Marta Granés Hoy la ejecución de los sentidos pasa por los aparatos tecnológicos. Pero la tecnología no proporciona experiencias sensitivas directas que inmiscuyan todos los sentidos, y como animales que somos, los necesitamos completamente activados para sentirnos plenamente vivos. Tener la atención focalizada en lo tecnológico reduce fisiológica y psicológicamente el uso de los sentidos (se reduce al oído y a la vista) y esto restringe la riqueza de la experiencia humana. Podríamos afirmar que los jóvenes de ahora son la generación más amputada sensitivamente de la historia y, lo peor es que no notan la ausencia puesto que nunca han vivido otra cosa. Lo cualitativo nunca ha estado ahí.
El encuentro con el Otro
El periodista y escritor polaco Ryszard Kapuscinski reflexiona sobre los modos en que las distintas culturas establecieron contacto a lo largo de la historia y sobre los desafíos que enfrenta la alteridad. Es un fragmento de la recopilación de conferencias “El encuentro con el Otro” (Anagrama, 2007)
Desde siempre, el encuentro con el Otro ha sido una experiencia universal y fundamental para nuestra especie. Según dicen los arqueólogos, los primeros grupos humanos eran pequeñas familias o tribus de treinta a cincuenta individuos. De haber sido más numerosas, su nomadismo habría perdido rapidez y eficiencia. De haber sido más reducidas, la autodefensa eficaz y la lucha por la supervivencia les habrían resultado más difíciles.
He aquí, pues, a nuestra pequeña familia o tribu vagando en busca de alimento. De pronto, se topa con otra familia o tribu y descubre que hay otras personas en el mundo. ¡Qué paso significativo en la historia mundial! ¡Qué descubrimiento trascendental! Hasta entonces, los miembros de estos grupos primordiales, que deambulaban en compañía de treinta o cincuenta parientes, habían podido vivir en el convencimiento de que conocían a toda la población mundial. Resultó que no era así: ¡también habitaban el mundo otros seres similares a ellos, otras personas! Pero ¿cómo actuar frente a semejante revelación? ¿Qué hacer? ¿Qué decisión tomar?
¿Debían arremeter contra esas otras personas? ¿Mostrarse indiferentes y seguir su camino? ¿O, más bien, tratar de llegar a conocerlas y comprenderlas?
Hoy afrontamos la misma opción que enfrentaron nuestros antepasados hace miles de años. Una opción no menos intensa, fundamental y categórica que entonces. ¿Cómo debemos comportarnos con el Otro? ¿Cuál debería ser nuestra actitud hacia él? Ella podría desembocar en un duelo, un conflicto o una guerra. Todos los archivos contienen pruebas o testimonios de estos acontecimientos. Y el mundo está jalonado de innumerables ruinas y campos de batalla.
Todo esto demuestra el fracaso del hombre: no supo o no quiso llegar a un entendimiento con el Otro. La literatura de todas las épocas y países ha tomado esta situación de debilidad y tragedia como tema central de mil maneras distintas.
Sin embargo, también podría darse el caso de que, en vez de atacar y combatir, esta familia o tribu primordial decida defenderse del Otro separándose y aislándose. Con el tiempo, esta actitud deriva en cosas tales como las torres y puertas de Babilonia, la Gran Muralla china, el limes romano y las pétreas murallas incaicas.
Afortunadamente, en todo nuestro planeta hay pruebas abundantes, aunque dispersas, de una experiencia humana distinta: la cooperación. Me refiero a los restos de puertos, ágoras, santuarios, plazas del mercado; a los edificios, todavía visibles, de antiguas academias y universidades; a los vestigios de rutas comerciales como el Camino de la Seda, la Ruta del Ambar y la de las caravanas que atravesaban el Sahara.
