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Rèmora. Viuríem millor sense política?

Publicat a l’obra col·lectiva: J.M. Vallès y X.Ballart (ed.) Política para apolíticos. Ariel, 2012. pgs. 79-84. Escrita per experts en ciència política, l’obra vol “afinar la crítica sobre la pràctica democràtica per a fer més viable la seva transformació, la seva millora”.

 La política està mal vista i encara pitjor valorada. Pateix d’un intens descrèdit que la converteix en la diana contra la que llencem els dards de les nostres frustracions. Veiem la política com una rèmora i, per tant, viuríem millor sense ella.

Alcanzar el aplauso en cualquier reunión familiar o social es sencillo. Basta un inflamado discurso contra la política y los políticos. De forma parecida, cuando algo funciona mal, la respuesta también es simple. La culpa corresponderá a la presencia o a la ausencia –curiosamente esto no importa demasiado– de intervenciones públicas. La política está mal vista y peor valorada. Sufre de un intenso descrédito que la convierte en la diana contra la que lanzamos los dardos de nuestras frustraciones. La política se nos aparece como una rémora y, por lo tanto, viviríamos mejor sin ella.

No comparto la generalizada tendencia a volcar todas las culpas en la política y, sobre todo, me preocupan las consecuencias de vivir con una política desacreditada. Es cierto que la política puede mostrarnos su cara más negativa y que algunos usos indebidos del poder perjudican su imagen. Pero también es cierto que nunca había hecho tanto por nosotros. Nunca había proporcionado tantos servicios ni se había ocupado tanto del bienestar conectivo. Es cierto que no todo lo hace bien sin que esto signifique que todo lo haga mal. Encontraremos de todo como en cualquier actividad humana.

Durante la campaña presidencial de Bill Clinton, en 1992, se popularizó el eslogan: “Es la economía, estúpidos”. La frase sintetizaba tanto la omnipresencia de la economía como la impotencia de la política. Incluso en el momento político por excelencia, las elecciones, la política declinaba ante la economía y asumía su papel de comparsa. Se la reconocía como una inútil molestia. Hoy, sin embargo, la gran crisis económica mundial debilita el argumento. La economía también nos ha mostrado su estupidez. Se implora ahora a la intervención política. Quizá sería un buen momento para reiterar un vengativo “Es la política cretinos”. Es decir, se impone reivindicar la necesidad y la importancia de la política. Sin ella viviríamos peor.

Recordemos que la política no es sólo lo que hacen los políticos y que exhiben los medios de comunicación. La política no es sólo la imagen que proyecta: hay que reconocer lo que hay en ella de sustantivo. La política, lejos de ser una molestia, es lo que nos permite vivir juntos siendo diferentes. La riqueza de nuestras sociedades nace de la diversidad, de la existencia de proyectos y puntos de vista que se encuentran en tensión , pero que la hacen crecer. Las ciudades, espacios de progreso por excelencia, constituyen desde siempre esta amalgama de personas y colectivos diferentes y contrastados que llenan el espacio público de tensiones creativas. La política es aquello que convierte el potencial destructivo de los conflictos en síntesis constructivas. La política, en otros términos, contribuye a una especie de explosión controlada de las fuerzas implícitas en nuestras naturales contradicciones y enfrentamientos. La política, por tanto, nace del conflicto y se convierte en una manera civilizada de sacarle provecho. Solón, uno de los grandes legisladores de la democracia ateniense del siglo V a.C. definía la política como eunomía. Es decir, una capacidad de buscar el equilibrio entre posiciones legítimamente dispares. La política no puede ser una guerra que finaliza declarando ganadores y perdedores, sino un diálogo para definir conjuntamente los espacios de intersección que nos habilitan para la convivencia. La política requiere negociación y se expresa a través de grises y matices: algo que deberían recordar tanto nuestros políticos como sus altavoces mediáticos.

Se objetará que la política es también –y, a veces, ante todo– afán de poder, lucha por el cargo, manipulación y defensa de los intereses propios. No soy tan ingenuo como para no saber que todos estos ingredientes forman parte de la política, aunque creo que no la definen. Maquiavelo –primer representante del enfoque realista de la política– recomendaría no perder el tiempo pensando en lo que debería ser la política: basta analizar la práctica política y constatar lo que hay en ella de manipulación y engaño.

Cabe replicar a Maquiavelo que el ser humano no sólo es capaz de observar nuestro mundo, sino también de imaginar el mundo que nos gustaría. También en lo político. El pensamiento político es, en realidad, un debate en torno a ficciones. Por ejemplo, las ficciones de la liberta y la igualdad. No somos ni libres ni iguales, aunque al pensar en estos conceptos podemos entender mejor nuestro presente y, sobre todo, imaginar el futuro que queremos construir. Maquiavelo nos enseña que la política se mueve en el fango de la realidad. Pero la política es también un instrumento que nos permite trascenderla. La política consiste en gestionar la realidad, pero también en rechazarla, en no aceptar que las cosa nos venga dadas. Permite imaginar aquellas ficciones que deseamos.

La política es imaginación. Pero se trata de una imaginación colectiva, referida a proyectos comunes, no individuales. Se refiere a qué tipo de comunidad, qué modelo de convivencia aspiramos a construir entre todos. La política se escribe siempre en plural: “El autor del lenguaje, del pensamiento, la filosofía, la ciencia y el arte, además de la ley, los pactos, los derechos individuales, la autoridad y la libertad no es el hombre sino los hombres…” (Barber).

