Marta Granés Avui, l'execució dels sentits passa pels aparells tecnològics. Però la tecnologia no proporciona experiències sensitives directes que immisceixin tots els sentits, i com a animals que som, els necessitem completament activats per sentir-nos plenament vius. Tenir l'atenció focalitzada en allò tecnològic redueix fisiològicament i psicològicament l'ús dels sentits (es redueix a l'oïda ia la vista) i això restringeix la riquesa de l'experiència humana. Podríem afirmar que els joves d'ara són la generació més amputada sensitivament de la història. I, el pitjor de tot és que no noten l'absència, ja que mai no han viscut una altra cosa. El que és qualitatiu mai ha estat aquí.
Cristianismo comprometido y espiritualidad en América Latina
DE UN CRISTIANISMO SOCIALMENTE COMPROMETIDO PERO RELIGIOSO A UNA ESPIRITUALIDAD LAICA
J. Amando Robles, sociólogo y teólogo, codirector del CEDI,
Centro Dominico de Investigaciones.
Ponencia para el 5º. Encuentro en Can Bordoi, Barcelona del 8-12 de Julio de 2008.
Tenemos que comenzar aclarando que, en lo que tiene de más genérico, paso de la religión a la espiritualidad, el reto del que aquí es cuestión no es un reto específico del cristianismo latinoamericano, como el título pudiera sugerir, sino más bien un reto común al cristianismo como un todo y a las religiones en general, en la medida en que uno y otras tienen que vérselas con la nueva sociedad y cultura de conocimiento. Solamente que este reto común aquí lo vamos a ver desde las particularidades que el cristianismo ha asumido en América Latina en los últimos cuarenta años, y que, como es bien sabido, han sido las de un cristianismo peculiarmente comprometido en lo social.
La razón que tenemos para ello es lo real y teóricamente importante, además de paradójico, que resulta el tema, ya que no estamos ante un cristianismo más, sino ante un cristianismo, valga la redundancia, especialmente cristiano; esto es, a primera vista de claras resonancias evangélicas y jesuánicas. Tan auténtico, tan cristiano, y sin embargo ahora retado; retado en lo que precisamente ha sido su mayor éxito y más reconocimientos le ha valido incluso allende sus fronteras, geográficas, culturales y religiosas.
Muy profundo tiene que ser el cambio que se está dando, y muy potentes y transformadores los factores de tal cambio, para que el reto se produzca como se está produciendo. Muy profundo el cambio, y muy diferente la lectura que hay que hacer de las grandes categorías cristianas, mitos y símbolos, si se quiere que las mismas puedan ser de recibo por parte del nuevo hombre y mujer latinoamericanos.
De este cambio y retos será cuestión en la exposición que sigue. Y la misma comprenderá cuatro momentos o pasos: la forma como este cristianismo latinoamericano se ha leído a sí mismo en tanto fe y ha leído su relación con la realidad social; limitaciones que presenta ante los nuevos cambios, sobre todo los que están teniendo lugar en la naturaleza y función del conocimiento; el núcleo del reto, la necesidad del paso de un cristianismo socialmente comprometido pero pensado siempre en términos de religión, a un cristianismo socialmente comprometido también pero pensado en términos de espiritualidad; para, a modo de conclusión, terminar evocando la conciencia ejemplar a este respecto que de sí misma tiene cierta poesía actual latinoamericana.
1. Una lectura de la fe cristiana y desde ella que fue exitosa
Se ha dicho que Medellín (1968) fue la aplicación de las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II (1962-1965) a América Latina. Fue mucho más. Fue la lectura y aplicación de una enseñanza sobre todo, de lo mejor que como método y epistemología produjo el Concilio, el famoso ver, juzgar y actuar , a la realidad histórica que en ese momento era América Latina; lectura que a su vez significaba la aplicación de esta realidad y de su dinámica vista e interpretada en términos de fe y de salvación-liberación, no ya a las enseñanzas del Vaticano II sino al cristianismo como tal, a sus fuentes, magisterio y teología, y a su práctica. En otras palabras, fue leer la realidad histórica, social, política, cultural y religiosa que era América Latina a la luz de una fe que se percibía como fuerza transformadora y liberadora a encarnarse también histórica, social, política, cultural y religiosamente. De ahí esa imbricación continua y mutuamente retroalimentadora entre realidad histórico-social y fe cristiana. Sin este descubrimiento “latinoamericano” el Concilio Ecuménico Vaticano II no hubiera tenido en América Latina, y como acontecimiento emblemático en Medellín, el impacto que tuvo. Medellín fue mucho más que aplicación, fue lugar teológico, novedad, fuente.
Y esto fue así desde el comienzo. Si algo caracterizaba ya hace cuarenta años la realidad social llamada América Latina era la pobreza. América Latina era, como todavía lo sigue siendo hoy, un continente mayoritariamente de pobres. Pero con todo, como tantas veces enfatiza el teólogo considerado fundador de la teología de la liberación, Gustavo Gutiérrez, no es este rasgo sin más el que explica el surgimiento de dicha teología. La misma pobreza ya existía antes. Lo nuevo social y culturalmente hablando es lo que se ha llamado la irrupción de los pobres en la historia de América Latina . No era sólo cuestión de cantidad, era sobre todo cuestión de nueva presencia. Los pobres en América Latina venían tomando conciencia de que su situación no era debida a la naturaleza, a una fatalidad histórica, ni a Dios, sino que su situación era inmerecida, histórica, causada, impuesta. Y así lo estaban denunciando en sus luchas.
