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La poesía como revelación

En estos tiempos en los que la figura de Octavio Paz está siendo recordada con motivo del centenario de su nacimiento, hemos querido recuperar algunas de sus reflexiones sobre el hecho poético. A medida que la concepción del mundo se ha vaciado de dioses y de musas, ¿cómo explicar la inspiración? La creación poética revela esa “otredad” que el ser humano es cuando silencia la voz del sujeto. Son extractos de la obra El Arco y la Lira (FCE, 1972. 307 p. Del capítulo: La inspiración).

Religión y poesía tienden a realizar de una vez y —para siempre esa posibilidad de ser que somos y que constituye nuestra manera propia de ser; ambas son tentativas por abrazar esa «otredad» que Machado llamaba la «esencial heterogeneidad del ser». La experiencia poética, como la religiosa, es un salto mortal: un cambiar de naturaleza que es también un regresar a nuestra naturaleza original. Encubierto por la vida profana o prosaica, nuestro ser de pronto recuerda su perdida identidad; y entonces aparece, emerge, ese «otro» que somos. Poesía y religión son revelación. Pero la palabra poética se pasa de la autoridad divina. La imagen se sustenta en sí misma, sin que le sea necesario recurrir ni a la demostración racional ni a la instancia de un poder sobrenatural: es la revelación de sí mismo que el hombre se hace a sí mismo. […]

El acto de escribir poemas se ofrece a nuestra mirada como un nudo de fuerzas contrarias, en el que nuestra voz y la otra voz se enlazan y confunden. Las fronteras se vuelven borrosas: nuestro discurrir se transforma insensiblemente en algo que no podemos dominar del todo; y nuestro yo cede el sitio a un pronombre innombrado, que tampoco es enteramente un tú o un él. En esta ambigüedad consiste el misterio de la inspiración. ¿Misterio o problema? Ambas cosas: para los antiguos la inspiración era un misterio; para nosotros, un problema que contradice nuestras concepciones psicológicas y nuestra misma idea del mundo. Pues bien, esta conversión del misterio de la inspiración en problema psicológico es la raíz de nuestra imposibilidad para comprender rectamente en qué consiste la creación poética.

A diferencia de lo que ocurre con el pensamiento hindú, que desde el principio se planteó el problema de la existencia del mundo exterior, el pensamiento occidental por mucho tiempo aceptó confiadamente su realidad y no puso en duda lo que ven nuestros ojos. El acto poético, en el que interviene la «otredad» como rasgo decisivo, fue siempre considerado como algo inexplicable y oscuro pero sin que constituyera un problema que pusiese en peligro la concepción del mundo. Al contrario, era un fenómeno que se podía insertar con toda naturalidad en el mundo y que, lejos de contradecir su existencia, la afirmaba. Incluso puede afirmarse que era una de las pruebas de su objetividad, realidad y dinamismo. […]

Naturaleza habitada por dioses o creada por Dios, el mundo exterior está ahí, frente a nosotros, visible o invisible, siempre como nuestro necesario horizonte. Ángel, piedra, animal, demonio, planta, lo «otro» existe, tiene vida propia y a veces se apodera de nosotros y habla por nuestra boca. En una sociedad en la que, lejos de ser puesta en tela de juicio, la realidad exterior es la fuente de donde brotan ideas y arquetipos, no es difícil identificar la inspiración. La «otra voz», la «voluntad extraña», son lo «otro», es decir, Dios o la naturaleza con sus dioses y demonios. La inspiración es una revelación porque es una manifestación de los poderes divinos. Un numen habla y suplanta al hombre. Sagrada o profana, épica o lírica, la poesía es una gracia, algo exterior que desciende sobre el poeta. La creación poética es un misterio porque consiste en un hablar los dioses por boca humana. Mas ese misterio no provoca problema alguno, ni contradice las creencias comúnmente aceptadas. Nada más natural que lo sobrenatural encarne en los hombres y hable su lenguaje.

Desde Descartes nuestra idea de la realidad exterior se ha transformado radicalmente. El subjetivismo moderno afirma la existencia del mundo exterior solamente a partir de la conciencia. Una y otra vez esa conciencia se postula como una conciencia trascendental y una y otra vez se enfrenta al solipsismo— La conciencia no puede salir de sí y fundar el mundo. Mientras tanto, la naturaleza se nos ha convertido en un mundo de objetos y relaciones. Dios ha desaparecido de nuestras perspectivas vitales y las nociones de objeto, substancia y causa han entrado en crisis. Ahí donde el idealismo no ha destruido la realidad exterior —por ejemplo, en la esfera de la ciencia— la ha convertido en un objeto, en un «campo de experiencias» y así la ha despojado de sus antiguos atributos.

