Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos.
Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana.
Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
Reflexiones acerca de la crisis económica
No sé si la actual situación de crisis en que está sumida nuestra economía tiene mucho que ver con la dimensión espiritual atribuida a la naturaleza humana. Pero a mí me parece que de un fenómeno como este, que afecta tan profundamente a nuestra supervivencia colectiva, podemos extraer lecciones para nuestro potencial de crecimiento interior. Intentaré, pues, enumerar algunas de las reflexiones que me ha sugerido la actual crisis económica sin pasar por la descripción de su desarrollo que me parece suficientemente conocida.
En primer lugar, cuesta entender hasta qué punto nos ha afectado esta situación que parece habernos cogido por sorpresa. O quizá es que ya nos iba bien pensar que estábamos instalados en la definitiva superación de las crisis cíclicas del capitalismo. En cualquier caso, el sistema se aguantaba (y todavía se aguanta) por el consumo creciente, tanto si es necesario como irracional. Los que levantaban sus voces críticas eran sospechosos de izquierdismo antisistema y nadie importante los había escuchado.
Quizá nadie escuchaba porque todos, poco o mucho, íbamos en el mismo barco. La mayoría habíamos creído de una u otra forma que la economía financiera en que vivíamos era incuestionable. Este disparate de ganar dinero, de endeudarnos por encima de nuestras posibilidades, de pedir créditos a largo plazo para los gastos corrientes y tantos otros mecanismos, al final se han manifestado perversos y han hecho explotar la burbuja.
Y aquí ha fallado el necesario liderazgo de los gobernantes. Han fallado los principales operadores económicos, al límite de la ética o algunos fuera de toda ética. Han fallado alternativas reales para un sistema frágil. Todos hemos reaccionado con miedo y conservadurismo. Y muchos, quizás muchos de nosotros, hemos pasado por alto los análisis que mostraban cómo el sistema acentuaba la diferencia entre ricos y pobres y era, a largo plazo, netamente insostenible. Ha fallado, pues, la responsabilidad sobre nuestra propia supervivencia y dejamos así deudas por pagar a las generaciones futuras.
Es importante puntualizar que también han fallado algunos dogmas intocables en el mundo económico, que actúan con la fuerza ideológica de las religiones tradicionales. Por ejemplo, el dogma del mercado libre autorregulado, el de la necesidad de crecimiento ilimitado, el dogma según el cual los activos inmobiliarios no pierden nunca valor, el de la necesaria retirada del Estado para no interferir en la eficiencia del mercado, etc. De hecho estamos viendo ahora el retorno de algunos viejos tabús: nacionalizaciones (horror! ), intervenciones del Estado en el sistema bancario, llamada urgente a un “regulador global”, vuelta a Keynes, y quién sabe qué más. Es el descrédito del neoliberalismo lo que nos tenía que salvar.
Por otra parte, me preocupa la falta de sensibilidad de los actores económicos hacia los problemas de sostenibilidad de la actual forma de supervivencia humana. Ante la limitación de los recursos, de los problemas irresolubles de desigualdad, de la bomba de relojería que representa la explosión demográfica, del cambio climático, y otras complejidades a que se enfrenta la economía global, pensar en volver a lo mismo de siempre es como esconder la cabeza bajo el ala.
Cuando los grandes gestores políticos y económicos hablan de recuperación en un año o quizás dos, ¿tienen claro qué se recupera? ¿Nuestro nivel de consumo? ¿Nuestra industria automovilística basada en combustibles y tecnologías obsoletas? ¿Más negocios inmobiliarios de segundas y terceras residencias en nuestro agotado litoral mediterráneo? ¿Más petróleo y materias primeras para los países emergentes? ¿Más desigualdad, más falsos reclamos para la inmigración? ¿Más hambre y pobreza? Para algunos la crisis es sólo un tropiezo en un camino único e invariable. Un camino conocido y que incluye todo lo anterior. ¿Es así como piensan estrenar la entrada a lo que se anuncia como “Sociedad de Conocimiento”?.
Precisamente, nuestra situación cultural es la de haber empezado una etapa diferente en la historia adaptativa de la supervivencia humana. Los especialistas la denominan de distintas maneras, como por ejemplo “Sociedad del Conocimiento”. Es todo el sistema surgido de la etapa “industrial” que empezó en la Época Moderna, el que está en crisis. ¿Y qué significa este cambio cultural que casi no percibimos? Pues quiere decir, entre otras cosas, que las tecnologías de la información y de la comunicación facilitan una economía basada en la creación continua de conocimientos que acaban siendo la base de la creación de riqueza. Hoy día el poder no lo dan tanto la posesión de materias primas, o las fuentes de energía, o el sistema productivo (fábricas) como pasó en el siglo XIX i gran parte del XX. Hoy es el conocimiento la fuente de dominio y el patrimonio principal de las empresas.
