J.Amando Robles Ya va para siete años que escribí Hombre y mujer de conocimiento, un pequeño libro que gustó bastante, planteando la espiritualidad laica, no religiosa, que personalmente creí encontrar en las famosas “enseñanzas” de don Juan Matus y Carlos Castaneda. Fue entonces cuando una amiga, secundada de inmediato por varios compañeros de trabajo, me propuso hacer algo parecido con la espiritualidad del Maestro Eckhart. La idea me pareció tan buena que inmediatamente acepté. Sin duda que mi amiga lo hacía pensando en la calidad de la espiritualidad eckhartiana, que ambos ya conocíamos y que por su riqueza bien merece ser puesta al alcance de los hombres y mujeres de hoy. Pero yo lo acepté sobre todo por la convicción profunda que ya entonces tenía de que la espiritualidad del Maestro Eckhart es también, en el fondo, una espiritualidad laica y como tal muy apropiada para los hombres y mujeres de hoy, que rehúyen, y con razón, lo religioso como mítico. ¿De hecho no es así como lo vienen leyendo estudiosos hinduistas y budistas? Y lo leen bien. Una espiritualidad laica y, como tal, muy adecuada para la sociedad y cultura de conocimiento que estamos construyendo. Y este es el propósito del presente libro, también introductorio y pequeño: mostrar al lector que la espiritualidad del Maestro Eckhart, de por sí ya famosa por su gran calidad, en el fondo es una espiritualidad laica, ponerla en valor como una espiritualidad muy pertinente para hoy aunque en su forma y contenidos sea tan religiosa, e inducir al lector a la lectura personal de los sermones y pequeños tratados del Maestro.
Todo lo que se afirma con respecto a Jesús es simbólico.
Todas las afirmaciones referentes a Jesús son una construcción simbólica hija de una inculturación en una civilización agrario/autoritaria, helena y romana.
Lo difícil no es aceptar la verdad de esta afirmación teórica; lo difícil es vivir todo lo que se refiere a Jesús y a la religión cristiana desde ese pensamiento cuando se convierte en un sentir real y cotidiano. Las consecuencias, entonces, para las organizaciones religiosas, para las plegarias y rituales colectivos son graves.
Nuestros antepasados tomaron a los símbolos como si fueran realmente existentes. Nosotros los tomamos como plenamente significativos pero como afirmaciones, construidas desde unos patrones culturales ya desaparecidos, que hablan de lo que, propiamente, no se puede hablar porque está más allá de las posibilidades de la estructura de nuestra lengua.
Ese sustrato indecible, expresado mítica y simbólicamente en unas categorías culturales caducas, es un fundamento puramente cualitativo sobre el que sólo puede asentarse la cualidad; es un mensaje de espíritu sobre el que sólo se puede apoyar el espíritu.
El espíritu puede adoptar formas, pero como si no las adoptara; pasa por las formas como la brisa sobre la superficie de los lagos tranquilos. El espíritu usa formas pero no se liga a ellas; no deja que las formas se osifiquen. El espíritu adquiere formas sólo para insinuar la intuición del Sin Forma; para ello debe tomarlas como si no las tomara y debe abandonarlas como si jamás las hubiese tocado.
Sobre esa calidad, tenue como el viento y sólida como una roca, debe apoyarse, en las nuevas circunstancias culturales, la plegaria individual y colectiva, los rituales y las organizaciones religiosas. Plegarias, rituales y organizaciones tendrán que ser espíritu, fluido y libre como el aire.
La plegaria a Dios tendrá que vivirse y expresarse como si no hubiera ni plegaria ni Dios; el ritual debe ser tal que impida la cosificación de Dios y conduzca a la No Dualidad; las organizaciones religiosas tendrán que estar tan apoyadas en la calidad y la comunicación que resultarán estructuras tan leves que serán como si no fueran.
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