La naturaleza ha dejado de ser un todo viviente y animado, una potencia dueña de oscuros o claros designios. Pero la desaparición de la antigua idea del mundo no ha acarreado la inspiración. La «voz ajena», la «voluntad extraña», siguen siendo un hecho que nos desafía. Así, entre nuestra idea de la inspiración y nuestra idea del mundo se alza un muro. La inspiración se nos ha vuelto un problema. Su existencia niega nuestras creencias intelectuales más arraigadas. No es extraño, por tanto, que a lo largo del siglo XIX se multipliquen las tentativas por atenuar o hacer desaparecer el escándalo que constituye una noción que tiende a devolver a la realidad exterior su antiguo poder sagrado.

Una manera de resolver los problemas consiste en negarlos. Si la inspiración es un hecho incompatible con nuestra idea del mundo, nada más fácil que negar su existencia. Desde el siglo XVI comienza a concebirse la inspiración como una frase retórica o una figura literaria. […]

Para el intelectual —y, también, para el hombre común— la inspiración es un problema, una superstición o un hecho que se resiste a las explicaciones de la ciencia moderna. En cualquier caso, puede alzarse de hombros y borrar de su espíritu el asunto, como quien sacude su traje del polvo del camino. En cambio los poetas deben afrontarla y vivir el conflicto. La historia de la poesía moderna es la del continuo desgarramiento del poeta, dividido entre la moderna concepción del mundo y la presencia a veces intolerable de la inspiración.

[…] lo poético no es algo que está fuera, en el poema, ni dentro, en nosotros, sino algo que hacemos y que nos hace. Podría, pues, modificarse la sentencia de Novalis: el poema no hace, pero hace que se pueda hacer. Y el que hace es el hombre, el creador. Lo poético no está en el hombre como algo dado, ni el poetizar consiste en sacar de nosotros lo poético, como si se tratase de «algo» que «alguien» depositó en nuestro interior o con lo cual nacimos. La conciencia del poeta no es una caverna en donde yace lo poético como un tesoro escondido. Frente al poema futuro el poeta está desnudo y pobre de palabras. Antes de la creación el poeta, como tal, no existe. Ni después. Es poeta gracias al poema. El poeta es una creación del poema tanto como éste de aquél.

[…] el hombre no es una cosa y menos aún una cosa estática, inmóvil, en cuyas profundidades yacen estrellas y serpientes, joyas y animales viscosos. […] La «otredad» está en el hombre mismo. Desde esta perspectiva de incesante muerte y resurrección, de unidad que se resuelve en «otredad» para recomponerse en una nueva unidad, acaso sea posible penetrar en el enigma de la «otra voz».

He aquí al poeta frente al papel. Es igual que tenga plan o no, que haya meditado largamente sobre lo que va a escribir o que su conciencia esté tan vacía y en blanco como el papel inmaculado que alternativamente lo atrae y lo repele. El acto de escribir entraña, como primer movimiento, un desprenderse del mundo, algo así como arrojarse al vacío. Ya está solo el poeta. Todo lo que era hace un instante su mundo cotidiano y sus preocupaciones habituales, desaparece. Si el poeta de verdad quiere escribir y no cumplir una vaga ceremonia literaria, su acto lo lleva a separarse del mundo y a ponerlo todo —sin excluirse a él mismo— en entredicho.

Pueden surgir entonces dos posibilidades: todo se evapora y desvanece, pierde peso, flota y acaba por disolverse; o bien, todo se cierra y se torna agresivamente objeto sin sentido, materia inasible e impenetrable a la luz de la significación. El mundo se abre: es un abismo, un inmenso bostezo; el mundo —la mesa, la pared, el vaso, los rostros recordados— se cierra y se convierte en un muro sin fisuras. En ambos casos, el poeta se queda solo, sin mundo en que apoyarse. Es la hora de crear de nuevo el mundo y volver a nombrar con palabras esa amenazante vaciedad exterior: mesa, árbol, labios, astros, nada. Pero las palabras también se han evaporado, también se han fugado. Nos rodea el silencio anterior a la palabra. O la otra cara del silencio: el murmullo insensato e intraducible, «the sound and the fury», el parloteo, el ruido que no dice nada, que sólo dice: nada. Al quedarse sin mundo, el poeta se ha quedado sin palabras. Quizá, en este instante, retrocede y da marcha atrás: quiere recordar el lenguaje, sacar de su interior todo lo que aprendió, aquellas hermosas palabras con las que, un momento antes, se abría paso en el mundo y que eran como llaves que le abrían todas las puertas. Pero ya no hay atrás, ya no hay interior. El poeta lanzado hacia adelante, tenso y atento, está literalmente fuera de sí. Y como él mismo, las palabras están más allá, siempre más allá, deshechas apenas las roza. Lanzado fuera de sí, nunca podrá ser uno con las palabras, uno con el mundo, uno consigo mismo. Siempre es más allá. Las palabras no están en parte alguna, no son algo dado, que nos espera.