En todos estos lugares, las personas se reunían para intercambiar ideas y mercancías. Allí hacían sus transacciones y negocios, concertaban pactos y alianzas, descubrían metas y valores compartidos. «El Otro» dejó de ser sinónimo de algo extraño y hostil, peligroso y letalmente maligno. Descubrieron que cada uno llevaba dentro un fragmento del Otro, creyeron en esto y vivieron tranquilas.
Al toparse con el Otro, la gente tuvo, pues, tres alternativas: hacer la guerra, construir un muro a su alrededor o entablar un diálogo.
A lo largo de la historia, la humanidad nunca ha cesado de oscilar entre estas alternativas. Ha optado por tal o cual de ellas, según los tiempos y culturas cambiantes. Salta a la vista que, en esto, la humanidad es voluble, no siempre se siente segura, no siempre pisa suelo firme. Es difícil justificar la guerra. Creo que en ellas todos pierden invariablemente porque las guerras son desastrosas para el hombre. Ponen de manifiesto su incapacidad para comprender, para ponerse en el lugar del Otro, para actuar con sensatez y benevolencia. Por lo común, en tales casos, el encuentro con el Otro termina trágicamente en una catástrofe de sangre y muerte.
En la época contemporánea, la idea que nos llevó a aislarnos del Otro, a rodearnos de grandes murallas y anchos fosos, recibió el nombre de apartheid. Equivocadamente, circunscribimos este concepto a las políticas del régimen blanco sudafricano, hoy difunto. El apartheid ya se practicaba en los tiempos más remotos. Dicho en términos sencillos, sus partidarios proclamaban: «Cada uno es libre de vivir como le plazca, siempre y cuando esté lo más lejos posible de mí si no pertenece a mi raza, religión o cultura». ¡Como si eso fuera todo!
En realidad, contemplamos una doctrina de la desigualdad estructural de la raza humana. Los mitos de muchas tribus y pueblos incluyen la convicción de que sólo ellos son humanos, es decir, «nosotros», los miembros de nuestro clan o comunidad. Los demás, todos los demás, son subhumanos o ni siquiera eso. Una antigua creencia china lo expresa de manera excelente: el extranjero era visto como un engendro del diablo o, en el mejor de los casos, una víctima del destino que no había logrado nacer en China. Esta creencia presentaba al Otro como un perro, una rata o un reptil. El apartheid era, y sigue siendo, una doctrina de odio, desprecio y repugnancia hacia el Otro, hacia el extranjero.
¡Qué diferente fue la imagen del Otro cuando prevalecieron las religiones antropomórficas, la creencia de que los dioses podían tomar la forma humana y actuar como personas! Por entonces, nadie podía decir si el caminante, viajero o forastero que venía hacia él era una persona o un dios con aspecto humano. Esa incertidumbre, esa ambivalencia fascinante, fue una de las raíces de la cultura hospitalaria que ordenaba prodigar atenciones al forastero, a ese ser en última instancia incognoscible.
Cyprian Norwid se refiere a esto cuando, en su introducción a la Odisea, analiza las fuentes de la hospitalidad que encuentra Ulises en su viaje de regreso a Itaca. «Allí, ante cada mendigo y caminante extranjero -observa Norwid- la primera sospecha era si no lo enviaría Dios. […] Nadie podría haber sido recibido como huésped si la primera pregunta hubiera sido: ?¿Quién es este forastero?´. Pero las preguntas humanas sólo venían después, una vez respetada la divinidad que había en él. Llamaban a eso `hospitalidad´ y, por la misma razón, la incluían entre las virtudes y las prácticas piadosas. Para los griegos de Homero, nadie era `el último entre los hombres´: [el forastero] siempre era el primero, es decir, divino.»
En esta interpretación griega de la cultura de que habla Norwid, las cosas revelan un nuevo significado favorable a las personas. Las puertas no están solamente para cerrarse contra el Otro; también pueden abrirse a él e invitarlo a entrar. El camino no tiene que estar necesariamente al servicio de tropas hostiles; también puede ser la vía por la que venga hacia nosotros algún dios vestido de peregrino. Gracias a esta interpretación, el mundo que habitamos empieza a ser no sólo más rico y diverso, sino también más benévolo. Un mundo en el que deseamos encontrarnos con el Otro.
