Francesc Torradeflot Las joyas de las sabias y sabios son como las ramas del nido de los pájaros, imprescindibles cobijos para poder aprender después a volar libres y a disfrutar del aire fresco y de la vida en plenitud. La sabiduría es el regazo tierno y maternal cuidado que vivifica. Es necesaria pero no suficiente, es un hogar y un solaz, pero después hay que volar. Es un placer para mí poder compartir esta muestra del tesoro de humanidad que la vida nos ha regalado...
Reconocer
La ciencia al servicio del sentir silencioso
La ciencia puede catapultar al sentir más allá de los límites del egocentrismo cotidiano. Cada ser viviente , cada planta y cada animal encarna e incorpora una inmensidad indescriptible de complejidad, de proceso de espacio y de tiempo. Cada uno de los seres que conviven con nosotros, nuestros coetáneos en este pequeño planeta que rueda en el cosmos, es una inmensidad porque su entramado viene de los inabarcables espacios y lejanías temporales.
Hay que pensar los saberes que hemos adquirido para desmantelar el cobijo a medida que hemos construido para vivir en este cosmos desmesurado. Lo que nos dicen nuestras ciencias destruye las cortas medidas de nuestro cobijo y permite que nos invadan las potentes dimensiones de la inmensidad.
Esas dimensiones, como un torrente, arrasan el sentir de nuestra vida diaria porque arrastran consigo el mundo que hemos construido a nuestras escuetas medidas.
Podemos utilizar nuestras ciencias para callar la construcción mental, perceptiva y sensitiva que nuestra necesidad hace de todo lo que nos rodea. Nuestros saberes científicos vacían de contenido, consistencia y firmeza nuestra percepción y nuestro sentir cotidiano del cosmos.
El saber científico puede convertirse en un instrumento para anegar el saber común y vaciar el sentir común, y así puede ser un útil eficaz para despertar la posibilidad de un nuevo sentir.
Usamos las construcciones de la ciencia para aventar nuestras construcciones cotidianas y desplazar así nuestro sentir. No las usamos para quedarnos en ellas, eso sería hacer ciencia y no camino de silencio.
Usamos las ciencias para que la inmensidad, como un huracán, deje a nuestro sentir a la intemperie en el cosmos. En esa situación, el yo y todas sus construcciones, cotidianas y científicas pierden pie frente al nuevo sentir de la inmensidad en cada ser viviente.
Desde el silencio de las construcciones, desde la necesidad y desde el nuevo sentir, cada cosa es un punto intenso de luz en la inmensidad, un discurso silencioso y sin fin.
Cuando se ven así todas las plantas, los animales y las personas, se ve el Vacío, porque se percibe y siente lo que queda después de que el huracán arrase todas las construcciones de nuestro pensar, sentir y creer: el completo silencio.
Ver el Vacío es ver y sentir un mundo infinito de silencio y de luz sin medidas. Ese es el mundo de la libertad sin límites. Ahí sólo cuenta la visión que es mente y carne.
Hay que empeñarse en conseguir que la visión llegue a la carne porque si no las construcciones se reharían, el cobijo se reedificaría y la vida volvería a girar en círculos repetitivos. Y cuando la necesidad repite sus ciclos se acaba la novedad, la libertad y la luz.
Conocer y reconocer
Conocer es la gran tarea del camino interior.
Adquirir conocimiento es aprender de las cosas. ¡Hay tanto que aprender y es tan escaso el tiempo!
Sin embargo, el conocimiento propio del camino interior no es una acumulación de saberes, porque se trata de un conocimiento que no es crecimiento de datos sino un reconocimiento.
Reconocer es hacerse presente a todas y cada una de las cosas para que las cosas se le hagan presentes a uno. Cuando los árboles, las flores, las montañas o las estrellas se hacen presentes a la mente y al corazón y las reconocemos, se hacen presentes con toda la inmensidad de su historia, de su grandeza y de su misterio. Reconocerlas no supone ni exige saber muchas cosas de ellas, supone sólo saber que están ahí, frente a mí y conmigo con todo el peso de su ser y su incógnita inagotable.
