Marià Corbí Per a la gent de les nostres societats, les religions han mort, i no hi ha ni idea, ni indicis d'una altra dimensió de la realitat que no sigui aquesta quotidianitat plana. Tot es ha tornat rom, sense esperança, sota el vol negre de la mort. S'han difós molt les publicacions de textos de saviesa o que busquen la saviesa, però això, a més de minoritari, no hi influeix a la cultura general, ni tan sols a la cultura popular.
Què es pot fer perquè la cultura i les persones de les societats de coneixement recuperin la doble dimensió de la realitat del nostre viure humà? Què es pot fer per trencar aquesta cuirassa de quotidianitat exclusiva, sense esquerdes, des de la que es pugui entreveure la llum de l'altra dimensió?
Wikileaks como desafío epistemológico
Artículo publicado originalmente el 11.1.2011 en De Igual a Igual.
No message…. (imagen publicada con licencia Creative Commons by-nc-sa 2.0. Autor: Catalina Olavarría (Cati Kaoe).
«Sobre el caso Wikileaks se han dicho muchas cosas, pero da la sensación de que siempre queda algo por decir». Así comienza un artículo de Umberto Eco de publicación reciente, traducido al español con el sugestivo título Saber lo que se sabe. «La regla por la cual los dossieres secretos deben basarse sólo en noticias ya conocidas es esencial para la dinámica de los servicios secretos», señala con punta el semiólogo italiano, y a continuación destaca cómo dicha regla se aplica a los lectores ávidos de literatura esotérica, en la cual «cada libro nuevo repite (sobre el Grial, sobre el misterio de Rennes-le-Château, sobre los templarios o sobre la Rosacruz) exactamente aquello que ya se había escrito en los libros precedentes. […] Esta es también la clave del éxito de Dan Brown» (particularmente conocido por la difusión cinematográfica de su novela El código Da Vinci).
[…]En vísperas de la caída del muro de Berlín, mi compatriota Jorge Martínez de León —escritor y periodista radicado en Buenos Aires desde 1970— publicó un trabajo de investigación en cuya primera hipótesis asevera que «la historia de los medios de comunicación es la historia de la especie humana»; y paralelamente aventura una llamativa segunda hipótesis emparentada con las apreciaciones precedentes de Umberto Eco: «los medios de comunicación jamás produjeron ningún efecto sobre la sociedad. Ellos mismos fueron siempre el resultado de las transformaciones sociales y nunca la causa». En los mensajes respectivos la responsabilidad no incumbe al emisor, sino al receptor, al «público de masas» que condiciona su contenido; hasta tal punto, que el emisor y sus ocasionales portavoces resultan severamente castigados cuando las expectativas receptoras se frustran:
En todas las civilizaciones antiguas se registra un fenómeno muy particular: el portador de una noticia nefasta era ejecutado inmediatamente después de haberla transmitido. Como si él fuera responsable del hecho que relataba, y como si la muerte del mensajero modificara la realidad del hecho ocurrido.
Esa actitud que hoy llamamos incivilizada, ocurre en la actualidad a cada momento: cuando un medio proporciona un mensaje que no nos agrada lo negamos, lo eliminamos. Dejamos de leer un diario, un libro o una revista; cambiamos la posición del dial de nuestro receptor de radio o televisión… Nuestra actitud cotidiana es negar (matar) al emisor del mensaje que nos disgusta.
La característica selectiva del receptor determina que el emisor sea aceptado sólo cuando el mensaje coincide con el pensamiento del receptor.
Podría decirse entonces que el receptor es el emisor.
En última instancia el emisor es un delegado del receptor. Porque de los cientos o miles de emisores que surgen continuamente dentro de una comunidad, “mueren” los que no emiten el mensaje esperado y sólo sobreviven los emisores que sí reflejan las expectativas del receptor.
La función de los medios es, siempre, reforzar la información que el receptor ya posee. Consciente o inconscientemente estamos controlando permanentemente la información que poseemos, comparándola con la que recibimos a modo de reaseguro.
Dado que el receptor de un mensaje actúa de esa manera selectiva, aceptando aquello que le interesa o que ya conocía, se registra el hecho paradójico de que una noticia debe ser creíble antes que real.
La verosimilitud es cualitativamente más importante que la verdad. No siempre un hecho real es verosímil, así como tampoco un hecho verosímil es necesariamente real.