Pero, aunque nuevo, tampoco este dato hubiera bastado para que de esta realidad surgiera la teología . Ésta surge cuando dicha irrupción es vista en clave teologal, esto es, como un signo de los tiempos, como situación de honda significación social y humana a través de la cual Dios habla; interpelante, pues, y reveladora. Es entonces cuando fe y teología comprometidas con la liberación de los pobres surgen. Cuando no sólo se percibe la situación de pobreza como una situación no querida por Dios, de pecado, sino cuando a la vez, en el mismo acto de fe y en el mismo acto en el que se conoce lo social, se percibe como querida por Dios la situación totalmente contraria, la situación de liberación. En otras palabras, cuando percepción de lo social y fe coinciden, como las dos dimensiones o caras de una misma e indivisible realidad: la dimensión social, vista teologal, y la dimensión teologal, vista social; sin entender ésta de una manera reduccionista. Ya que la liberación de la que es cuestión es vista y propuesta total e integral desde un principio: económica, humana y trascendente.
La teología de la liberación con sus mediaciones, las socioanalíticas, tomadas como el término indica de las ciencias sociales, y las suyas propias como teología, no va a ser nada más que la fundamentación, profundización y desarrollo teóricos de la vida, compromiso y visión implicados en esta nueva manera de percibir fe y realidad y sus relaciones. Éste será el acto primero, del que la teología como mediación reflexiva es acto segundo, como recordará siempre la teología de la liberación, reivindicando así la prioridad e importancia de lo primero: la vida, el compromiso, la práctica, con respecto a los segundo: la reflexión. Con las mediaciones socioanalíticas la pobreza aparecerá más retante, al aparecer institucional y estructural, y sobre todo como realidad que «cuestiona la fe cristiana»; con las mediaciones teológicas, aparecerá más decisiva, al aparecer más anti-Dios, más anti-Reino, y ello precisamente al ser y aparecer más anti-humana.
Por sus dimensiones y consecuencias, para millones de seres humanos la pobreza significa ser no persona, peor aún, no tener vida o tener una muerte, como se ha dicho, injusta y temprana. Pero con todo la razón definitiva para optar por los pobres, opción que como es bien sabido caracteriza encomiásticamente la teología de la liberación, no está en estas razones. No está en los análisis sociales empleados, advierte perspicazmente Gustavo Gutiérrez, como tampoco está en la experiencia directa que se pueda tener de la pobreza, ni siquiera aún en la compasión humana, motivos válidos sin duda y que pueden jugar un importante papel en solidaridades y compromisos. La razón para optar por los pobres está en Dios mismo. Es una opción teocéntrica. Hay que optar por los pobres, porque Dios lo ha hecho primero. Y hacerlo como Él lo hizo: porque son pobres, porque no cuentan, porque, como gusta añadir significativamente Gutiérrez de unos años a esta parte, son insignificantes. No por otra razón. Desde luego, no por la pretensión de que serían moral y religiosamente mejores que los demás. Sólo porque son pobres, porque Dios ha optado por ellos. En otras palabras, por pura gratuidad, por puro amor de Dios, porque Dios es Dios.
Quizás nunca una teología había alcanzado tal culmen de expresión, es decir, quizás nunca antes en una teología se vinculó tan teológicamente, valga la redundancia, a Dios con un compromiso ético social como el que significa la opción por los pobres. De hecho no fue hasta la segunda mitad del siglo pasado que la pobreza comenzó a ser percibida como un reto a la comprensión de la fe. Difícilmente, pues, que una vinculación como la de que hablamos se hubiera podido expresar con tanta fuerza teológica antes. Desde un punto de vista testimonial y como enseñanza, sí, basta mirar al Evangelio, pero como doctrina teológica, no. Sin duda que estamos ante una cumbre teológica en este sentido y, por lo mismo, espiritual: ante la concepción más espiritual, sin duda, de la teología de la liberación. Gutiérrez parece concebirlo así cuando con respecto a la opción por los pobres y a la gratuidad escribe: como opción «hunde sus raíces en la gratuidad del amor de Dios y es requerida por ella. Y no hay nada más exigente, lo sabemos, que la gratuidad» . No cabe fundamentación mayor, más última y, por ello mismo, más exigente.
A esta razón se añadirá para el cristiano la del seguimiento de Jesús, razón también decisiva por cuanto para el cristiano hechos y dichos de Jesús revelan el comportamiento de Dios, pero en el fondo derivada de aquélla por cuanto lo que Jesús hace y enseña es lo que “vio” en Dios su Padre. En todo caso, optar pos los pobres es lo que hizo y enseñó Jesús, y, por tanto, lo que debe hacer y enseñar todo discípulo que quiera seguirlo. Una fundamentación igualmente última y gratuita, e igualmente exigente, sino más . Porque lo que hay de metafísico y distante en Dios, aquí se hace histórico, personal e inesquivable: «Vete y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37), «cuando lo hicieron con alguno de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo» (Mt 25, 40) y al revés. Con razón el seguimiento de Jesús es considerado eje central del Evangelio, y la opción por los pobres comportamiento esencial de tal seguimiento. Eje central del Evangelio y, por ello, nombre bajo el cual se conoce en el Evangelio la espiritualidad.
A propósito de la opción gratuita de Dios pos los pobres, decíamos que la formulación de la misma bien podía representar una cumbre teológica en cuanto a la expresión teológica misma y a la conciencia que significa. Otro tanto habría que decir de la expresión que identifica a los pobres con Cristo, aunque dicha identificación tenga una base más conocida, en el famoso texto evangélico «cuando lo hicieron con alguno de estos mis hermanos más pequeños, lo hicieron conmigo» (Mt 25, 40). Nos referimos a la formulación teológica recogida en el n. 31 de Puebla o los pobres como «rostros muy concretos en los que deberíamos reconocer los rasgos sufrientes de Cristo, que nos cuestiona e interpela». La expresión puede sonar inclusivista y recuperadora, reconocimiento de los pobres pero en otro, en Cristo. Pero también puede leerse como su más grande reconocimiento: de Cristo en los pobres, del otro máximo, Cristo, en ellos, como parece querer decir el texto.