Emmanuel Lévinas dice que el encuentro con el Otro es un «acontecimiento» o incluso un «acontecimiento fundamental», la experiencia más importante, la que llega hasta los horizontes más lejanos. Como es sabido, Lévinas fue un filósofo del diálogo, junto con Martin Buber, Ferdinand Ebner y Gabriel Marcel (más tarde, el grupo incluiría a Jozef Tischner). Ellos desarrollaron la idea del Otro como una entidad única e irrepetible, contrapuesta -de manera más o menos directa- a dos fenómenos del siglo XX: el nacimiento de las masas, que abolió el estado de separación del individuo, y la expansión de ideologías totalitarias destructivas.
Estos filósofos, para quienes el valor supremo era el individuo humano (yo, tú, el Otro), intentaron salvarlo de su obliteración por obra de las masas y el totalitarismo. Por eso fomentaron el concepto del «Otro» para subrayar las diferencias entre los individuos, entre sus características no intercambiables e irreemplazables.
Fue un movimiento increíblemente importante que rescató y elevó al ser humano y al Otro. Lévinas propuso que no sólo debemos dialogar cara a cara con el Otro: también debemos «responsabilizarnos» por él. En cuanto a las relaciones con el Otro, con los demás, los filósofos del diálogo rechazaron la guerra porque conducía al aniquilamiento. Criticaron las actitudes de indiferencia o encastillamiento y, en cambio, proclamaron la necesidad -o aun el deber ético- de acercarnos y abrirnos al Otro, de tratarlo con benevolencia.
Dentro del círculo preciso de estas ideas y convicciones, una actitud similar de indagación y reflexión surge y se desarrolla en el gran trabajo de investigación de un hombre que estudió y se doctoró en filosofía en la Universidad Jagielloniana, y fue miembro de la Academia de Ciencias polaca: Bronislaw Malinowski.
Su problema fue cómo abordar al Otro. No como una entidad exclusivamente hipotética y abstracta, sino como una persona de carne y hueso, perteneciente a otra raza, con creencias y valores diferentes de los nuestros y con unas costumbres y cultura propias.
Cabe señalar que el concepto del Otro suele definirse desde el punto de vista del hombre blanco, del europeo. Pero hoy día, cuando cruzo a pie una aldea montañesa de Etiopía, los niños me siguen en alegre tropel y me gritan: «¡Ferenchi, ferenchi!» («extranjero, otro»). Este es un ejemplo del desmantelamiento de la jerarquía del mundo y sus culturas. Los otros, en verdad, son tales, pero, para estos otros, el Otro soy yo.
En este sentido, todos estamos en el mismo bote. Todos los habitantes de nuestro planeta son el Otro para los Otros, Yo para Ellos y Ellos para Mí.
En tiempos de Malinowski y en los siglos anteriores, el hombre blanco, el europeo, emigró de su continente casi exclusivamente para lucrar: para conquistar nuevas tierras, capturar esclavos, traficar o misionar. A veces, estas expediciones fueron increíblemente sangrientas, como la conquista y colonización de América, Africa, Asia y Oceanía.
El antropólogo Bronislaw Malinowski (1884-1942), con los indios de las islas Trobriand, parte del archipiélago melanesio de Papúa-Nueva Guinea.
Malinowski partió hacia las islas del Pacífico con un objetivo distinto: aprender acerca del Otro. Conocer las costumbres, el lenguaje y el estilo de vida de su prójimo. Quería verlos y sentirlos personalmente, experimentarlos para, luego, poder hablar de ellos. Tal empeño quizá parezca obvio, pero resultó revolucionario y puso el mundo patas arriba.