— MARTÍNEZ DE LEÓN Jorge, EL PÚBLICO DE MASAS – Causa y no efecto en la historia y prehistoria de los medios de comunicación (Buenos Aires, Alcántara Editor, 1988), pp. 37-38
Si consideramos el fenómeno Wikileaks a la luz de las reflexiones precitadas, no resulta novedoso que «la pregunta que se hacen los gobiernos implicados y sus medios no es si el ocultamiento sistemático por un Estado de crímenes impunes es o no es en sí un crimen, sino su absurdo opuesto: si revelar ese crimen es un crimen» (cf. URRIETA GÓMEZ Enrique, WikiLeaks, sobre la libertad de información y la descontextualización de la historia). Asistimos una vez más al consuetudinario expediente de ejecutar al transmisor de noticias molestas. Mas si tampoco éstas conllevan novedad (no serían tan impropias en definitiva…), ¿qué motivaciones propulsan entonces la peculiar avidez del «público de masas»?; ¿cómo se explica su ansiedad de acceder a más y más revelaciones de la caja de Pandora anunciada por los medios? Acaso el nombre de Julian Assange haya sido el más recurrente en los análisis periodísticos de las últimas semanas. ¿Qué energías subyacen tras tales manifestaciones?
Sin demérito de otras hipótesis que al respecto pudieren formularse, me aproximaré hacia la apuntada en mi título: el fenómeno Wikileaks como emergente de la perentoria necesidad de transformar a fondo nuestra epistemología. En una sociedad que vive y prospera renovando sin cesar su ciencia y recursos tecnológicos, en un contexto en el cual la creatividad asume un rol decisivo, provocando cambios acelerados a todo nivel (laboral, organizativo, axiológico…), no es de extrañar que aflore —acompasando las mutaciones del hábitat planetario— el imperativo de replantear nuestra manera de interpretar, valorar y sentir la inmensidad que nos constituye y rodea; el escurridizo advenir a través del cual la advertimos y nos descubrimos en ella —o, más propiamente, siendo ella—, en indisoluble interacción holística con la infinitud cósmica. Si un replanteo tal es radical (que si no lo es de poco sirve), ya no podremos decir que los sucesos acontecen cual los exhibe la tele.
En la cultura capitalista, la inmensa mayoría de los medios televisivos magnifica la veleidad del instante para que nada sustantivo ocurra, para que la deificación del consumismo que promueven se mantenga incólume. Cuando sucumbimos a tales efectos, nuestro subconsciente reafirma una concepción mítica del devenir. El «público de masas» que en definitiva regula el flujo mediático suele experimentar pánico ante lo genuinamente novedoso. Y con ello reproduce —apenas camuflado— el terror a la historia de nuestros primitivos ancestros. El hombre tradicional o de los tiempos arcaicos abrevaba en el illus tempus paradigmático, en la impoluta beatitud de los comienzos. De allí provenía la Gran Noticia del misterio del existir, la única importante para el ser humano. Desde tal óptica, todo devenir resulta ilusorio y periódicamente es preciso actualizar lo sucedido ab origine, exorcizar la degradación de los acontecimientos históricos. (Cuando en 1989 Francis Fukuyama divulgaba su artículo The End of History? —publicado originalmente en la revista The National Interest y ampliado luego en el ensayo The End of History and the Last Man—, consolidaba las bases intelectuales del Nuevo Orden Internacional que el presidente George H. W. Bush anunciaría en París en noviembre de 1990, dando visos formales a la conclusión de la Guerra Fría y a la presunta victoria final del capitalismo).
La expresión «epistemología mítica» ha sido acuñada por Mariano Corbí, actual director del Centro de Estudios de las Tradiciones de Sabiduría radicado en Barcelona (CETR). Alude a una forma de conocimiento que da por reales los acontecimientos narrados en los mitos (de ahí su nombre), y que no se restringe al ámbito estrictamente mítico, sino que también abarca al científico, en la medida en que se entienda que las ciencias no parten de hipótesis o supuestos operativos, sino que describen la realidad en forma fidedigna. Más rigurosamente, y cual se definiera en la presentación del 7º Encuentro internacional CETR realizado entre el 28 de junio y el 2 de julio de 2010: Consecuencias del final de la epistemología mítica (Barcelona, CETR editorial, 2010), pp. 9-10:
[…] La epistemología mítica es aquella que sostiene que lo que dicen nuestras construcciones lingüísticas, tales como símbolos, mitos y rituales, e incluso formaciones conceptuales, es como es la realidad. Las ciencias, hasta el último tercio del siglo XX se interpretaron también desde esta misma epistemología, con algunas excepciones.La epistemología mítica es, pues, una interpretación de la lengua y una ontología.
Con el hundimiento de las sociedades preindustriales en los países y regiones desarrolladas (económica y socialmente, no necesariamente en cualidad humana), con la generalización de la industria, la aparición y asentamiento de las sociedades de conocimiento, innovación y cambio continuo, y la globalización que ha puesto unas culturas y mitologías junto a las otras, nos han forzado a abandonar la epistemología mítica, o mejor, se nos ha deshecho entre las manos.