En fin, opción y seguimiento tienen que dar lugar a una práctica histórica, a una forma históricamente encarnada de compromiso y de vida desde y con los pobres, lo que implica tener que abrazar su proyecto liberador y hacerlo propio. En otras palabras, opción y práctica tienen que ser históricamente encarnadas y nutrirse de su propia encarnación, así como la opción y práctica de Dios lo son también. Al encarnarse históricamente, opción y práctica se hacen reales, verdaderas, y se convierten en criterio de verdad. De manera que la teología como acto segundo será «una reflexión crítica desde y sobre la praxis histórica» o también «una reflexión en y sobre la fe como praxis liberadora».
Esta lectura que hemos evocado en algunos de sus más importantes momentos y expresiones, y que la teología latinoamericana hace, se caracteriza por ser histórica y social, actual y concreta, y desde estas calidades y con ellas, teologal y teológica. Y de esta manera es que se aplica tanto a la realidad social como a la forma teologal y teológica de verla. De ambas retiene para afrontarlos sus mayores retos: la pobreza y una fe optando por los pobres, con ellos y desde ellos. Y los afronta. En una lectura, como hemos remarcado, no dual desde su comienzo, sino teologal y teológica, aun cuando parezca ser científicosocial. Es cierto, ninguna teología ha reconocido tanto la autonomía de las ciencias sociales y humanas, así como la de sus aportes, y ha hecho tanto uso de ellos. Pero para ella éstos ha sido mediaciones. Su visión ha permanecido siempre teologal y teológica: la pobreza como cuestionamiento de la fe, y la irrupción de los pobres en la historia como un signo de los tiempos.
Su éxito y prestigio fueron muy grandes y reales, como lo evidencia su variada y profunda influencia. En lo que tenía de enfoque liberador, objeto de estudio, manera crítica de abordarlo, prioridad de la práctica sobre la teoría, radicalidad y capacidad de propuestas, es un hecho que la teología de la liberación influyó en el resto de disciplinas sociales. Así como con sus planteamientos y desarrollos inspiró filosofía y ética latinoamericanas, y de más allá de América Latina, a hacer otro tanto. Por lo que refiere al cristianismo su impacto, el de la teología de la liberación, fue aún más significativo. Supo interpretar de tal manera retos y respuestas, que sus enseñanzas fundamentales fueron asumidas por el magisterio del episcopado latinoamericano en las Conferencias Generales de Medellín (1968) y Puebla (1979), e incluso de Roma .
De nuevo aquí, sociológicamente hablando, el acierto de su mensaje estuvo en la correcta interpretación de dos supuestos, al menos ésta es nuestra hipótesis: el supuesto social de que en los pobres de América Latina aún persistía la conciencia de ser pueblo, una conciencia social por lo tanto todavía muy unitaria, relativamente poco fragmentada; y el supuesto de que este pueblo era profundamente religioso y de que, en la irrupción que estaba haciendo en la historia, iba a ser todavía profundamente sensible a un mensaje dinámico y liberador expresado en clave bíblica y cristiana. Y así fue ¿No es en parte a esta realidad a la que se quería aludir cuando se recordaba que el pueblo latinoamericano era un pueblo de grandes mayorías pobres pero profundamente religioso, o, simplemente, con la expresión «pueblo creyente y pobre»? Nuestro interés en señalar la existencia de ambas condiciones y de su correcta interpretación en aquel entonces estriba en que muy posiblemente hoy ya no se den, al menos de la misma manera, y ello explique la fuerza cada vez menor de teología y magisterio para modelar las conciencias como lo hizo en décadas pasadas, especialmente la de los sesenta, setenta y ochenta.
Hablando desde su intencionalidad, el acierto parece haber estado, como hemos venido señalando, en la forma teologal y teológica como con una sola mirada se supo abarcar realidad social y fe, y hacerlo de una manera tan de la mano con la historia en ese momento, de una manera tan cristiana, tan ética, tan profética, tan liberadora. En otras palabras, el acierto de la teología parece haber estado en la epistemología que ella encarnaba, en el paso experimentado en el cristiano como un paso sin solución de continuidad entre compromiso social y fe, y entre fe y compromiso social. Y también es importante señalar esta experiencia, porque muy posiblemente hoy la relación entre fe y realidad social no sea percibida en términos de tanta proximidad e incluso de identidad sino más bien en términos de mayor distancia.
Por último y por lo revelador que es, antes de dar fin a este acápite, quisiéramos hacernos eco del concepto de verdad que al menos en un primer momento parece asumir la teología de la liberación, y que quizás la subyace más de lo que ella misma puede ser consciente de ello. Nos referimos a la verdad no tanto como realidad que se conoce, cuanto como realidad que se hace. Para Gustavo Gutiérrez, actualmente el conocimiento está ligado a la realización del mismo, a su aplicación a la realidad . El conocimiento en tanto realización es un rasgo fundamental de la conciencia contemporánea, que impregna toda realidad y todo conocimiento, especialmente la historia: «No se conoce la historia –escribe – sino transformándola y transformándose a sí mismo». Y otro tanto dirá del Evangelio: «la verdad evangélica se hace».
Sin poder desarrollarlo –se trataba solamente de un hacernos eco –, dejemos sin embargo anotado lo siguiente. Esta transformación en el concepto de verdad y de conocimiento Gutiérrez lo ve en un marco de transformación mucho más amplio, en el que las ciencias con su conocimiento experimental vienen jugando un gran papel. La misma no se está produciendo sin una gran crisis en las «viejas maneras de conocer» y, específicamente, sin «una crisis de la racionalidad empleada clásicamente en la teología». Nada extraño, ya que la misma teoría del conocimiento está siendo cuestionada. En todo caso, escribe, «no percibiríamos tal vez el alcance del cuestionamiento radical que se hace al orden social existente si no tomáramos conciencia del cambio que se ha operado en la manera como el hombre conoce, en la forma como se acerca a la verdad y como la relaciona con su práctica histórica» .
