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Una carta desde la cárcel

A Rosa de Luxemburgo (Zamosc, 1871 – Berlin, 1919) se la conoce por su compromiso político de izquierdas y su internacionalismo pacifista. Miembro del partido socialdemócrata, encabezó la oposición a la Primera Guerra Mundial, motivo por el que fue detenida y se distanció de la línea oficial del partido. Fue asesinada por fuerzas paramilitares el 1919. Su correspondencia con Sophie Liebknecht (esposa de otro compañero detenido), escrita desde las distintas prisiones en las que va siendo confinada, nos descubren a una mujer interesada por todo lo que ve, por todas las formas de vida que se despliegan en el planeta, que no deja de estudiar (ciencias naturales, sociales, filosofía, etc.), y que late en profunda comunión con todo ser vivo. Reproducimos una de esas cartas, de la edición llevada a cabo por Página Indómita (2021): Cartas desde la cárcel. Correspondencia con Sophie Liebknecht (prólogo de C.Hitchens).

 

Breslavia, mediados de diciembre de 1917.

Hace ya un año que Karl está encerrado en Luckau. Este mes he pensado mucho en él. Y hoy hace justo un año que fuiste a verme a Wronke y me llevaste aquel hermoso árbol de Navidad… Esta vez he conseguido uno aquí, pero está tan deteriorado, sin ramas, que no tiene punto de comparación con el tuyo. No sé cómo me las arreglaré para colocarle las ocho lucecillas que he comprado. Es mi tercera Navidad entre rejas, pero no te preocupes demasiado, estoy tan serena y alegre como siempre.

Anoche estuve largo rato despierta; tengo que acostarme a las diez, pero nunca logro dormirme antes de la una, de modo que reflexiono en la oscuridad sobre muchas cosas. Ayer pensé lo siguiente: qué extraño es que viva constantemente en una especie de alegre embriaguez, sin ninguna razón en particular. Estoy aquí, tumbada en una celda oscura, sobre un colchón duro como una piedra; el silencio propio de un cementerio reina a mi alrededor, en todo el edificio, como si estuviese en un sepulcro; a través de la ventana, se refleja en el techo la luz del farol que arde toda la noche frente a la cárcel. De vez en cuando, se oye el traqueteo amortiguado de un tren lejano y, aquí cerca, bajo las ventanas, el carraspeo del centinela que da algunos pasos lentos y pesados para desentumecer sus piernas. La arena cruje tan desesperadamente bajo sus pesadas botas que toda la desolación y toda la desesperanza de la existencia resuenan en la noche húmeda y oscura. Aquí estoy tumbada, sola y en silencio, envuelta en los múltiples velos oscuros de la noche, del hastío, del cautiverio, del invierno, y sin embargo, mi corazón palpita con un gozo interior incomprensible y desconocido, como si estuviera caminando por un campo florido bajo un sol radiante. Y en la oscuridad, le sonrío a la vida, como si yo conociese algún secreto para transformar todo lo malo y triste en serenidad y dicha. Pero cuando busco en mi interior la causa de este gozo, no la encuentro, y no tengo más remedio que reírme de mí misma. Seguramente ese secreto no es otra cosa que la vida en sí; y, si bien se la mira, la profunda oscuridad nocturna es tan hermosa y suave como el terciopelo. Y si se sabe escuchar, el crujido de la arena húmeda bajo los pasos lentos y pesados del centinela es también un breve y hermoso canto a la vida. En esos momentos pienso en ti, y me gustaría compartir contigo esa clave mágica, para que siempre y en cualquier situación puedas percibir las cosas bellas y alegres de la vida, para que también tú vivas bajo su encanto y camines por un campo florido. No creas que pretendo ofrecerte alegrías imaginarias, o predicarte el ascetismo. Deseo que experimentes todos los gozos reales de los sentidos. Únicamente quiero compartir contigo mi inagotable serenidad interior, para poder sentirme tranquila con respecto a ti, para que puedas cruzar la vida envuelta en un manto bordado de estrellas que te proteja contra todo lo insignificante, vulgar y aterrador.

Me cuentas que has recogido en el parque Steglitz un hermoso ramo de bayas de color negro y rosa violáceo. Las negras pueden ser o bien de sauco (seguro que las conoces, cuelgan en densos y pesados racimos entre hojas en forma de abanico), o bien, más probablemente, le ligustro, las cuales crecen en pequeñas espigas verticales, en medio de hojas verdes, estrechas y largas. Las bayas de color rosa violáceo ocultas entre pequeñas hojas pueden ser de guillomo; en realidad, estas son rojizas, pero cuando empiezan a pasarse, al final de la temporada, tienen a menudo un tono púrpura rojizo; las hojas son parecidas a las del mirto, pequeñas, puntiagudas y de un verde oscuro, correosas en la superficie superior y rugosas en la inferior.