La virtud cívica de los antiguos griegos –la areté–  supone capacidad para participar en la res publica y, al mismo tiempo, el compromiso de hacerlo. La areté es aquella virtud que nos permite pensar en plural, pasando de lo que me interesa a a lo que nos interesa a nosotros. No todo el mundo estará de acuerdo con estas afirmaciones. Defender la política como una necesaria imaginación colectiva no está muy de moda, Se suele preferir la inmediatez de lo real y la apuesta individual que caracterizaría a la llamada sociedad civil y sus emprendedores. Liberados de la molesta e inútil política, éstos se convertirían en el nervio de nuestra sociedad. Sin embargo, de la necesidad de confiar en las personas no se deduce de forma automática la desconfianza hacia la política. Es posible creer en los individuos, pero también en la necesidad de vivir juntos. Se puede apostar por su empuje personal, pero también por su capacidad para pensar y discutir colectivamente sobre el mundo que quieren construir.

Es paradójico que en un mundo cada vez más globalizado e incierto hayamos declarado la inutilidad de la política, cada vez más desbordada y arrinconada por la supremacía de la economía y el empuje de un individualismo radical. La política ya no es imaginar juntos cómo podemos hacer frente al desconcierto, sino una molestia en nuestra lucha personal por la supervivencia. El nosotros es una distracción en nuestra carrera hacia la maximización del yo.  Sin proyecto colectivo, la convivencia con los otros se convierte en una pérdida de tiempo. Ya no interesa hablar civilizadamente sobre un futuro común, porque preferimos espabilarnos y perseguir nuestras propias ambiciones. El homo economicus  se impone. Su aparente triunfo acaba conduciendo a una política que se define por no creer en ella misma, por constituir una inutilidad nociva. Éste ha sido el mensaje dominante –atribuido a Thatcher–  de quienes negaban la existencia de la sociedad frente a la realidad de los individuos. Una política que se avergüenza de sí misma propugna “dejar en paz” a los individuos para que se ocuparan de sus propios asuntos sin interferencias molestas. Se afirma también que todos tenemos el derecho a perseguir nuestros sueños privados y que, en consecuencia, los gobernantes no pueden dedicarse a soñar por nosotros (Oakeshott). Desde esta perspectiva, la política no sólo no se entiende como una necesaria imaginación colectiva, sino que cuando intenta serlo se convertiría en tiranía.

Pero sin sociedad y sin política sólo quedan los hombres solitarios que propugna el individualismo más radical, concentrados en ellos mismos, dedicados a perseguir sus propias metas sin malgastar energías  en proyectos compartidos. La realidad humana se definiría “a través del hecho de nuestras vidas separadas: podemos aprender a vivir juntos pero siempre estaremos separados” (Nozick).

¿Es realmente posible vivir así? ¿Es posible prescindir de la molesta política en beneficio de los intereses individuales? Frente a la apariencia de libertad que alabarían los liberales, la ausencia de política y, por lo tanto, de proyectos colectivos, nos sitúa n un escenario donde se combina la soledad con el miedo. Las preocupaciones privadas están en el centro. Pero alrededor de este reino individual amenaza una densa periferia de inseguridades y temores frente a un mundo que desborda muestras fuerzas. El individualismo reniega de la política y reivindica la centralidad de los individuos para condenarlos a la precaria existencia descrita pro Hobbes: “en estas situaciones aparece (…) un miedo persistente que amenaza de muerte violenta. y la vida del ser humano es solitaria, pobre, triste, brutal y corta”. El individualismo liberal quiere convertirnos en reyes de la creación, pero nos transforma a todos en adversarios que luchamos ferozmente por cada palmo de nuestra parcela de libertad. No somos sólo bestias solitarias, sino también salvajes y agresivas, dispuestas a competir y a atacarnos a la menor oportunidad.

La política es descrita a menudo como una jungla llena de peligros cuando es en realidad la ausencia de política la que convierte la existencia humana en una inevitable experiencia temeraria. Lo certifica la vida cotidiana allí donde han desaparecido las más elementales estructuras políticas: Somalia, Afganistán o cualquiera de las zonas de dominio del narcotráfico.

En situación permanente de temor, sin protección política posible, se configura una sociedad del riesgo (Beck). Domina algo parecido a la sensación que experimentan loa pasajeros de un avión cuando se dan cuenta de que no hay nadie en la cabina del piloto. Se trata de un miedo que combina sus raíces liberales con la creciente complejidad e incertidumbre de un mundo globalizado en el que nadie parece estar al mando de la nave.

Ésta es la paradoja de la situación actual. Como reacción a este miedo creciente que se cierne sobre la sociedad del riesgo, se ataca a la política y se la denuncia como una innecesaria molestia. Tal vez lo sea para los más fuertes que confían en sobrevivir aplicando la propiamente llamada “ley de la selva”. Pero sin política, sin capacidad de imaginar proyectos colectivos, no se concibe a la larga –y, a veces, tampoco a la corta– un futuro viable, ni individual ni compartido. La política no es, pues, una carga inútil. Por el contrario, se convierte en imperiosa necesidad cuando se trata de elaborar y aplicar los proyectos colectivos que dan estabilidad y dignidad a la existencia humana.

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