La profundización de los aspectos anotados se va a revelar de una gran importancia en el momento actual.
2. Pero una lectura que ante los nuevos cambios presenta serias limitaciones
Autodefiniéndose contextual y queriendo serlo, atenta pues al contexto, la teología de la liberación es consciente de los cambios, y cambios importantes, que se han venido dando en las últimas décadas, de que los mismos le suponen nuevos retos, y de que, por tanto, hay que asumirlos.
Los retos percibidos son de dos tipos, uno de temas y sujetos sociales nuevos que emergen, y otro de cómo conocer mejor la realidad en su dimensión humana y, para ello, hacer un uso mayor de categorías y mediaciones de las ciencias humanas, atemperando o completando el uso preferencial que se venía haciendo de las ciencias sociales. Pero sin ir más allá, sin llegar al cuestionamiento de la propia teología como discurso, de su concepto de verdad, de su objeto de estudio, de su lugar teológico por excelencia. Ilustremos el primer tipo de retos, recurriendo de nuevo a Gustavo Gutiérrez, por considerarlo altamente representativo.
En una ponencia de 1999, titulada Situación y tareas de la teología de la liberación , sin pretensión alguna de exhaustividad, hablaba de tres grandes retos que enfrenta hoy la fe cristiana y el anuncio del Evangelio: el reto del mundo moderno, la pobreza de las dos terceras partes de la humanidad, y el pluralismo religioso con el consiguiente diálogo interreligioso. Aunque en el trabajo citado, el reto que desarrolla es el segundo, que sin duda ha adquirido nueva urgencia por su complejidad y globalización, en ningún momento oculta la importancia de los otros dos, ni oculta que los mismos están impactando ya cultura y sociedad en América Latina. Del mundo moderno actual reconoce que en su conjunto constituye un gran reto a la conciencia cristiana , y del pluralismo religioso como nueva experiencia cultural afirma que, al igual que el fenómeno anterior pero por diferentes razones, cuestiona la teología cristiana en puntos centrales de ella . Para al final de su ponencia, dejar expresada la advertencia de evitar el encasillamiento continental de estos tres retos, según el cual la modernidad correspondería al mundo occidental, la pobreza a América Latina y África, y el que procede del pluralismo religioso a Asia. Porque los tres retos son mucho más complejos y globales que lo que reflejaría tal encasillamiento.
Además de estos retos, otros autores señalan que ante los cambios producidos, la teología de la liberación tiene que asumir, como otros tantos retos nuevos, y con más radicalidad que antes, la defensa de los pobres, actualmente “excluidos” e “insignificantes”, de la naturaleza, también “excluida”, de todos los rechazados y marginados por razones de género, raza y cultura, y de los “diferentes” por razones de orientación sexual y de minusvalía. Autores más autocríticos, como Otto Maduro , no van más allá de este planteamiento, reclamando sin embargo más coherencia entre práctica y discurso, y tampoco los que reconocen la existencia ya de la crisis de la religión cristiana en América Latina, como José Comblin .
Como se puede ver, los retos percibidos van en el sentido antes expresado de la ampliación de la teología a nuevos temas y a nuevos sujetos sociales, a nuevas prácticas, pero ninguno en el sentido de la teología en sí misma considerada, en cuanto a su objeto de estudio y en cuanto a la manera de abordar éste . Sin embargo se están dando cambios que hacen pensar en retos mucho mayores. Hemos hablado de cambios en el sujeto social “pueblo”, pero aquí quisiéramos fijarnos más bien en los cambios que están a nivel de conocimiento, en su función y naturaleza mismas, por su repercusión en ese conocimiento que la teología llama fe y en la misma teología.
Hasta hace poco el conocimiento se ha desempeñado de manera objetivista, es decir como una función humana capaz de conocer cosas, realidades, objetos. Podía definirse, tal como veíamos lo suscribió el propio Gustavo Gutiérrez y la teología de liberación en general, como un conocer en función práctica, haciendo, realizando, verificando. Pero aun así era un hacer y realizar conforme a la verdad, conforme a verdades, racionales o reveladas, que en cierto modo preexistían, como un modelo a seguir. Así la teología podía hablar de la opción por los pobres como de una opción teocéntrica, esto es, de Dios mismo, y del seguimiento de Jesús, como del seguimiento del comportamiento histórico y real de alguien, en este caso, de Jesús de Nazaret; y a la luz de la fe, y no sin ella, podía identificar también opción espiritual y realidad social, viendo la una en la otra, y viceversa. Pero el conocimiento actual ya no es más así ni permite tales identificaciones.
Los cambios en este nivel han sido en pocas décadas, muy grandes; tan grandes, que el conocimiento actual no tiene verdad o verdades preexistentes a las que pueda mirar y seguir. Las “verdades” que necesita, el propio conocimiento, él mismo las tiene y lo tiene que construir, de acuerdo a postulados, de acuerdo a verdades que se postulan, y como postuladas tienen que ser verificadas, no de acuerdo a verdades a seguir. De manera que él mismo se sabe y se percibe construido. Más aún, estas verdades no son eternas, su pretendida “objetividad” dura mientras dura el mundo que le da posibilidad y realidad. Varían y cambian, pues, con éste.