Desnudó una debilidad o, tal vez, una mera característica que aparece en todas las sociedades, aunque en diversos grados: les cuesta comprender a otras culturas. Lo mismo ocurre con los individuos que pertenecen a determinada cultura y, por ende, son sus partícipes y portadores. Tras su llegada a las islas Trobriand para hacer investigaciones de campo, Malinowski declaró que los blancos con varios años de residencia en el lugar no sólo desconocían por completo a los aborígenes y su cultura: de hecho, la idea que tenían de ellos era totalmente errónea, teñida de desprecio y arrogancia.
Malinowski levantó su tienda en medio de una aldea y convivió con los naturales, como si quisiera fastidiar a los colonos y sus costumbres. Su experiencia no resultó fácil. En A Diary in the Strict Sense of the Term, menciona constantemente sus problemas, enojos, desesperación y depresión.
Liberarse de la propia cultura cuesta muy caro. Por eso es tan importante tener una identidad propia, distinta, y una idea aproximada de nuestra fuerza, valor y madurez. Sólo entonces podremos encarar confiadamente otra cultura. De lo contrario, nos recluiremos, temerosos, en nuestro escondite y nos aislaremos de los otros. Tanto más, por cuanto el Otro es un espejo en el que atisbamos o nos observan, que desenmascara y desnuda, y que preferiríamos evitar.
Es interesante señalar que mientras en su Europa natal se libraba la Segunda Guerra Mundial, el joven antropólogo se concentraba en investigar la cultura de intercambio, contactos y rituales comunes entre los habitantes de las Trobriand -a quienes dedicaría su excelente libro Los argonautas del Pacífico Occidental- y a formular su tesis «para juzgar algo, hay que estar allí», tan raramente observada pese a su importancia.
Propuso otra tesis increíblemente audaz para su época: no hay culturas superiores o inferiores, sólo hay culturas diferentes, con diversos modos de satisfacer las necesidades y expectativas de sus integrantes. Para él, una persona diferente, de una raza y cultura diferentes, es una persona cuya conducta se caracteriza por la dignidad y el respeto de los valores que reconoce, de su tradición y sus costumbres.
Malinowski inició su obra en el momento en que nacían las masas; nosotros vivimos el período de transición de esa sociedad de masas a una nueva sociedad planetaria. Hay muchos factores subyacentes: la revolución electrónica, el desarrollo sin precedentes de todas las formas de comunicación, los grandes progresos en el transporte y el movimiento. Y la consiguiente transformación, todavía en curso, de la cultura, en el sentido lato del término, y de la conciencia de sí misma que tiene la generación más joven.
¿Cómo alterará esto las relaciones entre nosotros, que tenemos una sola cultura, y los pueblos que tienen otra u otras? ¿Cómo influirá en la relación Yo-Otro dentro de mi cultura y más allá de ella? Es muy difícil dar una respuesta inequívoca y concluyente porque el proceso está en curso y nosotros, inmersos en él, no tenemos la menor posibilidad de tomar esa distancia que favorece la reflexión.
Lévinas consideró la relación Yo-Otro dentro de los límites de una civilización única, racial e históricamente homogénea. Malinowski estudió las tribus melanesias cuando todavía se hallaban en su estado prístino, cuando aún no habían sido violadas por el influjo de la tecnología, la organización y los mercados occidentales.
Hoy, esta posibilidad es cada vez menos frecuente. Las culturas se vuelven cada vez más híbridas y heterogéneas. Hace poco, vi algo asombroso en Dubai. Una muchacha, sin duda musulmana, caminaba por la playa. Vestía blusa y jeans muy ceñidos, pero llevaba la cabeza, y sólo la cabeza, tan herméticamente envuelta que ni siquiera se le veían los ojos.
