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Tránsito de una religión de creencias a una espiritualidad de conocimiento

Artículo para la Revista Alternativas -Revista de análisis y reflexión teológica- nº 29 Enero-Junio 2005.
Ed. Lascasiana. Managua.
revista.alternativas@gmail.com

Los dos grandes tipos de sociedades.

En la historia humana se han dado dos tipos de sociedades:
-las que repiten el pasado, deciden el presente repitiendo el pasado;
-las que no pueden repetir el pasado, deciden el presente proyectando el futuro.
Vamos a estudiar estos dos tipos de sociedades y las consecuencias que tienen para la vida espiritual.

Las sociedades preindustriales son todas sociedades que repiten la vida de los antepasados, repiten su proyecto de vida humana, sus maneras de vivir. Repetir, poner los pies en las huellas de los antepasados es lo sabio, lo correcto, lo moral, lo sagrado. Alejarse de las sendas de los antepasados es peligroso, es error, es necedad y es culpa.
Puesto que estas sociedades reiteran el pasado, son estáticas. Así lo consideran sus miembros, aunque siempre haya algo de movimiento. Y su consideración es correcta porque aunque haya siempre movimiento, nunca es en los núcleos centrales y decisivos de sus modos de vida.
Estas sociedades crean sus maneras de vivir y los fijan, de forma que se excluya todo cambio y alternativa, mediante las narraciones sagradas de los hechos y dichos primigenios de los dioses y antepasados sagrados en los que se establece cómo hay que pensar, sentir, y actuar en las diversas circunstancias de la vida y cómo hay que organizarse y vivir.
Estas narraciones son los mitos que se tienen como revelación divina y legado de los antepasados. Esos mitos son constitucionales y hay que someterse a ellos, excluyendo toda duda posible.
Los mitos, los símbolos y los rituales son los sistemas de programación de ese tipo de sociedades. Son un proyecto y un precepto de vida humana, revelado e intocable. Este ha sido el sistema de programación, durante centenares de miles de años, de las sociedades estáticas.
Esos mitos, símbolos y rituales, revelación divina y legado de los antepasados, que son intocables y excluyen toda duda y posible alternativa son, de hecho, un sistema de creencias.

El término “creencia” es muy ambiguo y tiene muchas valencias.
En el lenguaje cotidiano se dice “creer” lo que se da por sentado acríticamente, lo que se da por supuesto.
Hay también un uso social del término “creencia”. Se dice creer lo que son puntos intocables sobre los que se estructura un colectivo; se creen los elementos del programa colectivo que son el fundamento del funcionamiento social y que no se someten a crítica.
Hay un uso psicológico del término. Se dice “creer” lo que son los puntos de apoyo sobre los que gira la psicología de un individuo, son esos puntos que en ninguna situación se tocan, porque se han hecho inmunes a toda crítica.
Todos estos tipos de creencias tienen una intocabilidad de hecho, pero no de derecho, y el tiempo los cambia.
Hay otro tipo de creencias que son intocables de hecho y de derecho para un colectivo, son las creencias religiosas. Se “creen” las verdades reveladas, que son formulaciones en las que se dice la verdad. Lo revelado no es una verdad sin forma, es una verdad con unas formas fijadas, de origen divino y, por tanto, absolutamente invariables e intocables. Es el prestigio de su origen divino lo que las hace eternas e intocables.
Sin embargo, la creencia no es en sí misma un hecho religioso. La creencia llamada religiosa, que se dice de procedencia divina, pertenece al aparato de programación colectiva de las sociedades que vivían de hacer siempre fundamentalmente lo mismo, como lo eran todas las sociedades preindustriales, y que, por tanto, debían excluir y bloquear cambios y alternativas.
Cuando decimos que las creencias no son en sí un hecho religioso sino programador, queremos decir que las creencias no son hechos espirituales. Hechos religiosos lo son, porque las religiones son sistemas de creencias sagradas.

Existe un principio básico de la evolución de las culturas: los hechos, las experiencias y las iniciaciones espirituales se vierten siempre en los cuadros y sistemas de programación y cultura vigente de las colectividades. No existe otra posibilidad.
De este principio se deduce que en las sociedades preindustriales estáticas, que duraron milenios, tanto la religión como la espiritualidad no pudieron presentarse más que en forma de creencias; no pudieron presentarse más que como sistemas de creencias.
Esta es la razón por la que durante tanto tiempo, la espiritualidad y las creencias han tenido que ir unidas. Cuando las sociedades tienen que vivir de la innovación y el cambio, como veremos, esa asociación resulta inviable.