Opción, pues, de Dios y seguimiento de Jesús no pueden ser imaginadas o representadas como verdades “objetivas”, que nos preexisten y se convierten en normativas para nosotros. El reto ahora no es historizar verdades y conocimiento, que de lo contrario serían abstractos, sino reconocer que verdades y conocimiento son construidos. La opción de Dios por los pobres, tanto desde del punto de vista del conocimiento como desde el punto de vista de su pretendida ontología u objetividad, no es algo que exista como tal opción, es una construcción nuestra . Si la utilizamos como una categoría descriptiva, no describe nada de Dios, porque lo que llamamos Dios es indescriptible; lo que describe es una proyección ética nuestra. Si la utilizamos como expresión simbólica, tampoco expresa nada que sea representable, sino que lo único que pretende es llevarnos a la experiencia de eso que llamamos amor primero, sin fondo ni forma, gratuidad total; en términos de la teología de la liberación, amar a los pobres porque Dios es Dios, porque son insignificantes, porque no hay ninguna razón para ello más que la pura gratuidad.
El propio seguimiento de Jesús que suena a comportamiento de rasgos bien concretos, no es un comportamiento tan objetivamente aprehensible como para luego objetivamente seguirlo. Lo más profundo y genuino de Jesús, su experiencia de Dios, su Padre, la bienaventuranza que él proclamó en los pobres, no es algo que se pueda objetivamente registrar y que haya quedado objetivamente registrado para de una manera objetiva poder seguirlo. Por su naturaleza misma, son experiencias inregistrables, como inregistrable es la misma dimensión a la que pertenecen. Por ello ningún maestro espiritual, incluido el propio Jesús, ha dejado un camino espiritual objetivo a seguir . Y si así se entendiera a los maestros, no se los ha entendido. Ellos hicieron su camino, mejor dicho, lo crearon, y con sus testimonios y enseñanzas nos incitan a hacer otro tanto, a crear el nuestro. Pero no nos han dejado un camino que baste seguirlo. El seguimiento sería entonces un comportamiento moral y siempre externo. La categoría seguimiento es una categoría demasiado estrecha para lo que es la espiritualidad y, por tanto, para hacer la experiencia que hizo Jesús. Cada quien tiene que crear su propio camino. No hay camino a seguir, sino el propio que cada quien tiene que crear.
La práctica, histórica y liberadora, la otra gran categoría de la teología de la liberación, práctica en la que desembocaría la opción por los pobres si ésta es expresión de un auténtico compromiso, también es más conclusión que se impone de un imperativo ético que consecuencia de la opción por los pobres como experiencia espiritual propiamente tal. Porque ésta como experiencia se da en el tiempo pero a la vez liberada de él, liberada pues del futuro, liberada pues de la duración, sin necesidad de someterse a ésta. A la opción le basta ser experiencia de amor gratuito para ser plena y total. Y cuando lo es tiende espontánea y creadoramente, sin someterse, a ser plena y total en el tiempo, en este sentido, a ser duradera e inspirar la ética más generosa e incondicional, en este caso, con los pobres y desde ellos. ¿Necesita la creación artística desembocar en una práctica artística histórica, incluso militante? En absoluto. Desemboca en prácticas de hecho, pero no porque lo necesite. La creación como tal, su experiencia, no es producto de un práctica sostenida en el tiempo. Lo que la prepara sí, la creación propiamente tal no.
Por otra parte, el conocimiento que podemos llamar la experiencia absoluta de la realidad, como lo hace Corbí en la obra citada, que es el conocimiento religioso propiamente tal, tiene además otra particularidad. Aunque su dimensión y realidad sólo existe y se da en la realidad funcional que somos y que nos rodea, es de tal naturaleza que no dice relación directa a ella. En este sentido resultan dos dimensiones autónomas una de la otra. No hay comunicación directa entre ellas. No hay paso directo de la una a la otra. Así, aunque Dios hubiera hecho una opción por los pobres y ésta fuera rasgo esencial de la experiencia religiosa de Jesús, no por ello adquirirían una dimensión social, temporal, histórica, que la haría reveladoramente, divinamente, obligada para nosotros. Lo absoluto de la realidad, del que opción de Dios y opción experiencial de Jesús son expresiones simbólicas, es absoluto, es total, es realidad sin fondo ni forma, trasciende nuestra historia, nuestros conflictos y nuestros proyectos humanos. Nada es lo que se puede derivar directamente de tales opciones para nuestro comportamiento ético. Experiencia de lo absoluto y ética se ubican en dos niveles diferentes. No hay continuidad entre ellas.
En este sentido, lo que fue el mayor acierto de la teología de la liberación, la continuidad a la luz de la fe entre Dios, Cristo y lo social, plasmado ello en categorías como signos de los tiempos, opción de Dios por los pobres, seguimiento de Jesús, es ahora una limitación. Un planteamiento de esta naturaleza no convence, inmediatamente suena superpuesto, peca de lo que Marià Corbí califica de epistemología mítica , implica una igualdad epistemológica entre niveles epistemológicamente diferentes. Supone un salto epistemológico indebido. Un Dios y un Cristo presentados así resultan social e históricamente muy consistentes, cuando como dice Thomas Merton Dios es el inconsistente . Un Dios así interesado en nuestra historia y encajando tan bien con nuestras necesidades sociales y humanas, resulta sospechoso, suena demasiado antropomórfico. En otras palabras, un planteamiento así se adecua muy bien al ser necesitado e interesado, pero no al ser gratuito que también somos.
No cabe duda que el problema que hay aquí es de orden epistemológico . El problema de la teología de la liberación, como el de toda teología hecha en el marco de una religión y, por más que no lo quiera, en función de ella, es confundir o identificar lo que aparece como máximo imperativo ético, amor a Dios, amor a los pobres, opción por ellos, seguimiento de Jesús, con desinterés y gratuidad total, lo ético con la experiencia de Dios o con Dios mismo. Cuando son niveles diferentes, lo ético producto siempre del conocimiento y axiología funcional a la vida, y lo absoluto producto del conocimiento verdaderamente gratuito, más allá de toda representación y de todo valor.
