Cada mañana lo veo ahí, en el balcón. Silencioso, quieto. Parece impasible ante el amanecer siempre cambiante. Hoy, el día es claro y el cielo se ha teñido de rojo y naranja durante unos instantes, justo antes de la salida del Sol. Su silueta esbelta y grácil se dibujaba frente al cielo. Ayer estaba nublado y parecía que nunca saldría el Sol, pero ahí estaba él, en la misma posición de todas las mañanas. Me admiro al verlo cuando hace viento… ¡Ah, cuando hace viento! Sus hojas se agitan y parecen a punto de marcharse, pero no. Permanecen en su lugar. Sus ramitas se doblan, pero siguen estando ahí.
(selección del libro de Laia Montserrat: Un cerezo en el balcón: practicar Zen en la ciudad. Kairós, 2011)
Disfruto de su silencio y de su quietud. Estación tras estación, día tras día, noche tras noche. Horas y minutos se suceden y él permanece impasible, mostrando en todo momento su ser, su misma esencia. Derramando destellos verdes. En otoño, dejando ir sus hojas, secas. En primavera, despuntando otras nuevas.
De todos modos os contaré un secreto. Cuando el viento es suave, a veces me detengo a su lado y oigo el rumor de sus hojitas; y entonces me parece que me habla, en un lenguaje ancestral, primitivo y lleno de matices. No sabría traducir qué dice, pero algo en mí se estremece y entra en profunda unión con él.
De pronto, el ruido de la ciudad no se oye. He entrado en comunión con mi cerezo. Nada nos separa, estamos unidos en el «silencio». Las motos siguen rugiendo, los niños continúan gritando en el patio, los camiones siguen circulando, y el bullicio no se detiene. Nuestro silencio es más potente, se impone sin dificultad. Lo invade todo.
Cualquier meditador os puede decir que el silencio es imprescindible para la práctica adecuada del ejercicio. Es cierto. No hay nada tan básico como callar. Sí, eso es, callarse. No decir nada. En nuestra sociedad proponer algo así es ir contracorriente. ¡Callarse! Con la necesidad que tenemos de comunicarnos con los demás, se puede pensar. Pero… ¿de verdad os comunicáis hablando? Veo a mucha gente hablando, oigo a algunos, escucho a otros. La sensación que me llega siempre es que hay demasiadas palabras y poco contenido, poca comunicación real. […]
Es necesario ejercitarse en el arte de hablar. En un primer momento, el habla hacia fuera, la que se expresa explícitamente. No decir más de lo necesario, no romper el silencio si no hay nada realmente útil que decir. Es economizar energía y empezar a desenmarañar nuestra mente y nuestras relaciones. ¡Cuántos malentendidos se pueden evitar si nos permitimos un tiempo de silencio! Solo a partir de ese silencio puede surgir la palabra verdadera, la comunicación que realmente expresa.
Un segundo aspecto del silencio es acallar la mente. Si callar de cara a fuera no es simple, lograr el silencio de nuestra mente parece un trabajo imposible. Cuando nos detenemos a observar nuestra conversación interior vemos que es constante, como tener dentro una cotorra que no calla nunca, hablando muchas veces por hablar, repitiendo incansablemente temas, expresiones, girando en círculo la mayor parte de las veces. Nuestro pensamiento, está demostrado científicamente, es mucho menos lógico y racional de lo que creemos. No pensamos siguiendo las leyes de la lógica; es más bien a través de impulsos emocionales y bucles como funciona nuestro pensar. No es que esto esté bien ni mal, simplemente hay que saberlo para no seguir autoengañándonos. Cualquiera que se detenga a observarse verá la cantidad de pensamientos absurdos que surgen en pocos minutos. Pensamientos repetitivos, obsesivos, razonamientos sin búsqueda de soluciones, errores cognitivos de todo tipo, dudosas elucubraciones sobre el futuro, revisiones también dudosas del pasado, recuerdos, y un largo etcétera. […]
Como bien se puede imaginar, llegar a un mínimo dominio de la situación, es decir, no hablar más de lo necesario y pensar solo en lo necesario, no es tarea simple. Se requiere una voluntad clara y firme, o… ¡estar muy harto de perder el tiempo en sandeces! Para quien de un modo u otro llega a la conclusión de que necesita hacer esta limpieza interior o vaciado mental, no quedan muchas dudas. Los momentos en que se logra este sutil equilibrio entre el callar y el hablar justo, entre el pensar útil y el reposo mental, son tan gratificantes que se busca constantemente el modo de poder tener más.
Realmente, cuando la mente se calma, cuando la charla interior se detiene, la sensación de paz y plenitud es intensa. Tenemos a nuestra disposición una gran cantidad de energía interna que habitualmente está malgastándose en palabrería.
Es así como podemos llegar a experimentar el Silencio. En la vida cotidiana, nuestra mente está tan desentrenada en la percepción del Silencio que nos resulta imprescindible realizar un aprendizaje para llegar a captarlo. Es como para un aprendiz de músico lograr reconocer cuándo las notas del violín están afinadas.
Este gran Silencio con mayúsculas es un silencio que está más allá del sonido, del ruido, del callar, del hablar. Es un mar en el que subyace, en el que se apoya todo lo demás. Tiene una fuerza y una densidad difíciles de definir, y por ello tenemos que remitirnos a imágenes o a experiencias personales. […] La primera vez que se percibe con plena conciencia es una experiencia muy especial. Uno se siente en contacto con el alma del universo, con la raíz de toda fuerza y toda expresión. Solo a partir de dicho silencio puede expresarse cualquier cosa, cualquier sonido o ruido.
El verdadero Silencio es una matriz generadora en la que no hay lugar para la dualidad.
Una vez hemos tenido la experiencia del Silencio, los ruidos ya no nos impiden la conexión profunda con él, pues ellos mismos surgen y son expresión de esa misma y única fuerza.
(selección del libro de Laia Montserrat: Un cerezo en el balcón: practicar Zen en la ciudad. Kairós, 2011. 103 p. Del capítulo 3, «El silencio. Ponerse a la escucha»)