Somos seres cognoscitivos, pero nuestro destino no es tanto conocer como reconocer.
El conocer puede ser frío y distanciado; el reconocer no puede ser más que interesado y cálido. Si falta el interés, que es amor, nada puede hacerse verdaderamente presente y ser reconocido.
Reconocer es hacer presente todo mi ser, con todas sus facultades, a algo que se me hace presente con toda su autonomía y su misterio.
Reconocer es una comunión de presencias. La comunión de presencias, ¿no es amor?
Esa es la inconmensurable belleza del destino humano.
Hacer estallar el tiempo cotidiano puede introducir al sentir en el silencio
Se puede utilizar la mente para hacer estallar el tiempo ordinario y empujar así al sentir más allá de las medidas domesticadas cotidianas. Esto equivaldría a utilizar nuestro saber para derruir nuestros cobijos e introducirnos en el silencio.
Todo lo que coexiste con nosotros hace centenares de millones de años que está ahí. Los robles, los arces, los enebros y los chopos; las hierbas y las flores, los musgos y los líquenes; los pájaros y los animales, todo hace centenares de millones o decenas de millones de años que está ahí.
Es cierto que ninguno de los árboles, plantas o animales que están conmigo vive más que unos pocos años o incluso días, pero no es la perspectiva de la rápida sucesión de los individuos lo que cuenta. Lo que cuenta es el relevo que una generación pasa a otra en la carrera de su rápida sucesión. La misma antorcha que llevo en mis manos como hombre hace millones de años que pasa de mano en mano, de generación en generación. Las manos van cambiando, pero lo que cuenta es la antorcha. Las manos diferentes son sólo el medio a través del cual la antorcha se perpetúa.
El cielo estrellado que contemplo por la noche es algo que existió hace miles o millones de años y que ahora me llega a mí. ¿Qué cielo existe ahora realmente mientras contemplo la luz que hace tales magnitudes de tiempo que se emitió?
Sentir este viejo y nuevo mundo
Las cosas más bellas que se pueden ver y sentir paseando por las montañas y sus bosques están ahí desde hace millones de años y continuarán ahí cuando nos hayamos ido:
el sonido del viento entre los árboles;
el dulce canto de los pájaros al amanecer, cuando despunta el sol en el horizonte;
el canto de los grillos y de los saltamontes en los prados;
el tumultuoso croar de las ranas en la charca;
el lento deslizarse de las nubes en el cielo;
la belleza azulada de las montañas en la lejanía;
el brillo transparente de las hojas de los robles;
las manchas oscuras del verde de los pinos y los enebros;
la delicadeza humilde y espléndida de las flores de los prados;
los musgos y líquenes de las rocas del sotobosque;
el brillo intenso y pálido de la luna mientras se oye el canto primaveral de los ruiseñores y el tableteo del canto del chotacabras.
Todo eso hace millones de años que viene ocurriendo y así seguirá.
Todo eso es de un inimaginable esplendor y una belleza inagotable.
Todo eso es manso, dulce, profundo, viejo y siempre nuevo.
Todo eso es como un río profundo que discurre impasible e indiferente a su derroche de maravilla.
Puedo contemplarlo, alegrarme con su visión y sentir su belleza. Tengo sólo unos instantes para verlo, amarlo y luego morir. Ese es mi destino y es bello. Es bello ser una chispa de luz y de fuego de ese calmado río de misterio que viene de muy, muy lejos y va muy, muy lejos; es bello ser una chispa que brota de las aguas, vibra unos instantes conmovida y vuelve a sumergirse en las aguas viejas y nuevas.
Éste es el nuevo y viejo sentir: el fundamento del conocimiento que traspasa las concepciones y las creencias y que abre a la experiencia sagrada.
Selección de: M. Corbí. El camino interior más allá de las formas religiosas. Bronce, 2008. pgs. 176-184