Además, por esta vía es como se hace a Dios intervenir en la historia. Y su revelación en la historia no es inocente. Revelándose en ella, interviene, indica a quién hay que amar y cómo hay que amar, indica, por ejemplo, que como él hizo una opción por los pobres, nosotros también tenemos que hacerla. En el fondo, un Dios así concebido dirige los seres humanos y, en definitiva, la historia, aunque sea moralmente. Desde luego, la sanciona salvíficamente. Y es un Dios así, y con razón, el que hoy es rechazado. No va con la experiencia libre y creadora que en sí mismos encuentran el hombre y la mujer de la cultura moderna actual. No se ve qué tenga que ver Dios con realidades tan sociales como los pobres, tan históricas como la historia, y tan éticas como la ética.
Paralelamente a como hace treinta años lo vio y asumió Gustavo Gutiérrez para aquel entonces, también ahora es el conocimiento el que ha cambiado, esta vez en su naturaleza y en su función, poniendo en crisis la nueva racionalidad de la teología, más histórica, más social, más bíblica, pero al fin de cuentas, todavía objetivista, trabajando a partir de verdades con contenido, con creencias, y rezagada con respecto a cómo el conocimiento se percibe y opera hoy.
Y sin embargo, hay en la teología de la liberación una gran convicción y una gran enseñanza que, correctamente concebidas y actualizadas, no debieran morir: la convicción, ética y epistémica, de que una espiritualidad en el contexto que es el nuestro, tiene que asumir los pobres y la pobreza como punto de partida contextual, como lugar desde donde hay que vivir la espiritualidad , la pregunta ¿dónde dormirán los pobres? ; y la enseñanza del amor gratuito al pobre como camino de espiritualidad..
3. Del cristianismo socialmente comprometido pero religioso a una espiritualidad laica
Analizadas a fondo, las limitaciones de la teología de la liberación que hemos señalado nacen de la naturaleza religiosa de ésta y de lo que llamamos fe o, más simplemente, del cristianismo concebido religiosamente. Es su carácter religioso el que le hace hablar de opción de Dios por los pobres y de seguimiento de Jesús como si de verdades objetivas se tratase, y por este camino identificar, como los términos ‘opción’ y ‘seguimiento’ lo expresan, a Dios mismo y al Cristo con las mayores urgencias éticas actuales, la pobreza en la que se obliga a vivir a dos terceras partes de la humanidad. Siempre como si fuesen verdades. Porque la religión necesita apoyarse en verdades, en conocimientos conceptuales, con contenido y forma, que en el fondo resultan creencias.
Ello ocurre así, por operar todavía la teología sobre un conocimiento matricial que ya no es tal, un conocimiento verdad, con contenidos, aunque se admita que éstos tengan que ser historizados, convertidos en práctica, veri-ficados. En pocas décadas, y casi en silencio, como si se tratase de una continuidad, naturaleza y función del conocimiento han cambiado profundamente. Lo divino, lo perteneciente a la dimensión espiritual, lo plena y totalmente gratuito, no se podrá expresar ya sígnicamente, conceptualmente. Y tampoco lo ético, por muy sublime que sea, resulta por ello divino, espiritual, realmente trascendente. El nuevo tipo de conocimiento obliga a distinguir dimensiones que antes aparecían unidas y a respetar sus respectivas epistemologías. Todo ello no ocurre sin una grave crisis en las “viejas maneras” de pensar, para usar la expresión de Gustavo Gutiérrez, incluso en la misma racionalidad utilizada por la teología de la liberación, por más nueva que la misma ha sido con respecto a la clásica. Pero, como gusta de remarcar el propio Gutiérrez frente a los cambios y las situaciones que provocan, no hay motivos para no proceder con confianza en el potencial del conocimiento humano, ya que en los mismos factores que producen los cambios se encuentran las pistas de los planteamientos que necesitamos hacer.
Así sucede en nuestro caso. Si con los cambios ocurridos en el conocimiento, no se puede seguir entendiendo lo divino o espiritual en términos objetivos u objetivistas, hay que hacer abandono de este tipo de conocimiento. Si lo religioso hace problema, y problema serio, en el cristianismo, incluso socialmente comprometido, hay que hacer abandono de ello, por más exitoso y movilizador que hasta hace unas décadas haya sido. Es comprensible la resistencia al cambio, pero si el paradigma utilizado ya no resulta pertinente, y no puede resultar, hay que saber abandonarlo, y ello con confianza. El mismo conocimiento que ya no nos permite pensar a Dios como lo pensamos, su opción por los pobres, el seguimiento de Jesús, la misma irrupción de los pobres como voz interpelante de Dios a nuestra fe, abre otra forma nueva y mejor o, en todo caso, necesaria para nosotros de pensarlo y, lo que es más importante, de vivirlo, porque de vivirlo se trata, de hacerlo experiencia, lo que Marià Corbí llama espiritualidad laica, no religiosa.
Hay que pasar, pues, de la religión a la espiritualidad, de las verdades objetivas creídas y convertidas en la moral más exigente a la experiencia de la gratuidad, del cristianismo socialmente comprometido pero religioso a una espiritualidad laica, no religiosa, esto es, sin verdades o creencias, sin religiones, sin dioses, como reza título y subtítulo de la última obra de Corbí. De esta manera, nada se pierde, todo se conserva, como auténtico tesoro. Se conserva y se redimensiona aquello a lo que, en el fondo, opción, seguimiento y práctica apuntaban: la gratuidad; aquello que hay que amar porque, engastado en lo que no es, no cuenta, es insignificante, y gracias a ello es más fácil verlo, es sin embargo infinito, pleno, total.