Pero no sólo son las ciencias y las tecnologías las que cambian constantemente sus conocimientos, en nuestra sociedad llamada “avanzada”. Lo que cambia también es la forma de organizarse y relacionarse, cambian las instituciones y también las costumbres y los valores. ¡O no! Quizás no somos tan ágiles a la hora de adaptarnos a una inédita situación de cambio continuo. Y es entonces cuando todo rechina. Fijémosnos en los siguientes ejemplos: las instituciones no son adecuadas. Efectivamente, una de las causas de la crisis actual es la inoperancia de la regulación financiera de los E.E.U.U. fruto de políticas liberales que van de Reagan a Bush, así como la quiebra de las empresas calificadoras o de “rating”. Tenemos tecnología para cambiar el mundo (las famosas TIC) pero el mundo está anticuado, dividido en naciones contrapuestas. Somos globales, pero sin leyes ni tribunales globales. Un poco como en el salvaje Oeste…
Otro ejemplo: las formas de trabajo, de organización sindical, de jerarquización de las empresas, de derechos sociales asegurados, son propias y coherentes con la sociedad industrial. Pero todavía hemos de encontrar (¡y de imaginar!) cómo ha de ser todo esto en la nueva economía que se nos viene encima. Y ya no digamos cómo es de inadecuado nuestro mundo de creencias y valores. Me refiero a nuestra “fe” en los dogmas intocables del Mercado que he citado anteriormente y el necesario sistema de valores que comporta: el individualismo, la competencia, el afán de lucro, etc. En conjunto, da la impresión de que vamos mal equipados para salir de la crisis y que vamos mal equipados para sobrevivir en el nuevo mundo económico global. La crisis sería al mismo tiempo, una típica crisis cíclica del sistema y también un síntoma de un cambio más grande, de largo abasto, quizá como lo fueron la revolución neolítica y la revolución industrial.
Si seguimos esta línea de reflexión, podemos preguntarnos con qué contamos para enfocar esta nueva situación cultural que llamamos Sociedad de Conocimiento. El inventario de fuerzas es más bien escaso. Disponemos de un cerebro forjado por la evolución, sólo preparado para situaciones sencillas de hace cuarenta mil años. De aquí vienen nuestras reacciones de miedo visceral a lo desconocido, de huída o entrada en oportunidades de negocio mal percibidas, del recurso a la violencia contra el competidor, de ignorar los cambios lentos en beneficio de las soluciones inmediatas, y tantos otros automatismos inconscientes que dibujan un estado de conciencia muy limitado.
Disponemos por otra parte de una cultura basada en el desarraigo del sentimiento colectivo, el cual nos deja solos ante la angustia de nuestro propio vacío que queremos llenar con cosas y más cosas sin conseguirlo nunca. Y, por descontado, nuestra cultura nos prepara para repetir esquemas conocidos pero no para el cambio a la innovación. No es raro que hablemos tan repetidamente de crisis de valores y que nos preguntemos si la economía ha de ser compatible con la honestidad, con la limitación de beneficios, con el esfuerzo y el estudio, con asumir responsabilidades sociales, con la renuncia a las hipotecas sobre el futuro, con la consideración de que formamos parte de un sistema complejo que sobrepasa en mucho a nuestra tribu.
Pero si bien esta crisis económica y moral parece nueva y con recovecos mal delimitados, el pensamiento sobre sus protagonistas y sus problemas es de origen ancestral. Vale la pena repasar la sabiduría de las tradiciones espirituales de todos los tiempos a la búsqueda de una mayor comprensión. De hecho, hace siglos que hacemos oídos sordos a las advertencias de los grandes maestros del pensamiento y del espíritu cuando nos avisan de que nuestra naturaleza, si bien nos arroja a la satisfacción inmediata y constante de nuestros deseos, quizá de alguna manera puede ser reeducada hacia actitudes compasivas y solidarias. Nos dicen que la realidad puede ser considerada de forma gratuita y no interesada. Nos enseñan a salir de nuestra egocentración, que es fuente de sufrimiento, para tomar conciencia de nuestra profunda unidad con los otros y con el mundo. Podemos resumir diciendo que todas las corrientes espirituales nos llevan a un cambio en profundidad de nuestra conciencia primitiva y limitada para alcanzar una nueva cualidad en el existir humano, transcendiendo la cerrazón individualista.
