemos que, por desgracia, estamos ya en esta situación.

Esto es lo que la espiritualidad puede ofrecer a la política: la herencia actualizada y actuante de la sabiduría de nuestros antepasados; una herencia que es de desegocentración, de unidad y de amor por toda criatura, un amor, si es posible, sin condiciones y, por tanto, operativo, por lo menos en un número suficiente de hombres y mujeres.

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