Hoy tenemos conciencia clara de que la realidad no es como la describen nuestras formaciones lingüísticas, ni las míticas, ni las científicas. Ninguna de nuestras formaciones lingüísticas describe la realidad, sabemos que la modelan a nuestra frágil medida en correspondencia a unas condiciones de vida determinadas.
«En esto consiste propiamente hablando la epistemología mítica: en programar lingüística y culturalmente la realidad y en dar por real el modelamiento cultural de lo real». Así enfatizaba Corbí en reciente ponencia ante el V Congreso Internacional de Bioética organizado por la Universidad Javeriana de Bogotá: Los problemas axiológicos de las sociedades de conocimiento (Bogotá, Eje temático: Bioética global y complejidad, viernes 5 de noviembre de 2010).
En este marco epistemológico, la programación lingüística y cultural de sociedades que viven de hacer siempre lo mismo ha de precaverse contra cambios. Las formulaciones dogmáticas y orientaciones de comportamiento configuradas por las creencias respectivas (religiosas o laicas), probadas y verificadas durante milenios, deben ser periódicamente reforzadas e interiorizadas mediante rituales (sacros o profanos), a fin de actualizar el consenso axiológico vigente. En tal sentido, los efectos de las celebraciones litúrgicas son semejantes a los de las fiestas patrias, eventos diplomáticos, artísticos, civiles en general. Incluso en escenarios privados, es imposible soslayar la operatividad latente de la programación en boga. Por ejemplo, y retomando a Jorge Martínez de León, la confrontación personal asidua con un medio periodístico preferido (escrito, oral o televisivo), responde a la necesidad cuasi instintiva de calibrar nuestro encaje en el complejo lingüístico y cultural que nos atañe.
¿Es viable una epistemología no mítica en el ámbito periodístico?… Cuando la supervivencia de un grupo social se estructura a base de fijezas (instrumentadas mediante epistemología mítica), sólo son aceptables las noticias que refuerzan la estabilidad del sistema imperante (o contexto socio-cultural vigente); las que propician alteraciones deben ser rigurosamente bloqueadas. El panel informativo ha de permanecer repleto de información que reafirme lo archisabido, y todo pregonero de novedades ha de sindicarse como subversivo. Así ocurrió durante milenios, en la prolongada etapa preindustrial de la humanidad. Tal fue el modus operandi de innumerables generaciones sustentadas en creencias, en principio religiosas y posteriormente laicas. La primera revolución industrial varió el referente autoritario sin afectar lo medular del esquema jerárquico, tan imprescindible para las sociedades agrarias como para el entonces incipiente modelo fabril.
Este modelo se mantiene vigente en los estratos más conservadores de la sociedad mundializada. Mas la pujanza de las vanguardias que han institucionalizado el cambio como instrumento de supervivencia, y que, por consiguiente, no admiten fijezas a la hora de interpretar o valorar la realidad que nos engloba, acrecienta la conciencia de que toda la información que llega a nuestros sentidos, percepción y mente, no es precisamente una descripción de aquella realidad, sino un modelado dinámico, un constructo en variación continua. De resultas, y en estricta justicia, el panel informativo sólo debería portar un rótulo vacío de contenidos: «Ningún mensaje…». No por deleite nihilista, sino para significar que el vendaval de lo novedoso es tan potente que no admite acotación posible. Y para significar además que, si nuestra supervivencia depende del cambio, nuestra mirada ha de dirigirse al futuro antes que al pasado, al diseño de proyectos aptos para reconfigurar el presente, no ya sobre la base de creencias religiosas o laicas, sino en función de postulados democráticamente compartidos.
Ningún mensaje en el panel informativo… «Entonces, ¿para qué sirven los medios?». Con esta pregunta concluye el libro precitado de Jorge Martínez de León, quien responde en los siguientes términos:
Los medios sirven para mostrar lo que piensa una sociedad. Son un síntoma. Como la lluvia que cae durante una tormenta. La lluvia sirve para muchas cosas, menos para provocar una tormenta.
Los medios sirven para registrar lo que ocurre en una sociedad, no para provocar que algo ocurra. No hay aquí —como tampoco en las tormentas— interacción. Porque es una relación causa-efecto.
La influencia que un individuo recibe de la sociedad es infinitamente mayor que la que sobre él ejercen los medios de comunicación.
— MARTÍNEZ DE LEÓN Jorge, op. cit., p. 92.
«¿Dónde ocurren las cosas?» —se pregunta Santiago Alba Rico en reciente artículo—. Y tras su análisis concluye:
¿Dónde ocurren en realidad las cosas? Donde podemos conocerlas y narrarlas; donde podemos amarlas; donde podemos, además, cambiarlas.