Con ello no se habrá perdido nada y se habrá ganado todo. De lo contrario, una vez más en la historia humana, por salvar formas que nos parecen ser esenciales, perderemos lo único que verdaderamente es esencial, y sumamente importante en el tipo de civilización tecnológica que estamos construyendo. No sólo ya para evitar lo peor, que bien puede ocurrir, sino para hacer de ella un proyecto humano, y dentro de lo que hay que entender por humano, la ética –que los pobres dejen de serlo – es verdaderamente imprescindible, una de sus piedras angulares. Pero para ambas cosas la espiritualidad es mucho más necesaria aún. Aún con ética, pero sin espiritualidad, el proyecto que se construya no será digno del ser humano, y en él seguirá habiendo pobres y empobrecidos.
La espiritualidad como experiencia de la realidad absoluta, como experiencia de la gratuidad, de la plenitud y de la totalidad en un mundo, el nuestro, nunca pleno y total, no nos va a caer del cielo, no va a venir por derrame “neoliberal” hacia todos por el desarrollo de la justicia social y de la ética, aunque éstas sean capitales. Hay que crearla, hay que darla a luz y desarrollarla. Y para ello hoy hay que plantearlo explícitamente. No va a venir de mano de la religión y con ella, como fue lo más frecuente en el pasado. Hay que separar una de otra, dejar que la religión muera, y que en su lugar emerja la espiritualidad sin religión.
En la nueva realidad u ordenamiento que nos da el conocimiento, los pobres van a quedar más asegurados, por así decir. Gran parte de la pobreza, no toda, se explica desde luego por “el sistema”, económico y social, que ponemos en aplicación, pero posiblemente aún más por el tipo de racionalidad desde la que definimos los diferentes sistemas, en la que subyace una visión de la realidad y de sus posibilidades, del ser humano y de sus aspiraciones, y no digamos ya de sus necesidades e intereses. Dentro de esta racionalidad entra la ética, haciéndose fácilmente cómplice de ella. ¿Cómo podrá, pues, cambiarla? ¿Qué fuerza, si no es la de la experiencia espiritual genuinamente tal, podrá superar tal tipo de racionalidades? Sólo la espiritualidad. Porque al ser ella una vida sin fondo ni forma, en su experiencia está por encima de todas. En ella y sólo en ella de verdad y radicalmente “otros mundos son posibles”.
Es frecuente pensar los cambios totales deseados en términos de alternativas, sin darse cuenta que la misma es corta, ya que las alternativas reproducen otro sistema posible dentro de la misma matriz que permitió el primero. Por eso no es extraño que en tales propuestas sean preferidos los contenidos éticos a los espirituales. Por ello es útil recordar a propósito de toda espiritualidad su singular riqueza, que Raimon Panikkar y a propósito de las Upanisad expresó de esta manera: «no nos proponen una alternativa a la cultura moderna sino más bien una internativa» . Y con razón, las propuestas alternativas no son espirituales y, por ello mismo, son menos eficaces para los cambios profundos deseados.
En el nuevo tipo de conocimiento, donde sus dimensiones, la que es funcional a la vida y la que trasciende ésta, quedan más claramente perfiladas, ética y espiritualidad no se van a poder confundir. Y esto ya constituye en sí una ganancia y una ventaja. Por su naturaleza y función la ética se ubicará en el nivel del conocimiento, así como los valores funcionales y deseables para la vida, y la espiritualidad, en la dimensión de lo verdaderamente trascendente. Por más estrecha que sea la relación entre ellas, cada una habrá que trabajarla en sí misma. No se sustituyen. Aunque una ética desinteresadamente vivida puede ser y es, no cabe duda, un camino hacia la espiritualidad como experiencia de la realidad total que está en todo, también en lo ético estando sin embargo más allá de ello.
Pero si la espiritualidad no es ética, para muchos, hombres y mujeres, persistirá todavía la pregunta ¿dónde dormirán los pobres? La espiritualidad no es ética, pero, por lo mismo, tampoco es concurrencia. Esto ya reduce en parte el problema, y lo reduciría en mucho si muchos fueran los hombres y mujeres espirituales. La ética a pesar de todo no deja de ser un ordenamiento de la vida de acuerdo a valores pero entre concurrentes, entre competidores. Por definición, los espirituales no compiten con los demás, y menos con los pobres, sobre todo a la hora de la distribución y del consumo. De competir, más bien compiten en la producción. Y en ello en la forma más humana y más solidaria. Por principio, y por así decirlo, los pobres tienen más garantía de encontrar dormida, valga la expresión como metáfora, entre los hombres y mujeres espirituales que entre los hombres y mujeres éticos.
Pero es que además, aunque la espiritualidad no es ética, sus entrañas, por así decir, sí lo son. Lo espirituales, hombres mujeres, de todas las tradiciones son bien conocidos por la forma como se conmueven ante el hermano que sufre. Una conmoción que se traduce en una acción coherente que no conoce discriminación ni fronteras. Jesús estaba mirando a un ser humano así cuando respondiendo a la pregunta de «¿Quién es mi prójimo?» narró la parábola del samaritano (Lc 10, 25-37) para terminar preguntando: «Según tu parecer, ¿cuál de estos tres se comportó como prójimo?», «Vete y haz tú lo mismo». El espiritual se hace prójimo de todos, especialmente de los más necesitados. Porque no tiene centro ni ser. Su centro y su ser es todo, son los otros. Él es uno con todo y con todos.
Hoy esta unión y unidad inspira e impulsa sin descanso a buscar lo mejor, a ir a las raíces de los problemas y a no desmayar en la mejor solución, la más técnica y más humana de los mismos. Los pobres encuentran en el espiritual un hermano más en la lucha. Hay espirituales de todos los tipos, todos actuando por la transformación de la realidad, y cada quien en su quehacer o campo actuando de la manera más excelente, como se diría hoy, de acuerdo al máximo criterio o criterios de calidad humana. La espiritualidad no es la ética, pero desde todo su ser infinito y con toda su fuerza inagotable inspira y acompaña ésta, así como inspira y acompaña todas las mediaciones que se revelen necesarias, teóricas y técnicas, económicas, sociales, culturales y políticas. Porque en la ética y en sus mediaciones necesarias, como en todo, la espiritualidad descubre lo absoluto y hace su experiencia.