Aunque en la larga etapa de las sociedades articuladas sobre creencias, la espiritualidad no tuviera más remedio que vivirse y expresarse en creencias, la lógica de la espiritualidad y la de las creencias son opuestas.
La espiritualidad tuvo que expresarse y vivirse en mitos, símbolos y rituales, interpretados como sistemas de creencias, a causa del principio básico de la evolución de las culturas ya enunciado. Puesto que los mitos, símbolos y rituales eran el sistema de programación colectiva, lo espiritual no podía sino expresarse y vivirse en esa programación. La manifestación de lo absoluto y sagrado en los centros y núcleos de esas formas lingüísticas y expresivas, los hacía sagrados, revelación divina, sumamente prestigiosos e intocables.
Así se unían lo programático constituyente y lo espiritual. Esa unión fue lo característico de las religiones.
De arranque, no había otra posibilidad. Pero si la había, aunque minoritaria; existió realmente en los grandes hombres, los grandes místicos y los grandes maestros del espíritu y resultaba peligroso para el colectivo.
La fuerza del programa colectivo consistía en su origen divino intocable, que había que creer y al que había que someterse. Transgredir esa sumisión era atentar contra el colectivo, porque la transgresión debilita y relativiza lo que debía ser un programa intocable incondicionalmente, y suponía, a la vez, una rebelión contra el orden social y contra el mandato divino.
La creencia somete a la forma, fija en la forma. Y sabemos, por los maestros espiritualidades de todos los tiempos y de todas las tradiciones que la experiencia interior debe trascender toda forma, silenciarla; debe dejar toda forma atrás, para adentrarse en el Sin-forma. Hablaremos más tarde de esto.

Las culturas preindustriales, programadas por mitos, símbolos y rituales, interpretados como sistemas de creencias, se organizaban en provincias, bloques territoriales, frecuentemente opuestos los unos a los otros, siempre ignorándose en profundidad. Las religiones tenían que plegarse a esas condiciones y expresarse y vivirse en ellas. Otra cosa no era ni concebible ni posible.
Las llamadas religiones universales, lo eran en sus pretensiones y porque se extendían a una ecumene que, sin embargo resultaba siempre delimitada por unas estructuras culturales y mítico-simbólicas determinadas y siempre delimitadas por el territorio.
Los pueblos cuyas creencias diferían, tenían que combatirse o ignorarse lo más profundamente posible, porque las creencias de los unos amenazaban y relativizaban la sacralidad e inviolabilidad de las creencias de los otros. Esta era una consecuencia de la estructura misma de la creencia.
A la dificultad estructural de comprensión mutua, se añadía el hecho de que las grandes tradiciones religiosas estaban geográficamente distanciadas, lo cual complicaba los contactos. Cuando esos contactos se producían, por causas comerciales o militares, las sociedades buscaban las maneras de anular las posibles consecuencias.

Ocurría con mucha frecuencia, que sociedades pertenecientes a troncos culturales diferentes, vivieran de maneras fundamentalmente coincidentes. Este fue el caso de varias de las principales culturas agrario-autoritarias de la antigüedad: las sociedades de la Mesopotamia de los grandes imperios antiguos, Egipto clásico, la sociedad imperial china, las grandes monarquías helenistas, el imperio romano.
Los cuadros mitológicos y de creencias de estas sociedades eran superficialmente muy diferentes, pero las estructuras profundas coincidían. Los grandes mitos de estos pueblos tenían estructuras superficialmente divergentes y estructuras profundas idénticas.
Como que los pueblos ni las religiones no hacen análisis míticos, pueblos con raíces mitológicas coincidentes e idénticas, se oponían y se hacía la guerra, porque las creencias tenían diferentes formas exteriores.
Por consiguiente, los sistemas míticos, simbólicos y rituales, interpretados como sistemas de creencias exclusivas, son causa de enfrentamientos inevitables. Los enfrentamientos son inevitables porque esas diversas mitologías son todas sistemas de programación que excluyen la duda, el cambio y todas las posibles alternativas puesto que se dicen todos revelación divina y legado sagrado de los antepasados. Y serlo es la condición intrínseca e indispensable de todo procedimiento de programación para sociedades preindustriales y estáticas.
Todo sistema mítico, leído como sistema de creencias, es necesariamente exclusivo y excluyente. ¿Cómo no va a serlo, si es “la” revelación divina? Por consiguiente, los mitos, símbolos y rituales, como sistemas de creencias, empujan a un enfrentamiento radical y sagrado.
No es preciso argumentar mucho para comprender que lo que induce a la intolerancia, al enfrentamiento, a la exclusividad y a la exclusión, no tiene una lógica y dinámica espiritual, sino que es contraria a la comprensión profunda, a la aceptación, a la tolerancia, al amor y a la paz, requisitos y consecuencias de la espiritualidad verdadera.
Por tanto es lícito concluir que las creencias, desde un punto de vista particular, ni desde un punto de vista colectivo, sean hechos espirituales.

En el pasado, la espiritualidad tuvo que someterse a la lógica de las creencias, porque no había otra posibilidad. Sólo los grandes se escaparon de esa lógica y tuvieron que pagar un duro precio por ello, en marginación y persecución.
Para una sociedad globalizada esta es una lógica perversa. Cuando los pueblos y las culturas y las religiones ya no viven en provincias aisladas e incomunicadas, sino que viven mezcladas, especialmente en las sociedades desarrolladas por efecto de las migraciones y por la universalidad de las comunicaciones, la contraposición exclusivista y excluyente de creencias, religiones y culturas es intolerable y un enemigo formal de una sociedad universal y en paz.