Hoy, escuelas enteras de crítica filosófica, antropológica y literaria se ocupan, sobre todo, de la hibridación y la vinculación. Este proceso cultural está en marcha especialmente en aquellas regiones en que las fronteras de los estados también deslindan culturas diferentes (por ejemplo, la frontera entre Estados Unidos y México) y en las megalópolis cuyas poblaciones representan las más diversas culturas y razas (como San Pablo, Nueva York o Singapur). Decimos que el mundo se ha vuelto multiétnico y multicultural, no porque haya más comunidades y culturas de ese tipo que antes, sino más bien porque expresan con mayor energía y arrogancia, y en voz más alta, su exigencia de ser aceptadas, reconocidas y admitidas en la mesa redonda de las naciones.
Sin embargo, el verdadero desafío de nuestro tiempo, el encuentro con el nuevo Otro, deriva igualmente de un contexto histórico más amplio. En la segunda mitad del siglo XX, dos tercios de la humanidad se liberaron de la dependencia colonial para convertirse en ciudadanos de sus propios estados que, nominalmente al menos, eran independientes. En forma gradual, estos pueblos comienzan a redescubrir su pasado, sus mitos y leyendas, sus raíces, sus sentimientos de identidad y, por supuesto, el orgullo que eso genera. Empiezan a percatarse de que son los amos de su propia casa y los capitanes de su destino. Y miran con aborrecimiento cualquier tentativa de reducirlos a cosas, a figurantes, a víctimas y objetos pasivos de una dominación.
Por siglos, nuestro planeta estuvo habitado por un pequeño grupo de gente libre y grandes multitudes esclavizadas. Ahora, lo colman cada vez más naciones y sociedades con un sentimiento creciente de su valor e importancia individuales. A menudo, este proceso ocurre en medio de enormes dificultades, conflictos, dramas y pérdidas.
Quizás estemos avanzando hacia un mundo tan absolutamente nuevo y cambiado, que nuestra experiencia histórica no bastará para comprenderlo y movernos en él. En todo caso, el mundo en el que entramos es el Planeta de las Grandes Oportunidades. Pero éstas no son incondicionales; más bien, están abiertas únicamente a quienes tomen en serio su trabajo y, así, demuestren que se toman en serio a sí mismos. Este es un mundo con muchas ofertas potenciales, pero también con muchas exigencias, y en el que, a menudo, los atajos fáciles no llevan a ninguna parte.
Nos toparemos constantemente con el nuevo Otro que, poco a poco, irá emergiendo del caos y el tumulto actuales. Este nuevo Otro podría surgir del encuentro de dos corrientes contradictorias que modelan la cultura del mundo contemporáneo: la globalización de nuestra realidad y la conservación de nuestra diversidad y singularidad. Tal vez, el Otro sea el hijo y heredero de estas dos corrientes.
Deberíamos buscar el diálogo y el entendimiento con el nuevo Otro. Los años vividos entre pueblos remotos me enseñaron que la bondad hacia el prójimo es la única actitud que puede tocar el punto sensible, humano, del Otro. ¿Quién será este nuevo Otro? ¿Cómo será nuestro encuentro con él? ¿Qué diremos y en qué idioma? ¿Podremos escucharnos mutuamente? ¿Podremos comprendernos?
Me pregunto si tanto nosotros como el Otro desearemos apelar (y aquí cito a Conrad) a aquello que «habla a nuestra capacidad de deleite y asombro; a la sensación de misterio que rodea nuestra vida; a nuestro sentimiento de piedad, belleza y dolor; al sentimiento latente de confraternidad con toda la Creación. Y a la convicción, sutil pero invencible, de una solidaridad que entrelaza la soledad de innumerables corazones: la solidaridad en los sueños, la alegría, la pena, las ambiciones, las ilusiones, la esperanza, el miedo. La que une a los hombres y a toda la humanidad: los muertos a los vivos y los vivos a los que habrán de nacer».
Por Ryszard Kapuscinski
Cracovia, 2005
© Ryszard Kapuscinski/Nobel Laureates Plus y LANACION (www.lanacion.com 2005.12.04)