José Manuel Bobadilla Somos un animal con un doble acceso a la realidad. Un acceso relativo a las necesidades humanas dominado por las formas y otro no relativo a las necesidades humanas y liberado de las formas. Uno de nuestros principales sentidos, como animales depredadores que somos, es la mirada. Mirar el mundo es una forma de sentir el mundo y, por tanto, dependiendo de como lo miremos, nuestro sentir estará condicionado a ello. Miramos el mundo desde un lenguaje concreto y actualmente, el lenguaje que da forma a nuestra mirada, es el lenguaje abstracto de las ciencias y las tecnologías. Nuestra forma de mirar el mundo está construida desde la técnica; una mirada que instrumentaliza el entorno y nos impide volver a las cosas de una manera limpia, es decir, liberada de las formas en las formas.
En las sociedades de conocimiento, el dominio de lenguaje abstracto construye la barrera científica y tecnológica que nos dice que una flor es simplemente una flor, o como mucho, nos proporciona una mirada biológica de la flor. En ella no vemos el misterio de los mundos porque nuestro mirar está encerrado en el prisma científico y tecnológico.
El efecto perverso de las creencias
Cuando las religiones proporcionan creencias y no el completo silencio del ego, fortalecen al ego con las creencias, pero al precio de someterlo.
Las creencias apuntalan al ego desde fuera, si se somete. Cuando se ofrecen certezas apoyadas en creencias sin deshacerse del ego, el resultado es más ego, aunque creyente.
Las creencias son un refugio del ego, son su agarradero más sólido.
Si las religiones insisten en las creencias, como algo intrínseco e imprescindible para el camino interior, lo están dificultando seriamente, porque exigen sumisión a formas, lo que significa la permanencia intocable de esas formas. Si las formas permanecen, el ego permanece, porque no se entra en la no forma, en la no dualidad. Así resulta que hablan y proponen la Vía, pero, a la vez, la impiden. Pocos son los que pueden escapar de esa trampa.
Esta trampa era casi inevitable en sociedades estáticas articuladas sobre creencias intocables. En ese tipo de sociedades se tenía que hablar del camino interior con términos que no contribuyeran a desprogramar al colectivo. Esa era la estructura de la religión: hablar de lo que no se puede hablar con formas intocables. Era una terrible trampa, pero una trampa inevitable en aquel tipo de culturas.
Esta ya no es nuestra situación. Ahora sabemos que hablamos de lo que no se puede hablar con formas que no son intocables y que, además, hay que abandonar lo antes posible para poder acceder a la sutilidad del sin forma, al “no dos”.
Poner el acento en las creencias es ponerlo en el poder.
Las creencias religiosas se muestran ligadas a la revelación y, por tanto, a la sumisión, a la exclusividad y a la exclusión de otras creencias. Estos hechos ligan las creencias con el poder.
Por tanto, la religión como sistema de creencias resulta ser un sistema de poder y un sistema exclusivo que excluye alternativas. Nada conveniente para una sociedad de innovación y cambio continuo en todos los niveles de la vida humana, democracia y globalización.