Los europeos hemos vivido casi dos siglos en una sociedad mixta formada por una mayoría preindustrial y una minoría industrial influyente económica y políticamente.
Durante ese largo período –aunque breve en las dimensiones de los prolongados tramos de las sociedades preindustriales, que duraron milenios- la sección mayoritaria preindustrial continuó programada por los mitos, símbolos y rituales que se creían de procedencia divina; era una sociedad religiosa, estructurada toda ella sobre creencias.
La sección minoritaria industrial sustituyó la programación mediante narraciones mitológicas de procedencia sagrada, por las ciencias y las ideologías, pero interpretando lo que decían las ciencias y las ideologías como desvelamiento de la verdad de la naturaleza de las cosas.
La sección preindustrial recibía su proyecto de vida de Dios y los antepasados; la sección industrial recibía su proyecto de vida de la naturaleza de las cosas. El proyecto de vida preindustrial-mitológico era revelación; el proyecto de vida industrial-ideológico era descubrimiento, desvelación.
Los dos tipos de proyectos, aunque contrapuestos entre sí, tenían puntos en común. Los dos exigían el sometimiento y la creencia. Unos creían en la revelación de Dios y los otros creían en el poder desvelador de la realidad de las ciencias y la filosofía. Ni unos ni otros eran plenamente conscientes de que tanto el proyecto mitológico como el ideológico eran construcción humana, contingente y frágil. Las creencias subsistieron, o como creencias religiosas o como creencias laicas.
Podría argumentarse que las ideologías fueron construcciones racionales, como lo fueron las ciencias o la filosofía. Y para los filósofos y los científicos que las construyeron y cultivaron pudo ser así; pero cuando funcionaron como programa colectivo y cuando pretendieron describir la naturaleza misma de las cosas, se convirtieron en creencias de hecho.
Por tanto, podemos concluir, que la sociedad mixta continuó siendo en su conjunto una sociedad articulada sobre creencias, contrapuestas y enfrentadas, en ocasiones violentamente y en otras pacíficamente.
Supuesto ésto, no es de extrañar que la espiritualidad continuara dependiendo de las religiones como sistemas de creencias, y que no fuera posible intentar arrancar a la espiritualidad de las creencias religiosas, sin que pareciera, con ello, una conversión a las creencias del laicismo.

No era sólo la sociedad la que estaba dividida en mayoría preindustrial y minoría influyente industrial; también los individuos, con raras excepciones, estaban internamente divididos, en su pensar y, sobre todo, en su sentir, en una sección mayoritaria de sí mismos de programación mítico-simbólica y algunas veces religiosa, y otra sección menor de sí mismos, estructurada por las ciencias y las ideologías. La totalidad de la persona, con excepción de algunos sabios y filósofos, estaba estructurada sobre sometimientos y creencias, en conflicto grave o suave.
Tampoco para los individuos la espiritualidad podía separarse de la religión y de las creencias sin provocar una crisis en las dos secciones de las personas y de las sociedades mixtas.

La generalización de la industrialización fue invadiendo poco a poco todo el terreno que en la sociedad y en los individuos ocupaba la cultura preindustrial mítico-simbólica y religiosas y fue substituyéndolo por la explicación y valoración de la realidad de las ciencias e ideologías. La substitución afectó a las organizaciones y todos los ámbitos de la vida y la cultura. A finales del siglo XX se conquistaron en Europa los últimos reductos de las sociedades preindustriales.
Sólo este hecho ya alteró los equilibrios sociales entre los dos tipos de programas y de creencias de las sociedades mixtas, tan costosamente construidos después de la segunda guerra mundial; y alteró, también, los frágiles equilibrios entre estos dos tipos de creencias en el interior de los individuos.

