Marià Corbí “Un anciano explicó que Yajnadatta creía que había perdido la cabeza y se puso a buscarla, pero una vez detuvo la mente que buscaba, encontró que todo estaba bien”... LAS ENSEÑANZAS ZEN DEL MAESTRO LIN-CHI (China, s.IX), es uno de los textos que se están trabajando este curso en CETR. He aquí una pequeña selección de la obra y un comentario de Marià Corbí sobre la propuesta del maestro Lin-Chi. La edición castellana utilizada en el seminario está a cargo de B. Watson (Los Libros de la Liebre de Marzo).
Extracto de «Ensayos sobre Budismo Zen».
Presentamos un escrito del profesor japonés Daisetz T. Suzuki (1870-1966), importante estudioso y también conocedor vivencial del Budismo Zen, que trabajó por hacer comprensible lo más profundo de la sabiduría del budismo zen a la mentalidad del siglo XX.
En este texto encontramos su reflexión sobre el origen y primera evolución de todo sistema religioso al que se le supone un fundador. Trata del impacto de la personalidad del maestro en sus seguidores y de cómo, tras su muerte, aquello que él era: unidad de vivencia y conocimiento, se transforma en doctrina y su persona, es sacralizada.
Es una reflexión lúcida y libre sobre el fenómeno de la originación de una religión; no tiene en cuenta, sin embargo, uno de los elementos cruciales en la estructuración de toda religión: la función social cohesionadora.
«Para comprender plenamente la constitución de cualquier religión existente, de larga historia, es aconsejable separar a su fundador de su doctrina como poderosísimo determinante del desarrollo de esta última. Con esto quiero decir, en primer lugar, que el nominado fundador no tuvo idea, al principio, de ser el fundador de sistema religioso alguno; en segundo lugar, que para sus discípulos, mientras vivía, su personalidad no era considerada como independiente de su doctrina, al menos hasta donde ellos tenían conciencia del hecho; en tercer lugar, que lo que inconscientemente trabaja en sus mentes con respecto a la naturaleza de la personalidad de su maestro pasó a primer término tras su fallecimiento, con toda la intensidad posible que, de modo latente, cobrara fuerza en ellos; y por último, que la personalidad del fundador evolucionó tan potentemente en la mente de sus discípulos como para convertirse en núcleo de su doctrina; vale decir, la doctrina sirvió para explicar el significado del fundador.
Es un gran error pensar que cualquier sistema religioso existente fue legado por su fundador a la posteridad como el producto plenamente madurado de su mente, y, por tanto, que lo que los seguidores tuvieron que hacer con su fundador religioso y su doctrina fue abrazar tanto al fundador como a su doctrina como una herencia sagrada, como un tesoro que no ha de profanarse con el contenido de la experiencia espiritual individual de sus discípulos. Pues este criterio no llega a considerar en que consiste nuestra vida espiritual, y fosiliza a la religión en su mismo meollo. Sin embargo este conservadorismo estático se opone siempre al sector progresista que observa un sistema religioso desde un punto de vista dinámico. Y estas dos fuerzas que se ven en mutuo conflicto, en todo campo de la actividad humana, entretejen la historia de la religión, como en otros casos. De hecho, la historia es, por doquier, el registro de estas luchas. Mas el hecho mismo de que haya tales pugnas religiosas demuestra que éstas existen con alguna finalidad y que la religión es una fuerza viva; pues aquellas traen gradualmente a la luz las implicancias ocultas de la fe original y la enriquecen de modo inimaginado al comienzo. Esto tiene lugar no sólo con respecto a la personalidad del fundador sino también con relación a su doctrina, y el resultado es una asombrosa complicación, o más bien confusión, que a veces nos impide ver apropiadamente la constitución de un sistema religioso vivo.