Como las “primicias” del quehacer periodístico suelen eludir lo que realmente acontece, por lo general no es fácil conocer y narrar; menos aún, amar y cambiar. Consecuentemente, la sed de veracidad del «público de masas» nunca resulta saciada. Y así como «el receptor de un mensaje actúa de esa manera selectiva, aceptando aquello que le interesa o que ya conocía», así también nuestra percepción habitual de la realidad, condicionada por el entorno en que nos hallamos inmersos, inexorablemente conlleva un filtraje interpretativo. Sólo percibimos una porción minúscula de la inmensidad que nos rodea y nosotros mismos somos: el mapa de un territorio delimitado a la medida de nuestra especie y de nuestro peculiar modo de subsistir en un contexto determinado: biológico, socio-cultural, regional, familiar, individual…
Cuando «consciente o inconscientemente» controlamos «la información que poseemos, comparándola con la que recibimos a modo de reaseguro», nuestro proceder cobra significación biológica. Habida cuenta de nuestra condición simbiótica, la inserción crítica en el sistema de valores vigente resulta esencial para sobrevivir en el medio. El respectivo grado de criticidad, o barómetro de salud cósmica, variará entre saber lo que se sabe —acto reflejo de salvaguardia, de precaución ante lo desconocido—, e intentar saber lo que no se sabe —acto que implica desasimiento y arrojo, disposición a vivir a la intemperie (axiológica), aptitud para aprehender y testificar con sostenido asombro la totalidad de cuanto adviene—.
Esta tarea fascinante está en las antípodas de la futilidad adormecedora de unos cuantos “noticieros”. Es indagación, pasión, alerta; búsqueda vital transida de inquietud. Es inmersión en el caos en el que germina la Vida, en el seno mismo de la conflictividad, el desorden y el azar. Es profundo interés por el todo inasible, que cual río de montaña se renueva sin cesar y desborda barreras, sin admitir tamiz alguno de expectativas, ni proyectos, ni temores, ni deseos. Es poner entre paréntesis nuestra percepción de vivientes necesitados. Es desapego y silencio, olvido del ego, enamoramiento de lo que realmente ocurre y aptitud para testificarlo. Libertad y diversidad se involucran mutuamente en la producción creativa. Y el genuino periodismo es creación silenciosa, inmune al ruido de “noticias” ilusorias.
«Todos somos periodistas hasta que se demuestre lo contrario». Así reza el principio que inspira el accionar de nuestro medio. Y por eso De Igual a Igual apoya a Wikileaks. Tal vez la más dramática revelación de las filtraciones respectivas sea «el amargo odio a la democracia» demostrado por el servicio diplomático estadounidense, manifestó Noam Chomsky a la periodista Amy Goodman (cf. Noam Chomsky: “Wikileaks reveló el odio de EEUU” ). Y ello conlleva una significativa advertencia para el consenso universal que ha de procurarse en el tratamiento de la información disponible. Sumergirse en ésta con actitud de «conocer, narrar, amar y cambiar» implica un estimulante desafío: epistemológico en primer lugar, silenciando al máximo nuestra visión egocéntrica; y profundamente humano en sus consecuencias, por cuanto el sentir y el actuar siempre subsiguen a lo que nuestra mente da por real.
¿Qué realidad avizorar en el flujo informativo proveniente de Wikileaks? ¿Cómo «conocer, narrar, amar y cambiar» a partir de semejante maremágnum? Cuanto más nos sumergimos en éste, ejercitando aquellos cuatro verbos mentados por Santiago Alba Rico, más vacío de contenidos y formas deviene el sustrato que buscamos. Paradójicamente, más eficientes resultamos en el diseño creativo de remozados contenidos y formas. «De Igual a Igual se suma a otra mucha gente contra la censura y por la libertad de información, tenemos las herramientas para ello, hay que tener el valor para usarlas». Con esta arengadora frase concluye el artículo precitado de nuestro medio.
«Ningún mensaje…». Enfocar nuestro ser entero hacia el panel informativo vacío es como arrojarse al abismo. Única actitud saludable ante nuestra coyuntura planetaria, pues no sólo de mensajes vive el hombre… Para evolucionar es preciso abrir compuertas a la Gran Novedad que de continuo nos interpela: aquélla que, no obstante estar vacía de contenidos y formas, igualmente se experimenta con certeza y solidez inquebrantables. No es otra que la proclamada por la más ancestral de las sabidurías, presente en el trasfondo de cuanto somos y hacemos, particularmente en nuestra indagación periodística y en el sinnúmero de notas que producimos o consumimos a diario.