Pero se produjo otro acontecimiento más poderoso que ese: la aparición de las sociedades de innovación continua de servicios y productos. Ya he descrito en otro lugar las alteraciones que ha supuesto tener que vivir de crear innovación, pero la repetiré brevemente.
Para crear innovación en productos y servicios hay que estar creando continuamente innovación en ciencias y tecnologías. En realidad fue una interacción mutua. La continua creación de ciencias y tecnologías abrió la posibilidad de un nuevo tipo de economía, y la nueva economía de innovación de servicios y productos, exigía continua creación de ciencias y tecnologías. Esta interacción acelera el proceso por los dos lados, el de las ciencias y las tecnologías y el de la economía de innovación.
Pero no hay que olvidar que la continua creación de ciencias, supone un continuo cambio de la interpretación de la realidad, sin posible fijación; y que la continua transformación de las tecnologías origina un cambio continuo de las formas de trabajar y, por consiguiente, de las formas de organizarse, de cohesionar a los colectivos y de proponer valores y fines. También aquí es imposible la fijación. Hay que ponderar seriamente estos hechos.
Por tanto, una sociedad que vive de crear continuamente ciencias, tecnologías, productos y servicios nuevos, debe excluir todo lo que fije, debe excluir, por tanto, las creencias, tanto las religiosas como las laicas, porque las creencias fijan la interpretación de la realidad (aunque sólo pretendan fijar lo nuclear), quien fija la interpretación, fija la valoración, fija la actuación, fija la organización y fija los modos de vida.
Lógicamente y para poder subsistir con coherencia como sociedad de innovación, se tendrá que excluir las creencias. Y esa exclusión es tanto social como individual.
Las sociedades de innovación son dinámicas, no pueden, por ello, repetir el pasado; no pueden permanecer fieles a los proyectos de vida legados por los antepasados; se ven forzados a no apoyarse en creencias sino en postulados, desde los que tendrán que ir construyendo proyectos de vida, al ritmo de crecimiento de nuestras innovaciones.
Un “postulado” y una “creencia” podrían parecer iguales a algunos, pero son radicalmente diferentes: la creencia se recibe, no se construye, la creencia somete; el postulado se construye, no se recibe; el postulado no somete, se acepta o no se acepta.
Una última conclusión con respecto a las sociedades dinámicas. Las sociedades de innovación continua deben ser llamadas sociedades de conocimiento, no porque sean sociedades sabias (pueden ser sociedades de conocimiento y ser necias) sino porque son sociedades que viven creando conocimientos científicos y tecnológicos. Desde esos nuevos conocimientos surgen los nuevos productos y servicios que serán la clave del éxito económico.
El conocimiento científico y tecnológico puede ir acompañado de una total falta de sabiduría. Podemos verificarlo con facilidad. Pero eso no es obstáculo para que las nuevas sociedades puedan ser llamadas, justamente, sociedades de conocimiento en el sentido dicho.

En esta situación las religiones han entrado en una grave crisis, diferente y más grave, sin comparación, que todas las anteriores, porque los mitos, símbolos y rituales en los que se apoyaban las creencias religiosas han perdido pie con la desaparición completa de las sociedades preindustriales.
También las ideologías han entrado en una crisis de muerte. El socialismo real de los países comunistas ha implosionado catastróficamente. Ha sido un intento fallido, sea por las causas que sea, con categoría de catástrofe social y económica. En mucho tiempo la humanidad no se atreverá a repetir ese intento.
Ese hundimiento no ha dejado indemnes muchos de los principios centrales de la socialdemocracia, como por ejemplo, el principio de la gestión pública de la economía.
El liberalismo no ha salido vencedor, aunque lo parezca. En el liberalismo hay que distinguir dos tipos de elementos: los ideológicos y otros elementos que podríamos llamar técnicos, de métodos de funcionamiento político y económico, como son el mercado como sistema de regulación e información de transacciones económicas, la iniciativa privada como motor de la economía y la democracia como procedimiento de construcción política.
El individualismo autárquico del viejo liberalismo tiene que ceder terreno a un individualismo en equipo, de libre adhesión de las sociedades de conocimiento. Todavía no se ha ponderado suficientemente el significado de esta transformación del individualismo. La misma reacción neoconservadora liberal es una clara señal de crisis grave.

A estos hechos hay que añadir otro de gran importancia: las nuevas sociedades saben que crean su propio saber. Y saben, también, que su saber no es una descripción de la realidad en sí misma sino una construcción basada en postulados y teorías.
Saben que los proyectos de vida colectiva e individual que construyen, ni bajan de los cielos, ni los proporciona la naturaleza misma de las cosas, sino que son obra humana. Saben que el destino de la humanidad está en las propias manos y que en ellas está también el destino del planeta.
Esta es una conciencia explícita en las elites, pero más o menos oscura o claramente es ya una conciencia generalizada.
Mientras se producían estos derrumbes e innovaciones, la vida y las costumbres de las gentes han cambiado muy rápidamente, como no podía ser menos, en las sociedades europeas.
Todas estas transformaciones han creado una conciencia, a veces explícita y otras muchas implícita, pero real y operante, de que todos los proyectos humanos, tanto los que se tenían por más sagrados, como aquellos que habían costado enormes sacrificios y por los que habían muerto millones de hombres, eran sólo construcciones humanas, más o menos acertadas o desacertadas.
La sangrienta historia del siglo XX y los destrozos en sus últimas décadas en el medio ambiente, han convencido a la gran mayoría de que el crecimiento de las ciencias y las tecnologías no significa, automáticamente, crecimiento del bienestar, de la paz, de la equidad.
El reconocimiento de esta limitación de las ciencias y las técnicas no ha rebajado su prestigio, antes al contrario; pero ahora son, en sí mismas y en la opinión de las gentes, más humildes y conscientes de que no se bastan ellas solas.