Sonjuscha, ¿conoces El tenedor fatal, de Platen? ¿Podrías enviármelo o traérmelo cuando vengas? Karl me dijo en cierta ocasión que lo había leído en casa. En cuanto a los poemas de George, son hermosos; ahora sé de dónde viene el verso «Y en el susurro de las rubias espigas», aquel que te gustaba recitar cuando salíamos a pasear por el campo. ¿Podrías copiarme «El nuevo Amadís» cuando tengas ocasión?[1] Me encanta ese poema (lo conozco gracias a la música de Hugo Wolf), pero no lo tengo aquí ¿Sigues con la lectura de La leyenda de Lessing? Yo he vuelto a La historia del materialismo, de Lange, que siempre es estimulante. Me gustaría que lo leyeras.

Oh, Sonitschka, he experimentado un agudo dolor recientemente. Al patio donde camino llegan a menudo furgones militares cargados con mochilas, capotes raídos y camisas de soldados, a veces manchadas de sangre… Los descargan aquí y reparten las prendas por las celdas, para que las presas las zurzan, y después vuelven a recogerlas. Hace unos días llegó uno de estos carruajes, pero esta vez tirado por búfalos, no por caballos. Nunca antes había visto de cerca a esos animales. Son más fuertes y corpulentos que nuestros bueyes, con cabezas aplanadas y cuernos curvados, por lo que sus cráneos parecen los de nuestros borregos. Son negros y tienen ojos grandes y apacibles. Vienen de Rumanía, se trata de un botín de guerra. Los soldados que los conducen dicen que fue muy difícil atrapar a estos animales salvajes y habituarlos al tiro, pues siempre habían vivido en libertad. Han sido azotados sin piedad, siguiendo la máxima del «vae victis»[2]. Hay más de un centenar en Breslavia y, acostumbrados a los abundantes pastos de Rumanía, reciben ahora un miserable y escaso forraje. Los obligan a trabajar sin parar, transportando todo tipo de cargas imposibles, por lo que no tardan en morir. Pues bien, hace unos días, llegó una carreta tan cargada de sacos que los búfalos no lograban franquear la puerta entrada. El soldado que los conducía, un tipo muy bruto, comenzó a golpearlos con el grueso mango de su fusta de tal manera que la carcelera que hacía guardia a la puerta, indignada, le preguntó si acaso no sentía lástima por aquellos animales. «¡Nadie se apiada de nosotros, que somos hombres!», respondió él con una perversa sonrisa, y golpeó con más fuerza aún a los animales. Finalmente, los búfalos lograron salvar el obstáculo, pero uno de ellos estaba sangrando. Como sabes, Sonitschka, la piel del búfalo es conocida por su grosor y su dureza, y sin embargo había sido desgarrada. Mientras el carro era descargado, los animales permanecieron inmóviles, exhaustos. El que sangraba tenía en su cara negra y sus tiernos ojos una expresión que recordaba a un niño cuando llora, uno que ha sido severamente castigado y no sabe por qué, ni cómo librarse del tormento y de la brutalidad. Me paré frente a él, y el animal me miró; las lágrimas que brotaron de mis ojos eran sus lágrimas. El sufrimiento de un amado hermano no podría haberme conmovido más profundamente de lo que lo hizo aquella silenciosa agonía ante la que me sentía impotente. ¡Cuán lejos, perdidos para siempre, quedaban los verdes y frondosos prados de Rumanía! Qué diferentes eran allí la luz del sol y el soplo del viento; qué diferentes el canto de los pájaros y la melodiosa llamada del pastor. Y aquí, las espantosas calles, el establo asfixiante, el heno mohoso y mezclado con paja podrida, los hombres, extraños y terribles, y los golpes, la sangre que mana de la abierta herida… ¡Oh, mi pobre búfalo, ¡pobre y querido hermano! Henos aquí a los dos, impotentes y mudos, somos uno solo en el dolor, la debilidad y el anhelo.

Mientras tanto, las presas rodeaban afanosamente el carro, descargaban los pesados sacos y los arrastraban hacia el edificio. Y el soldado, con las manos en los bolsillos, se paseaba por el patio dando grandes zancadas al tiempo que sonreía y silbaba una canción callejera. Todo el esplendor de la guerra desfiló ante mis ojos…

Escríbeme pronto. Un abrazo, Sonitschka,   tu Rosa

Sonjuscha, querida, conserva la calma y la serenidad a pesar de todo. Así es la vida y así hay que tomarla, valientemente, con la cabeza erguida y una sonrisa en los labios, a pesar de las circunstancias.

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[1] poema de Goethe

[2] “Ay de los vencidos”, en alusión a su impotencia frente al vencedor.

 

 

 

 

 

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