La moderna neurociencia nos habla también de la posibilidad de reorientar las redes neuronales, de acceder a estados de conciencia superiores o de la potencialidad creativa de nuestro cerebro para conseguir superar las tendencias y estados de conciencia arcaicos. Quizá no estamos, pues, hablando de cosas diferentes y hemos de pensar y trabajar más seriamente en una evolución necesaria de nuestra conciencia. Las dudas se plantearían quizá en términos de “masa crítica” y de plazos. ¿Es decir, podemos esperar un cambio social a partir del suficiente número de personas capaces de influir en el entorno gracias a su “calidad humana”, fruto de su transformación interior? Y también: ¿estaremos a tiempo de gestionar los necesarios cambios en la estructura económica de nuestro planeta antes que nos hundamos en una catástrofe ecológica o armamentística?
Dicho todo lo anterior, creo que es pertinente preguntarse si las religiones institucionalizadas pueden aportar alguna cosa a la superación de la crisis actual, sobre todo si la consideramos como una situación de crisis de civilización. En mi opinión, si las religiones toman posturas involucionistas, fruto del miedo y del desconcierto, no serán entendidas ni seguidas. Si ofrecen a los hombres y mujeres del siglo XXI sólo su bagaje dogmático, sus cosmovisiones míticas y los valores que de ellas deriven, propios de culturas ya superadas, entrarán en contradicción con la nueva situación. Una sociedad de innovación no se puede someter a un sistema de creencias que bloquea la creación continua de conocimientos. La fe religiosa puesta sólo al servicio de los intereses eclesiásticos, no será tampoco relevante en el nuevo contexto. La adhesión de personas y grupos a un determinado universo religioso por razones de conservación y defensa de identidades colectivas, aún siendo comprensible, no aportará más que problemas de enfrentamientos interculturales.
La antigua función de todas las religiones históricas, consistente en vertebrar ideológicamente y políticamente unas sociedades estáticas de raíz agraria y ganadera, ya no tiene sentido en nuestros días. Ahora es el momento, en cambio, de ofrecer aquellos tesoros de sabiduría que todas las tradiciones espirituales han hecho llegar hasta nosotros, envueltos en lenguaje simbólico, tan potentes a la hora de reclamar la transformación interior de las personas. Esto quiere decir priorizar el acceso a la mística y a los místicos, que siempre han usado los símbolos y los “contenidos” de la fe como instrumentos de auto-conocimiento. Sería necesario que hiciesen transparente el compromiso hacia toda la creación y hacia la práctica un amor activo para transformar desinteresadamente la realidad.
Pero además, en nuestra sociedad postmoderna, no todo el mundo está llamado a trabajarse espiritualmente dentro de una u otra tradición religiosa. La sociedad es laica y para muchos sería necesario disponer de vías y accesos espirituales hacia la calidad humana a la que apuntan las grandes tradiciones de la humanidad pero sin la epistemología mítica que caracteriza las religiones históricas. Porque en definitiva, el crecimiento espiritual, sea religioso o no, se basa en desarrollar conscientemente la atención desinteresada hacia la realidad, en liberarse de la dependencia de poseer poder o bienes materiales y en afinar la vigilancia de nuestro pensamiento, silenciando progresivamente los prejuicios, los hábitos, los intereses egoístas. Es difícil llevar a cabo estas ideas a los programas educativos como es también difícil rescatar a las religiones de sus funciones arcaicas. Pero no creo que aparezcan otros caminos más fáciles al servicio del cambio de conciencia de los hombres y las mujeres de nuestro entorno.
Hemos de reconocer que no será fácil encontrar la síntesis entre la ineludible transformación de las personas, una a una, y unos cambios en los modelos culturales (que necesariamente comportan nuevas soluciones económicas, políticas, educativas) que ayuden a emerger a este nuevo nivel de conciencia más responsable y comprensivo que postulo como salida “sostenible” a largo plazo. Aquí, tanto la sociedad civil (asociaciones, ONG’S…) como las religiones organizadas, podrían aportar estilos específicos de ayuda a personas y a grupos para crecer en la dimensión interior que apuntaba. Los lazos comunitarios sin exclusiones ni exclusivismos, la vivencia de la solidaridad entre y con los que pueden quedar excluidos, la intermediación en conflictos sociales xenófobos, etc. son medios que pienso imprescindibles. Pero no por ellos mismos sino como vehículos de la necesaria transformación de la conciencia y del paradigma cultural.
Para resumir y acabar, pienso que esta crisis, aparte de ser una manifestación de final de ciclo económico expansivo, nos revela la necesidad de una nueva manera de entender y de estar en el mundo. Si el futuro ha de ser sostenible, tendremos que ponernos a trabajar de una vez por todas para nuestra capacidad de expansión espiritual, si quieren decirlo así. Sin que esto signifique una introspección estética o individualista. Ojalá sepamos aprovechar la lección de la crisis.
Este artículo ha sido publicado a la revista Dialogal (Primavera 2009, núm.29 páginas: 8-17, dedicado a las: Lecturas espirituales de la crisis).