Todos estos hechos han conducido a que la conciencia de la autonomía de todas las cuestiones humanas se generalice. Y no debe olvidarse que donde crece la conciencia de autonomía, se retira la heteronomía y, por consiguiente, las creencias.
Nuestras sociedades europeas occidentales son sociedades mayoritariamente sin creencias ni religiosas ni laicas, pero conscientes de que necesitamos postulados axiológicos sobre los que poder construir proyectos de futuro, desde los que decidir el presente e interpretar el pasado.
Nos vemos reducidos a partir de nuestras posibilidades científicas y tecnológicas, y desde ahí plantear postulados que sean la base de nuestras construcciones continuas de proyectos al paso de nuestras innovaciones y cambios.

Es evidente que para una situación cultural como esta, el legado de las tradiciones religiosas de la humanidad no puede ser un legado de creencias.
Pero si las tradiciones religiosas de la humanidad no transmiten creencias ni proyectos de vida, ¿qué ofrecen?
Para intentar aclarar esta cuestión tendremos que distinguir con claridad la fe de las creencias. Si no conseguimos separar el paquete fe-creencias, el rechazo de la creencia, necesario desde nuestro punto de vista, sería también rechazo de la fe.
En las sociedades preindustriales de programación mítico-simbólica, la fe y la creencia iban unidas de forma indisoluble. La manifestación del aspecto absoluto de lo real tenía lugar en los centros del sistema mítico-simbólico, se revelaba en los lugares en que se hacía más claramente traslúcido el paradigma de toda la construcción. Lo que tenía valor absoluto para la supervivencia, era el lugar de la hierofanía de lo absoluto.
Si, en esas sociedades, la fe no estuviera unida a las formulaciones míticas se pondría en riesgo la función de programación incondicional que deben ejercer los mitos y los símbolos. Un acceso a lo absoluto real, independiente del cuerpo mítico-simbólico, lo hubiera relativizado. Relativizados, los mitos no hubieran sido capaces de crear una programación incondicional e intocable.

La fe es un hecho de conocimiento, pero es don, noticia no conceptual ni simbólica sino, como dice el Maestro Eckhart, “de esencia a esencia”. Es un rayo de luz, que para nuestros hábitos de conocimiento, es oscuro. El Pseudodionisio el Areopaguita le llama “rayo de tinieblas”.
Hablando de las visiones, revelaciones, locuciones, sabores o deleites espirituales dice Juan de la Cruz: “De éstos, pues, también como de las demás aprehensiones corporales imaginarias hicimos, nos conviene desembarazar aquí el entendimiento, encaminándole y enderezándole por ellas en la noche espiritual de la fe a la divina y substancial unión de Dios [1].”
“Porque, en alguna manera, esta noticia oscura amorosa, que es la fe, sirve en vida para la divina unión, como la lumbre de gloria sirve en la otra de medio para la clara visión de Dios [2]”.
La fe es un conocimiento ni conceptual ni simbólico, es un conocer vacío de representación, de esencia a esencia. Es una noticia oscura que genera certeza. Una certeza que resulta oscura porque no es según las patrones de nuestro conocer cotidiano en el que la noticia y la certeza está siempre unidas a la representación.
La fe da noticia y certeza sin representación alguna. La noticia es potente y genera una certeza inconmovible, pero vacía. Por eso es justa la expresión “de esencia a esencia”.
La fe es noticia de Dios, de Eso, del Absoluto. Aunque nos llegue en una formulación o en símbolo, no es ni la formulación ni el símbolo lo que genera la certeza, sino el “toque”, en expresión de Juan de la Cruz, que no es de cosa particular, porque es de Dios mismo. Ese “toque” renueva el espíritu, lo limpia, porque lo aleja de la fuente de toda impureza, la egocentración.
Afecta directamente a la mente, pero repercute en el sentido. Aunque sea una noticia de esencia a esencia, repercute en los sensores de un viviente como nosotros.
Dicen los sabios que esa noticia oscura y cierta, vale más que mil saberes y sentires.

La fe no es logro de ninguna estrategia o método humano.
En ella se sabe que estamos en contacto con la verdad, aunque sea una verdad diferente de las otras verdades ligadas a formas. Por eso es como un rayo de luz tenebrosa, porque es luz y es oscura. La oscuridad no le viene de falta de luz, sino de que es una verdad cierta y sin forma, aunque cabalgue en formas en su viaje de boca a oídos.
La fe es un hecho de conocimiento en el que las categorías de sujeto y objeto quedan trascendidas. Lo conocido no es ningún objeto, y el conocedor desaparece en lo conocido. La fe es una noticia, un conocimiento en el que el sujeto y el objeto quedan silenciados. Por eso es llamada justamente “conocimiento silencioso”.
La fe empuja a trascender todas las formas sometidas a las categorías duales de sujeto y objeto. Es el silenciamiento del mundo de la dualidad y la noticia de lo que trasciende esa dualidad de sujetos y objetos, es la noticia del “no-dos”, del “no-otro”, de Nicolás de Cusa, del Único.
La creencia, por el contrario es la adhesión incondicional a formas y formulaciones que se consideran reveladas por Dios mismo. Las creencias, como ya hemos dicho, pertenecen al aparato de programación colectiva de las sociedades preindustriales que vivían de hacer fundamentalmente lo mismo y que, por consiguiente, debían bloquear y excluir el cambio y las alternativas.
En las sociedades de conocimiento la fe es posible, porque es un hecho de conocimiento, aunque sea un conocimiento muy peculiar, pero no es posible la fe-creencia. En las sociedades que se articulaban sobre las creencias, la espiritualidad no tenía otra posibilidad que pasar por la creencia; en las sociedades que tienen que excluir las creencias, la espiritualidad no puede pasar por la creencia.