Hay que crearlas, hay que inventarlas, como cada día nos creamos y creamos al mundo. ¿Cómo inventar las palabras? Nada sale de nada. Incluso si el poeta pudiese crear de la nada, ¿qué sentido tendría hablar de «inventar un lenguaje»? El lenguaje es, por naturaleza, diálogo. El lenguaje es social y siempre implica, por lo menos, dos: el que habla y el que oye. Así, la palabra que inventa el poeta —esa que, por un instante que es todos los instantes, se había evaporado o se había convertido en objeto impenetrable— es la de todos los días. El poeta no la saca de sí. Tampoco le viene del exterior. No hay exterior ni interior, como no hay un mundo frente a nosotros: desde que somos, somos en el mundo y el mundo es uno de los constituyentes de nuestro ser. Y otro tanto ocurre con las palabras: no están ni dentro ni fuera, sino que son nosotros mismos, forman parte de nuestro ser. Son nuestro propio ser. Y por ser parte de nosotros, son ajenas, son de los otros: son una de las formas de nuestra «otredad» constitutiva.

Cuando el poeta se siente desprendido del mundo y todo, hasta el lenguaje mismo, se le fuga y deshace, él mismo se fuga y se aniquila. Y en el segundo momento, cuando decide hacerle frente al silencio o al caos ruidoso y ensordecedor, y tartamudea y trata de inventar un lenguaje, él mismo es quien se inventa y da el salto mortal y renace y es otro. Para ser él mismo debe ser otro, Y lo mismo sucede con su lenguaje: es suyo por ser de los otros. Para hacerlo de veras suyo, recurre a la imagen, al adjetivo, al ritmo, es decir, a todo aquello que lo hace distinto. Así, sus palabras son suyas y no lo son. El poeta no escucha una voz extraña, su voz y su palabra son las extrañas: son las palabras y las voces del mundo, a las que él da nuevo sentido. Y no sólo sus palabras y su voz son extrañas; él mismo, su ser entero, es algo sin cesar ajeno, algo que siempre está siendo otro.

La palabra poética es revelación de nuestra condición original porque por ella el hombre efectivamente se nombra otro, y así él es, al mismo tiempo, éste y aquél, él mismo y el otro.

El poema transparenta nuestra condición porque en su seno la palabra se vuelve algo exclusivo del poeta, sin dejar por eso de ser el mundo, esto es, sin dejar de ser palabra. De ahí que la palabra poética sea personal e instantánea —cifra del instante de la creación— tanto como histórica. Por ser cifra instantánea y personal, todos los poemas dicen lo mismo. Revelan un acto que sin cesar se repite: el de la incesante destrucción y creación del hombre, su lenguaje y su mundo, el de la permanente «otredad» en que consiste ser hombre. Más también, por ser histórica, por ser palabra en común, cada poema dice algo distinto y único: San Juan no dice lo mismo que Hornero o Racine; cada uno alude a su mundo, cada uno recrea su mundo.

La inspiración es una manifestación de la «otredad» constitutiva del hombre. No está adentro, en nuestro interior, ni atrás, como algo que de pronto surgiera del limo del pasado, sino que está, por decirlo así, adelante: es algo (o mejor: alguien) que nos llama a ser nosotros mismos. Y ese alguien es nuestro ser mismo. Y en verdad la inspiración no está en ninguna parte, simplemente no está, ni es algo: es una aspiración, un ir, un movimiento hacia adelante: hacia eso que somos nosotros mismos. Así, la creación poética es ejercicio de nuestra libertad, de nuestra decisión de ser. Esta libertad, según se ha dicho muchas veces, es el acto por el cual vamos más allá de nosotros mismos, para ser más plenamente. Libertad y trascendencia son expresiones, movimientos de la temporalidad. La inspiración, la «otra voz», la «otredad» son, en su esencia, la temporalidad manando, manifestándose sin cesar.

Inspiración, «otredad», libertad y temporalidad son trascendencia. Pero son trascendencia, movimiento del ser ¿hacia qué? Hacia nosotros mismos. Cuando Baudelaire sostiene que la más «alta y filosófica de nuestras facultades es la imaginación», afirma una verdad que, en otras palabras, puede decirse así: por la imaginación —es decir, por nuestra capacidad, inherente a nuestra temporalidad esencial, para convertir en imágenes la continua avidez de encarnar de esa misma temporalidad— podemos salir de nosotros mismos, ir más allá de nosotros al encuentro de nosotros. En su primer movimiento la inspiración es aquello por lo cual dejamos de ser nosotros; en su segundo movimiento, este salir de nosotros es un ser nosotros más totalmente. La verdad de los mitos y de las imágenes poéticas —tan manifiestamente mentirosos— reside en esta dialéctica de salida y regreso, de «otredad» y unidad.

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