Marià Corbí «No tenemos nada que hacer en esta hermosa Tierra, en este pequeño y maravilloso planeta; no tenemos otra tarea que cumplir que vivir para reconocer toda la maravilla que nos rodea. Vivimos para tener la posibilidad de reconocer. Reconocer es testificar que hemos visto y sentido lo que está frente a nosotros. Reconocer es decirle a todo que hemos advertido su presencia, que hemos visto su esplendor, su belleza, su inmensidad y que nos hemos maravillado de su existencia y la hemos amado. Ese es nuestro destino. Somos una chispa de luz que salta del fuego de la tierra, ilumina por unos instantes lo que le rodea y se apaga volviendo otra vez a la tierra. Hay chispas de luz grandes y pequeñas; brillantes e intensas o más tenues y débiles. No se nos pide que seamos lumbreras ni soles; no se nos pide que nuestra luz sea cegadora; sólo se nos pide que seamos lucidez y reconocimiento.» (p.176)
Ibn Arabí
Quien queda atrapado por una adoración particular ignora necesariamente (la verdad intrínseca de otras creencias), por los mismo, su creencia implica la negación de otras formas de creencia. Si conociera el sentido de las palabras de Junayd: “el color del agua es el color de su recipiente”, admitiría la validez de todas las creencias, y conocería a Dios en toda forma y en todo objeto de fe. No tiene el conocimiento de Dios y se funda únicamente sobre la opinión de la que habla la palabra divina: “me adapto a la opinión que mi servidor se hace de mí”, que quiere decir “no me manifiesto a mi adorador más que en la forma de su creencia; que generalice si quiere o que determine”.
La divinidad conforme a la creencia es la que puede ser definida, y es el Dios que el corazón puede contener (según la palabra divina “ni mis cielos ni mi tierra pueden contenerme, pero el corazón de mi fiel servidor me contiene”) Pues la divinidad absoluta no puede ser contenida por ninguna cosa, porque ella es la esencia misma de las cosas y su propia esencia. (Ibn Arabí, s.XII. Múrcia-Damasco)