Repitamos la pregunta: ¿Cuál es, pues, la oferta de las tradiciones religiosas a las nuevas sociedades?
Es una oferta de conocimiento, la fe, el conocimiento silencioso.
El conocimiento silencioso es el conocimiento de la verdad que no condena, porque no está ligada a fórmulas, sino que libera, porque libera de las formas.
Esa verdad no somete a nada, sino que libera de toda sumisión. La sumisión siempre es sumisión a formas.
Esa verdad no excluye sino reúne, porque es capaz de trascender todas las formas.
No domina sino que sirve, porque trascendiéndolo todo está en todo.
No desconoce la verdad de otras verdades, porque es reconocimiento.
No teme a la verdad de los otros, porque es acogimiento sin temor.
No es dura, no juzga, es sólo amabilidad y ternura.
No desune sino que sólo unifica.
Reside en formas, pero no se liga a ninguna forma. Y porque no se liga a ninguna fórmula puede estar en todas ellas.
Esa verdad vacía de formas, aunque se diga en formas, es lo que se llama el “conocimiento silencioso”. Una noción clave para comprender las tradiciones religiosas del pasado en su diversidad y en su unidad; clave para comprender la mística de todas las tradiciones; para manejar el legado religioso del pasado en una sociedad sin mitos, ni símbolos, ni creencias, ni religiones, ni sacralidades.

¿Cómo caracterizaron las grandes tradiciones del pasado a ese “conocimiento silencioso?
Para la tradición de Jesús, es el conocimiento que resulta de “morir a sí mismo” en perfecto estado de alerta. ¿Cabe mayor silencio interior que el del que ha muerto?
La misma idea se expresa en la tradición del profeta Mahoma cuando afirma que “hay que morir antes de morir”. Quien se acerca a lo real, muerto aunque vivo, puede conocer la realidad que es. Acercarse a las realidades muerto, pero vivo, es acercarse silencioso, es acercarse sin deseos, ni recuerdos, ni proyectos.
La tradición budista guía al conocimiento del constructor de toda nuestra realidad, el deseo y, desde ahí, al conocimiento mental y sensitivo del vacío radical de todo, porque todo es impermanente y porque todo está vacío de sujetos y objetos. Cuando se conoce el vacío de los objetos y los sujetos, se puede conocer a Eso, que es Vacío de toda objetivación y subjetivación.
La tradición hindú utiliza los diferentes tipos de yogas para silenciar al sujeto y todas sus construcciones, el mundo y todas sus objetivaciones, hasta llegar al conocimiento de “Eso que hay” que es Ser-Conciencia, Existir-Luz sin cualificación alguna, por tanto, equivalente al Vacío budista.
En todos los casos se está hablando de un conocimiento que los místicos cristianos han llamado “conocimiento-no conocimiento”, “conocimiento superesencial”, “conocer de esencia a esencia”, “luz tenebrosa”, “conocimiento que es un no saber”.
¿Por qué emplearon expresiones tan enigmáticas? Porque se trata de un conocimiento en el que se ha silenciado por completo toda objetivación: lo que se conoce no es un objeto; y se ha silenciado toda subjetividad: el que conoce no es un sujeto.
El conocimiento silencioso es simultáneamente verdadero conocer y verdadero sentir, aunque lo que se conoce es nada (para un ser viviente lo que se conoce que no sea objeto es como nada, como vacío); y quien conoce es nadie, (porque no es un sujeto de necesidad frente a un medio de objetos).
En el conocimiento silencioso nada es conocido y nadie conoce, porque es un conocimiento de la no-dualidad desde la no-dualidad, de la unidad plena desde la unidad plena.
El silencio interior que predican los maestros conduce al conocimiento, no a la sumisión. Este es el gran secreto del silencio.

La espiritualidad de las sociedades de conocimiento pasa por la autonomía, no por la sumisión; pasa por el silenciamiento, no por la creencia. La vía de la espiritualidad es la vía del silenciamiento; y la vía del silenciamiento en la vía de la muerte a sí mismo, de la muerte antes de morir, del vaciamiento.
Esta es una de las razones, oscuramente sentida, de la moda de las espiritualidades orientales en Occidente: son caminos de silencio para acceder al conocimiento desde el silencio, un conocimiento que ni pasa por la creencia ni se resuelve en creencias.
El conocimiento silencioso, que es verdadero conocer y verdadero sentir, no puede lograrlo ningún sujeto, ni sus métodos, ni sus méritos, ni es término de ningún proceso, porque todo esfuerzo, todo mérito y todo proceso afianza su punto de partida, el sujeto y, por tanto, obstaculiza, con su mismo esfuerzo, al conocimiento silencioso.
El conocimiento silencioso es sólo don, pero don de nada a nadie, porque cuando llega es sin cualificación alguna y su llegada muestra el absoluto vacío del sujeto
El conocimiento silencioso es la presencia absoluta, aunque no sea presencia de nada ni de nadie; es certeza completa, pero de nada y de nadie. Por eso es inefable y como un rayo de tinieblas.