Mientras el fundador deambulaba aún entre sus seguidores y discípulos, éstos no distinguieron entre la persona de su líder y su doctrina; pues la doctrina se interpretaba en la persona y la persona se explicaba vivamente en la doctrina. Abrazar la doctrina era seguir sus pasos, vale decir, creer en él. Su presencia entre ellos era suficiente como para inspirarlos y convencerlos de la verdad de su doctrina. Es probable que no la comprendieran cabalmente, pero su autorizado método expositivo no dejaba en sus corazones sombras de duda en cuanto a su verdad y valor eterno. Mientras vivió entre ellos y les hablo, su doctrina y su persona apelaron a ellos como una unidad individual. Hasta cuando se recogieron en un lugar solitario y meditaron sobre la verdad de su doctrina, haciendo esto como forma de disciplina espiritual, la imagen de su persona estuvo siempre ante sus ojos mentales.
Pero las cosas fueron diferentes cuando su personalidad majestuosa e inspiradora dejó de verse encarnada. Su doctrina estaba todavía allí, sus seguidores podían recitarla perfectamente de memoria, pero su conexión personal con el autor se había perdido, se había roto para siempre la cadena viva que ligaba a éste y su doctrina en forma unificada. Al reflexionar sobre la vedad de la doctrina, no pudieron dejar de pensar en su maestro como un alma mucho más profunda y noble que ellos mismos. Gradualmente se desvanecieron las semejanzas que, consciente o inconscientemente, fueran reconocidas como existentes en formas diversas entre el líder y la disciplina, y al eclipsarse aquellas, el otro aspecto, vale decir, el que lo diferenció tan definidamente de sus seguidores, vino a afirmarse con mayor énfasis e irresistibilidad. El resultado fue la convicción de que él debió provenir de una fuente espiritual cabalmente única. Así continuó el proceso constante de deificación hasta que unos siglos después de la muerte del Maestro, se convirtió en manifestación directa del Ser supremo; de hecho, fue el Supremo encarnado; contaba con una humanidad divina, perfectamente realizada. Fue Hijo de Dios o el Buda y Redentor del mundo. Entonces se lo considerará en sí, independientemente de su doctrina; ocupará el centro de interés en los ojos de sus seguidores. Por supuesto, la doctrina es importante, pero principalmente por provenir de labios de espíritu tan elevado, y no necesariamente como reservorio de la verdad del amor o la Iluminación. En verdad, la doctrina ha de interpretarse a la luz de la personalidad divina del maestro. Este predomina ahora sobre el sistema íntegro; él es el centro de donde irradia los rayos de la Iluminación; la salvación sólo es posible creyendo en él como salvador.[1]
En torno de esta personalidad o de esta naturaleza divina se desarrollarán ahora diversos sistemas filosóficos, esencialmente basados en su propia doctrina, pero más o menos modificados de acuerdo a las experiencias espirituales de los discípulos. Esto quizás no hubiese tenido lugar jamás si la personalidad del fundador no fuese tal como para excitar los hondos sentimientos religiosos en los corazones de sus seguidores, lo cual equivale a decir que lo que más atrajo a éstos hacia la doctrina no fue primordialmente la doctrina misma sino lo que le dio vida, y sin lo cual nunca hubiese sido lo que fue. No nos convence siempre la verdad de una afirmación por su formulación lógica sino principalmente porque la recorre un impulso vital inspirador. Primero nos golpea éste y luego procuramos certificar su verdad. Se necesita comprensión, pero ésta solo jamás nos moverá a arriesgar el destino de nuestras almas.
Extracto de Ensayos sobre Budismo Zen. Primera parte (1949) Ed. Kier Buenos Aires 1975, pgs. 42-44
[1] El concepto de Dharmakáya , a parte del cuerpo físico del Buda fue lógicamente inevitable verlo como ‘cuerpo-ley’, como leemos en el texto Ekittara-Agama XLIV: “ La vida del Sákyamuni-Buddha es extremadamente larga; la razón consiste en que mientras su cuerpo físico entra en el Nirvana [muere] existe su cuerpo-Ley” Mas al Dharmakáya no podría hacérselo actuar directamente sobre las almas sufrientes, pues era demasiado abstracto y trascendental; querían algo más concreto y tangible, hacia lo cual pudiesen sentirse personalmente íntimos. De ahí el concepto de otro cuerpo búdico, el Sambhogakáya que completa el dogma del Cuerpo Triple o Trikáya.