La verdad no es una formulación, porque toda formulación es una modelación de la realidad a la medida de las necesidades de un viviente.
Lo que llamamos verdad los humanos es una modelación a nuestra medida. Incluso la verdad científica, aunque no sea a la medida de nuestras necesidades inmediatamente, es una modelación a la medida de nuestras posibilidades como animales terrestres.
Somos insignificantes y de importancia suma
Nuestra existencia no tiene importancia ninguna. Somos insignificantes. Frágiles formas de existir que hoy son y mañana desaparecen.
Nuestro nacimiento fue insignificante para la inmensidad de los mundos y nuestra muerte no significará nada para esa misma inmensidad de mundos.
Somos tan sin importancia como una hierba del camp, como una espiga de trigo, como una piedrecita del camino, como la vida de un gorrión, como el existir o no existir de un pequeño insecto.
¿Qué importa a la inmensidad de los mundos nuestro aparecer o desaparecer?
La enorme estirpe de los dinosaurios desapareció después de dominar la tierra por centenares de millones de años. La tierra siguió rodando, como si nada hubiera pasado, y la vida continuó de nuevo fresca y creativa.
Cualquier humano, para toda la humanidad es insignificante. La humanidad entera es insignificante para la tierra, como lo fueron todas las especies de dinosaurios.
La tierra misma no tiene importancia. El día que desaparezca engullida por el sol no le importará nada al cosmos. El mismo sol, que la abrasará, es insignificante; tanto como la galaxia entera. Cuando el cosmos mismo desaparezca, no importará nada.
Todo lo que es aparecer y desaparecer, no tiene importancia. Nada importa, todo es insignificante.
En ese contexto del existir y del no existir, quien se crea algo, quien se crea importante, por poco que sea, es un necio.
Todo lo que perece, da igual que viva o que muera. Todo es perecedero.
Qué más da que yo viva o muera. Ni a la humanidad, ni a la tierra, ni al cosmos le importa. Soy rigurosamente insignificante.
No somos nadie, ni somos nada.
Es por causa de esa vaciedad de entidad propia que podemos comprender lo que nuestra auténtica grandeza. Somos sólo formas en las que la inmensidad aparece por unos momentos y luego se retira. Toda criatura es sólo una forma breve de la DA. Nada más.
Toda la grandeza de esta inmensidad está presente en cada ser. La DA no tiene partes, está íntegramente en todo; por igual en los inmensos soles, que en los pequeños insectos. En todo se dice; los decires son diversos, pero siempre se dice la DA en su plenitud.
En nosotros, los humanos, se dice como en todo. Dice que es lucidez y amor.
Nuestra nada propia es nuestra grandeza. Cuanto más conscientes seamos de nuestra radical insignificancia, más conscientes nos hacemos de lo que es nuestra auténtica realidad, la mismísima DA, Eso, Él, lo que supera todas nuestras capacidades de representación y concepción, Eso no dual, lo que es Único.
Todas esas formas de mentarle, que son intentos de apuntar nuestro propio abismo, son balbuceos que buscan referirle, con riesgo de falsearle.
Porque somos insignificantes podemos reconocer, en toda realidad, la fuente de toda significación. Una significación que deja de ser significación, ya que ser significante es serlo para alguien y en la no dualidad no hay alguien ante quien ser significativo.
Cuando nos creemos alguien o algo, taponamos con ese error la posibilidad de reconocer nuestra propia grandeza y, paradójicamente, nos enclaustramos en nuestra radical insignificancia y en el dolor que le acompaña.
Quien se cree alguien se condena a la nada; quien se sabe nada, ve lo que es su radical grandeza.
Podemos ver a las personas y a cada uno de los vivientes como carentes de toda importancia, porque así son. Podemos ver los cielos y la tierra y todo lo que contienen como un aparecer breve, que pronto, como una hispa de fuego, se apaga.
Quien ve las realidades así, puede no amarlas, no respetarlas, usarlas a su antojo.
Pero podemos ver a todas y cada uno de los seres como formas de la DA, como puras formas de la DA sin que tengan en ellos nada propio, nada que no sea la DA misma.
Quien ve el mundo así se reconoce a sí mismo como pura forma de la DA. Entonces desaparecen todas las fronteras entre los seres. Entonces en el aparecer y desaparecer de los seres no hay muerte ni destrucción, sólo el mostrarse y ocultarse de las formas en las que se dice lo que es absoluto, la DA.
Quien, porque se sabe nadie, ve a todos los seres como puras formas de la DA, destierra el nacer y el morir de este mundo y se adentra en la sacralidad suma. Frente a esa radical importancia de todas y cada una de las criaturas, sólo cabe el respeto, la veneración, la entrega con mente y corazón a todo como a uno mismo.
Entonces se reconoce que entre los cielos y la tierra y nuestros débiles cuerpos no hay dualidad alguna; se reconoce que entre los humanos no hay frontera ninguna; que entre el más insignificante de los animales o las plantas y nosotros no hay el menor rastro de dualidad.
Podríamos decir que todo se muestra uno y, consiguientemente, en la unidad hay amor, porque el amor, en su esencia, es unidad.
Somos insignificantes, vacíos, nada, nadie, y porque lo somos, y como tales nos reconocemos, somos todo, porque somos la DA, Eso, el Único, “lo que es”.
La insignificancia reconocida es la puerta a nuestra auténtica realidad, a nuestra grandeza.