El conocimiento silencioso es la única y verdadera raíz del amor incondicional a todos los seres. Donde no hay conocer silencioso, hay sujeto, donde hay sujeto hay egocentración y donde hay egocentración no hay verdadero amor.
El único camino al amor y servicio a los otros y a la tierra es el camino al conocer y sentir silencioso.
El amor es la raíz de la importancia del silenciamiento y de los métodos de silenciamiento. Donde no hay completo silenciamiento del ego y su egocentración, no hay posibilidad de verdadero amor.

En las sociedades de innovación y cambio continuo, las sociedades de conocimiento, hemos tenido que reconocer la importancia del silencio interior para el camino espiritual sin creencias, pero además hemos descubierto su centralidad incluso para el correcto funcionamiento de las sociedades laicas.
La distancia y el silenciamiento está en el mismo seno de nuestra estructura de vivientes culturales.
La estructura y el uso del habla crea la experiencia mental y sensitiva de que hay una distancia entre
-las realidades en cuanto son significativas para mí como viviente necesitado,
-y las realidades en cuanto que están ahí, independientes de la significación que puedan tener para mí, indiferentes respecto a su relación conmigo.
Decíamos que así, cada realidad, por efecto de la mediación de la lengua, tiene una doble significación y valor:
-el estimulativo y pragmático para un viviente
-y el gratuito.
De cada realidad puedo conocer su utilidad para mí y su existencia en sí, su propio esplendor de ser.
Hay pues dos momentos en la estructura de nuestra relación con la realidad: uno regido por la necesidad y el deseo y otro desde la distancia de la necesidad y el deseo, es decir, desde el silenciamiento de la necesidad y el deseo. Y esta es nuestra cualidad específica de hablantes.

Ya en las Upanishad reconocieron este doble efecto de la significación y lo expresaron en una figura desde entonces memorable.
Dos pájaros, siempre amigos y con igual nombre, subidos en el mismo árbol.
Uno de ellos toma el fruto de diferentes sabores.
El otro observa sin comer.
Los dos pájaros, amigos y con el mismo nombre son las dos posibilidades humanas de conocer y sentir, son una misma entidad. Subidos en el mismo árbol significa que están en el mismo mundo. Uno de los pájaros tiene una relación utilitaria con las cosas, regida por la necesidad y el deseo. El otro pájaro es sólo un testigo impasible e imparcial.
Esta es nuestra estructura fundamental como vivientes culturales.

Si no existiera la distancia entre la significación de la realidad y la realidad misma, como no se da en los animales, no sería posible cambiar los modos de vida, ni serían posibles las mutaciones culturales profundas. Estaríamos tan fijados como los animales.
Se requiere un grado u otro de experiencia de la distancia objetiva, (que es distancia de la inmediatez de la necesidad y el deseo), para la supervivencia de la especie humana como especie cultural. Un cierto grado de cultivo de la dimensión de la distancia, que es silenciamiento de la necesidad y el deseo y que es la actitud de testigo, es necesaria para el buen funcionamiento de la cultura y para que se de la capacidad de responder adecuadamente a los cambios de circunstancias.
Las sociedades de innovación y cambio continuo requieren del cultivo de la distancia, del silencio del deseo y de la actitud de testigo, que son tres nombres para hablar de lo mismo.
El alejamiento crea un ámbito de libertad y una peculiar calidad en la relación con las realidades, que es neta y exclusivamente humana. Los restantes animales no pueden tener esa calidad de relación.
Si no se da, convenientemente, la experiencia de la distancia y el silencio, se daña a la libertad, a la flexibilidad, a la calidad y a la condición misma de humanidad.
Esa doble relación con las cosas, desde la necesidad y el deseo y desde el silencio de la necesidad y del deseo, como implicado en una relación de sujeto necesitado en un campo de objetos, y como puro testigo desinteresado y silencioso es nuestra característica más intrínseca. Esa es una doble relación de conocimiento y noticia: un conocimiento representativo, objetivo, modelado por la necesidad, y un conocimiento sin representación, sin objetivación, ni modelación, silencioso.
Ese es nuestro núcleo específico, ese es el núcleo generador de las culturas y de los cambios culturales, y ese es también el núcleo generador de las religiones y raíz de nuestro interés por lo absoluto.