En este sentido la espiritualidad está también en la acción y en el compromiso profético, está en la opción por los pobres y en la práctica profética que aquélla debe fundar. Cuando acción y compromiso, de naturaleza fundamentalmente ética, se convierten sin embargo en camino hacia el amor incondicional, pleno, total, gratuito, y en expresión de él. No solamente está sino que, con la teología de la liberación habrá que reconocer que hoy, ante las dimensiones y consecuencias que ha adquirido la pobreza, opción por los pobres y compromiso con ellos es el camino espiritual que de una manera u otra todos debemos recorrer. Sin dejar de ser gratuita la espiritualidad tiene que ser contextual, y en el contexto ya no sólo de algunos continentes, sino del mundo como tal, pobres y pobreza están ahí, en primer plano, cuestionando toda espiritualidad. Porque si en el nuevo planteamiento pobres y pobreza dejan de ser un problema “religioso”, que se resuelve con verdades religiosas y a partir de ellas, no deja de ser un problema “espiritual”, al contrario, que hay que resolver desde la experiencia de la gratuidad, desde la unidad en la que el “yo” y el “tú” desaparecen, más allá pues de toda verdad religiosa.
Por último, a diferencia de las verdades religiosas, la espiritualidad respeta totalmente el orden funcional a la vida que hay que construir, porque no es de su naturaleza imponer ni tiene verdades que imponer. Y esto es muy importante en la cultura actual, que es muy sensible, y con razón, a la autonomía de todo. Como ella misma tiene que descubrirse y crearse, así tiene que construirse el orden funcional a la vida, lo que va a constituir la forma de vida de la sociedad, de manera autónoma, de acuerdo a criterios de calidad que la misma sociedad tiene que crear y darse, en un proceso interminable de prueba error. La espiritualidad inspirará y sostendrá en esta labor, pero no sustituirá. En lo que tiene de funcional el proyecto humano que construyamos no sólo es de nuestra entera responsabilidad el construirlo sino que los materiales que utilicemos son también de la dimensión de lo funcional, no caben materiales de naturaleza y nivel espiritual. Ello hará que el proyecto que construyamos siempre será contingente, con un alto grado de entropía, por así decir, que le es inherente; nunca pues pleno y total, aunque siempre perfectible. Pero tenemos todo lo que necesitamos para construirlo. No necesitamos de religión, de creencias ni de dioses. Sólo nos resta asumir nuestra responsabilidad. Si tal es la realidad de cuanto somos y nos rodea, ya es un paso muy importante tenerlo claro. Ello ayudará más a asumir nuestra responsabilidad.
4. Conciencia ejemplar de cierta poesía actual latinoamericana
Quisiéramos terminar nuestra reflexión evocando, a modo de conclusión, la conciencia que de sí misma tiene cierta poesía actual latinoamericana, por la proximidad que la misma tiene con la espiritualidad en cuanto a su naturaleza y a su función. Este breve ejercicio puede ayudarnos a comprender mejor, por vía de inducción y contraste, qué cosa es la espiritualidad y en qué sentido y cómo ella es liberadora.
Estamos pensando en el poeta argentino Juan Gelman, último premio Cervantes (2007), de cuyo compromiso social y político nadie puede dudar, así como tampoco de su dolor y de su sufrimiento por las causas social y políticamente liberadoras que persiguió. Precisamente el jurado que le otorgó el premio lo razonó así: «porque su gran compromiso social nunca lo llevó abdicar de su compromiso con la poesía». Y él de sí mismo pudo decir que nunca ha escrito «en legítima defensa, sólo en defensa la poesía», y también «vivo para escribir poesía; a mí lo que me importa es el trabajo, no me importo yo».
¿Qué es entonces para él la poesía, que le hace expresarse así? ¿En qué poesía cree y en qué poesía no cree? Para él la poesía es pura creación. «Suelo decir que el único tema de la poesía es la poesía misma». Cree en la poesía casada con la poesía. Porque «la poesía es una e indivisible». No cree en la poesía comprometida. Porque no es el tema lo que hace a la poesía. Prefiere, como dice, estar casado con ella. Porque eso es su vida: vivir para escribir poesía. Y eso que él es totalmente consciente de que escribir poesía no es una profesión. «La poesía no es algo que uno pueda invocar o convocar cuando quiera. Es algo que llega cuando ella quiere». Y sin embargo, comparándola con la cola de una señorita, él la sigue persiguiendo aun a sabiendas de que no se va a dejar atrapar.
En los días en que le concedieron el premio la prensa escrita testimoniaba como el sufrimiento y el dolor que han vertebrado la vida de Juan Gelman no han derivado en una poesía testimonial, realista y de denuncia, sino todo lo contrario. Aunque también ha expresado «La poesía nunca ha sido ningún bálsamo para mí». En broma decía que prefería el bálsamo Adams.
¿Qué es la poesía según Juan Gelman? ¿Para qué sirve? ¿Qué aporta? A estas preguntas y a otras parecidas intentó responder, hasta donde se puede responder, con la siguiente precisión y metáfora: definir la poesía «es imposible, sólo por aproximación podría decir que es como un árbol sin hojas que da sombra». Algo así de intangible, pero experienciable, es la poesía: como un árbol sin hojas que da sombra. ¿Qué es lo que aporta? La respuesta está en la expresión profética, que ya nadie podrá acallar, de su discurso de recepción del premio el 23 de abril pasado: «Pero ahí está la poesía: de pie contra la muerte». Un árbol sin hojas que da sombra, eso es la poesía, y estar de pie contra la muerte, ése es su aporte.
Algo así, sólo que infinitamente más sutil aún y más real, es la espiritualidad.