En cualquier estadio cultural se requiere de esa experiencia y de su cultivo, pero cuando las sociedades viven de moverse, requieren de un peculiar cultivo de esa dimensión, porque precisan de una flexibilidad máxima para abordar las transformaciones de todo tipo a que les enfrentan los continuos crecimientos de las ciencias y las tecnologías y de todo lo que esos cambios arrastran tras sí. Necesitan poderse distanciar de los mismísimos fundamentos y patrones centrales de las maneras de hacer y vivir.
El conocimiento silencioso es un invento de nuestra estructura central como vivientes hablantes, que es el instrumento capital para realizar las trasformaciones culturales y que es, también, el instrumento central del camino espiritual.
La capacidad de conocer, distanciado de las necesidades y los deseos, lo que equivale a conocer desde el silencio de las necesidades y los deseos, es el gran recurso humano. Y es un recurso de conocimiento.
Para crecer humana y psicológicamente hay que hacerse capaz de distanciarse de las satisfacciones de los deseos inmediatos, silenciarlos. Sin la distancia y el silenciamiento de los deseos inmediatos no se pueden reconocer como bienes los que pertenecen a un nivel superior de evolución.
El paso por la distancia y el silenciamiento es la ley del crecimiento de la calidad de individuos y grupos.
También para ser eficaces en la consecución de fines hay que distanciarse y callar la satisfacción inmediata de los deseos, aunque sea por un corto espacio de tiempo.
En la confluencia de necesidades y en la capacidad de evaluarlas para optar por cuál de ellas se satisfará primero, se precisa de distanciamiento, y no hay distanciamiento sin silenciamiento.
Se requiere distanciamiento-silenciamiento para cooperar con otros en una tarea común, para diseñar futuros posibles, etc.
Para todas las actividades humanas se requiere la distancia y el silenciamiento de necesidades y deseos y todo lo que ello comporta en interpretación, valoración y actuación.
No se debe olvidar que, siempre, el fundamento del distanciamiento y el silencio es el conocimiento silencioso, el conocimiento del pájaro testigo de la imagen de las Upanishad.

Cuando las sociedades se estructuraban sobre creencias y las religiones tenían que vivirse desde las creencias, en esa larga etapa, el silencio y el conocimiento silencioso tuvo que vivirse, normalmente, como anonadamiento, vaciamiento y sumisión, más que como conocimiento y liberación de toda forma, porque los hombres de las sociedades de creencias eran hombres enmarcados y sometidos a un orden intocable de la mente, del sentir, de la actuación y de la organización.
Sin embargo, los hombres del silencio y el conocimiento silencioso, tienden a liberarse de las creencias, aunque las utilicen, y eso por la misma estructura del distanciamiento y de la conciencia testigo. Las sociedades que nos han precedido (autoritarias, patriarcales, estáticas, exclusivistas y excluyentes) tuvieron que enmarcar el conocimiento silencioso en el anonadamiento y en la sumisión, procurando controlar su libertad de fórmulas y formas.
Los místicos se vieron siempre constreñidos a encuadrarse en las estructuras jerárquicas eclesiásticas y estuvieron siempre muy vigilados y controlados y con frecuencia marginados y perseguidos.

Las nuevas sociedades industriales de innovación y cambio continuo son sociedades que deben excluir la fijación que supone las creencias.
Esas sociedades están abiertas a la fe, porque la fe es una noticia libre de formas, un conocimiento y sentir silencioso. No es fácil que utilicen ese término “fe” para designar al conocimiento silencioso, por la confusión que el término provoca con la “fe-creencia” tradicional de las religiones.
La oferta de las grandes tradiciones religiosas a la humanidad de las nuevas sociedades, no puede ser una oferta de creencias, ni sumisiones; no puede ser la oferta de un camino religioso; sólo puede ser una oferta de autonomía, de libertad, de conocer y sentir más allá de las construcciones de la necesidad y el deseo, un conocer que libera de toda sumisión porque libera de toda forma.
El conocimiento y sentir silencioso es connatural a nuestra especie, forma parte de nuestro núcleo antropológico, es nuestra cualidad específica, es, también, el presupuesto de todos nuestros grandes desarrollos culturales. Las tradiciones religiosas inciden en esa gran grieta de nuestra estructura de hablantes, para cultivar esa dimensión peculiar de nuestro sentir y de nuestro conocer, guiados por sus grandes maestros.
La oferta de las tradiciones religiosas a las sociedades de conocimiento es una oferta de conocimiento, pero de un conocimiento que es a la vez sentir; un conocimiento que arranca del silenciamiento de la necesidad, del deseo y de todas las objetivaciones y construcciones que nuestra estructura dual de vivientes construye.
Es la invitación a una indagación más allá de nuestra condición de vivientes que hablan. Una indagación que es la vez un don absoluto, un “toque” “del que es”, una gracia de Dios.

Hemos pasado, pues, de una religiosidad de creencias a una espiritualidad de conocimiento.
Estamos abocados a una espiritualidad laica, sin creencias, sin sacralidades, sin religión, orientada al conocimiento silencioso y guiada por las grandes tradiciones y los grandes maestros del pasado.


[1] S. Juan de la Cruz: Subida al monte Carmelo. 2, 23, 4.
[2] Ibídem: 2, 24, 4.

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